Blues del siglo nuevo

Para nuestros jóvenes, el futuro ya llegó... y es negro

 

"La juventud es la estación alegre de la vida", pensaba el historiador, filósofo, matemático, satirista y crítico social Thomas Carlyle (1795-1881). Puede que su juventud lo haya sido, o que esa haya sido la norma en la Escocia del siglo XIX. Pero su máxima no parece aplicarse a los jóvenes de este tiempo.

A juzgar por sus consumos culturales, la juventud de hoy tiene una mirada muy poco ingenua. Los relatos que prefiere son casi todos distópicos: pesadillas futuristas que describen mundos donde todo se fue al demonio y hemos sido esclavizados de un modo u otro. En sus juegos predilectos los atacan zombies, demonios pandimensionales o dinosaurios robot en paisajes post-apocalípticos. Y las músicas que prefieren no suelen tener entidad independiente, sino como banda sonora de esas situaciones extremas.

Si con algo resuenan los jóvenes de hoy es con el blues del siglo nuevo.

 

La hora del crepúsculo

Hubo una vez, hace ya tiempo, un mundo donde los adultos contaban a los niños los cuentos más crueles y terribles. A veces se compadecían y les concedían un final feliz; pero la mayor parte de las veces terminaban mal, porque la idea era que los niños asimilasen los tremendos peligros que el mundo les tenía reservados.

La razón de ser de los cuentos de hadas era, entre otras, pedagógica: asustar a los pibes y pibas para que, una vez librados a su suerte, supiesen cuidarse. Dentro de ese género mi autor favorito fue siempre Hans Christian Andersen. Las versiones disneyficadas de sus cuentos no le hacen justicia, porque evaden el final trágico de los originales. (Pensemos en La sirenita, El soldadito de plomo y Las zapatillas rojas.) Imagino que parte de la autoridad con que Andersen escribía derivaba de su experiencia personal. El pobre era tan poco agraciado y tan inadecuado socialmente, que tenía claro que este mundo podía ser una mierda. (Su biografía es una versión de El patito feo, en la que el pobre bicho nunca devino cisne.)

Andersen, el patito feo

Pero el tiempo pasó. Y algún otro artista inventó la corrección política. El objetivo, ahora, era no traumatizar a los más pequeños. (Entre la muerte de mamá Bambi y el fin de papá Mufasa en El rey león transcurrió medio siglo.) Ya bastantes sustos procuraba el mundo real, con sus dos guerras bestiales y la ulterior versión fría, que pobló las pesadillas de una nueva generación. (Quien quiera entender qué temían los niños criados bajo el peligro atómico haría bien en ver El gigante de hierro, del genial Brad Bird. Allí se parodian los cortometrajes de divulgación que informaban cómo 'protegerse' de una bomba H.)

Después cayó el Muro y terminó la Historia. (O no.) El hecho es que, a fines del siglo XX, las historias para niños y jóvenes se volvieron seguras, pasteurizadas de terror genuino. La puja por el Sistema Único que, a la manera del anillo de Tolkien, iba a reinar sobre todos nosotros, había quedado zanjada. ¿Qué había que temer?

En apariencia, no mucho. El mundo de Harry Potter copó la imaginación de una generación entera a partir de 1997. Allí había maldad, pero todavía confiábamos en que la magia y las buenas intenciones podían ponerle coto. Con el correr de los libros, las cosas se fueron poniendo más oscuras (en particular después del 11/9/2001, cuando el Primer Mundo comprendió que era más vulnerable de lo que creía y que la Historia había regresado para vengarse), pero aun así J. K. Rowling consiguió arrimarse a un happy end.

La saga de Harry no había culminado aún cuando se le sumaron los libros de Stephenie Meyer —de Crepúsculo a Breaking Dawn—, que cambiaron hechiceros por vampiros y licántropos y potenciaron el elemento romántico. Ambas colecciones conocieron el éxito mundial y lograron que pibes y pibas que nunca habían leído nada se zampasen volúmenes de seiscientas páginas.

Las dos autoras de esos universos culminaron sus ciclos entre 2007 y 2008. Que fue el año de la última crisis financiera mundial. O sea, el momento en que los ciudadanos del Primer Mundo comprendieron que no sólo corrían el riesgo de explotar por obra de terroristas extranjeros, sino también el de implosionar a causa del terrorismo financiero perpetrado por sus compatriotas.

Puede que niños y jóvenes no comprendan racionalmente esa clase de remezones. Pero los adultos, que escriben las historias que fijan las pulsiones de una época, sí que las comprenden. Y las sufren. Y las metabolizan, dejando que impregnen sus ficciones.

De entonces hasta hoy, los relatos que seducen a los más jóvenes son casi indefectiblemente tenebrosos.

 

Tristeza nao tem fin

El primer volumen de Los juegos del hambre, de Suzanne Collins —los autores que marcan la imaginación de las nuevas generaciones tienden a ser mujeres— se conoció en 2008. Aquí también había protagonistas adolescentes, pero el universo ya era completamente otro. Para empezar, se trataba de una historia que transcurría en un futuro de fecha imprecisa, en una América del Norte autocrática y profundamente injusta que, una vez al año, fuerza a sus jóvenes a luchar hasta la muerte en una suerte de circo romano enriquecido con tecnología de punta.

La saga explora algunas de las ansiedades de los jóvenes de hoy: la pregunta por la supervivencia (ni siquiera en el Primer Mundo tienen asegurado empleo digno), el Estado que todo lo vigila y controla mediante cámaras, la fama espuria que confieren las redes (vía reality shows o YouTube) y la inexistencia de movilidad social verdadera, a contrapelo del American Way of Life. (A modo de frutilla encima de la torta, Collins tomó otra decisión coherente con el zeitgeist: su héroe es una heroína, Katniss Everdeen, más fuerte, inteligente y llena de recursos que sus pretendientes masculinos, reducidos aquí a poco más que objetos románticos, en perfecta inversión del relato épico tradicional.)

'Los juegos del hambre', o la hora de las heroínas

En la misma liga juegan Uglies, de Scott Westerfeld, donde a los dieciséis todo el mundo se somete a una cirugía estética para adaptarse a un standard de belleza; The Maze Runner de James Dashner, donde los adolescentes despiertan sin recuerdos de sus vidas previas y encerrados en un laberinto lleno de trampas, Incarceron, de Catherine Fisher, donde los protagonistas están confinados en una prisión del tamaño de un país; The Forest of Hand and Teeth de Carrie Ryan, donde los personajes viven en una villa de aires medievales asolada por zombies; Feed de M. T. Anderson, donde la información y la publicidad son descargadas en el cerebro (el narrador piensa en la época pretérita de las computadoras y reflexiona: "Era como si uno llevase sus pulmones en un maletín y tuviese que abrirlo para respirar"); y The Knife of Never Letting Go, de Patrick Ness, donde un virus hace que los pensamientos personales puedan ser leídos por todos los que te rodean — la internet como enfermedad.

Hay infinidad de novelas y cómics en el mismo tenor, donde los jóvenes no pueden apartarse de la casta en que han nacido o se descubren cosecha humana que desarrolla órganos a ser trasplantados a otros privilegiados. Unas cuantas han llegado al cine con suerte dispar, pero eso no significa que el género languidezca. Las redes están llenas de chats donde los lectores debaten los relatos incansablemente y hasta interactúan con los autores, a quienes alaban, les sugieren cosas y critican de modo despiadado si los relatos no evolucionan como esperaban.

Está claro que la distopía no es un género nuevo. El término data de 1868 y lo acuñó John Stuart Mill como antónimo de la utopía creada por Tomás Moro en 1516. Pero si en Moro utopía —literalmente en ninguna parte— servía para definir una sociedad ideal a la que debíamos aspirar, su antónimo describe la clase de sociedad infernal hacia la que tememos estar encaminándonos y, además, su condición viral, tan infecciosa como las pestes del Medioevo: lo opuesto a en ninguna parte es, de modo inevitable, en todas partes.

¿Fue un ingenuo Tomás Moro?

Hasta no hace mucho, las distopías como 1984 y Un mundo feliz estaban escritas por hombres y dirigidas a un público adulto, a quien sacudían para que reaccionase ante la inminencia de ciertos horrores. Hoy sigue habiendo distopías para grandes, pero sus mejores cultoras suelen ser mujeres como Margaret Atwood, la autora de El cuento de la criada y Oryx y Crake. Las distopías escritas para el público definido como Young Adult (YA) no sólo son pródigas en autoras mujeres, sino que además son leídas por más lectoras que lectores adolescentes.

Aunque parezca contradictorio con la visión de Carlyle, no es sorprendente que los adolescentes y jóvenes se sumerjan en un género tan deprimente. El psicólogo Laurence Steinberg, de la Temple University, reconoce que "cuando los adolescentes se sienten tristes, a menudo buscan insertarse en situaciones aún más tristes". Lo cual explica desde la música de The Smiths hasta el movimiento emo, pasando por la saga libresca de Lemony Snicket llamada Una serie de eventos desafortunados (pronta a estrenar su segunda temporada en Netflix) hasta llegar al boom de los libros de John Green y en particular Bajo la misma estrella (The Fault in Our Stars, 2010) la Love Story teenager de nuestra época. La fobia a la tristeza parece ser, más bien, patrimonio de los adultos a medida que nos volvemos inelásticos y empezamos a temer que el mundo nos quiebre de modo irreparable.

Pero esa sensibilidad ante la tristeza que adquiere belleza artística no es, por supuesto, lo único que explicaría la afición de los más jóvenes por las distopías. Para empezar, aquellas que prefieren se diferencian de las pensadas para adultos en un aspecto esencial. De Orwell al Cormac McCarthy de El camino, las distopías para grandes tratan de embarcarnos en la causa para impedir que algo terrible, generalmente proyectado al futuro, termine por pasar. Pero las distopías que hoy leen los pibes y pibas, aun cuando también ocurran en el futuro, hablan de lo que les está pasando a ellos aquí y ahora. El autor de Uglies, Scott Westerfeld, lo definió de este modo: "Si el género los interpela y los hace sentirse identificados, es porque no hay nada más parecido a una distopía que la escuela secundaria".

 

Escenas del delito americano

En la secundaria hay que fingir para ser cool o protegerse del bullying; las jerarquías son tan caprichosas como inquebrantables; uno se siente constantemente observado y basta un paso en falso para que la vida (social, al menos) llegue a un fin trágico. La presión para adaptarse al sistema puede ser tremenda, asfixiante. Por eso las nuevas distopías tienden a presentar regímenes totalitarios, que disfrazan su mano de hierro detrás de una fachada hedonista.

La otra gran diferencia entre las distopías actuales y las clásicas ya la anticipó The Matrix (1999) al advenir el siglo. Tanto Huxley como H. G. Wells imaginaban futuros complicados, pero remotos. Desde The Matrix, todos asumimos que la distopía ya llegó, y hace rato. No se trata del futuro sino de nuestro presente. Cuando hablamos de un sistema asfixiante, tecnocrático de un modo que le permite ser más controlador que un padre estricto, donde nada es como nos dijeron que era y la vida de un ser humano no vale una moneda (a no ser, claro, que forme parte del exclusivo club de los ricos como Creso), ya no estamos refiriéndonos a relatos como el film Brazil (1985) de Terry Gilliam: hablamos del hoy, de ahora, es lo que estamos viviendo —padeciendo— en este instante.

La otra gran contribución de The Matrix es esta: no sólo trajo la distopía al presente, sino que además encontró una forma de contar que algo siniestro puede estar ocurriendo, a escala planetaria, por debajo del simulacro de una democracia.

Es por eso que el público adulto abraza hoy la moda de las distopías: a través de series como El cuento de la criada y Black Mirror, pero pisando una huella que el público juvenil ya abrió a machetazos. Entre nosotros están teniendo éxito libros como Cadáver exquisito de Agustina Bazterrica —a la que tienta definir como distopía caníbal— y Escenas de El Delito Americano de Indio Solari, que el célebre artista empezó a escribir hace cuarenta años en un impulso claramente visionario.

Todo indica que estamos aceptando, por fin, que las fantasías concentracionales no eran producto de hormonas descontroladas y la proclividad de los más jóvenes al melodrama. El mundo se está poniendo oscuro, espeso e intenso. Hay naciones poderosas al mando de gente sacada de una de estas novelitas distópicas. (Trump se parece menos al presidente Snow de Los juegos del hambre que a su conductor televisivo: el vano, pomposo y ridículo Caesar Flickermann.) Y hasta el Papa admite que vivimos en un riesgo de conflagración nuclear que debe a tener al pobre Brad Bird sin pegar un ojo.

Las distopías para adultos tienden a los finales negros. En su ensayo para la antología Utopian and Dystopian Writing for Children and Young Adults (2003), Kay Sambell dice que “la derrota del protagonista es crucial para el impulso admonitorio de la distopía clásica”. Pero aunque algunos de los escritores más nuevos se atreven a eludir el happy end, la mayoría de los que escriben / filman distopías para un público joven tratan de encontrar una resolución que no clausure la esperanza. Está claro que avanzamos sin pausas hacia una serie de catástrofes autoinfligidas, pero —esto parecen preguntarse—, ¿no habrá forma de que surja una civilización mejor de entre las ruinas?

Por ejemplo aquello que en estas latitudes solíamos llamar, en otros tiempos, revolución.

 

The End of the F***cking World

La mayoría de estos relatos desemboca en una rebelión, una sublevación que implica violencia. Para ponerlo aún más claro: las fantasías de las nuevas generaciones vuelven a involucrar, por primera vez en cuarenta años, el estallido de una revolución. Extendida por todo el / los territorio(s). Y armada. Que no se toma a la ligera: The Hunger Games, que (re)inició este trend, no esconde el precio a pagar por un terremoto semejante, en términos físicos y psicológicos. (Permítaseme mencionar un granito de arena de cosecha personal: mi novela El rey de los espinos, primera de una serie y publicada en 2014, imagina el comienzo de un alzamiento liderado por jóvenes en la Argentina de 2019, que imaginé gobernada por un tipo cuyo apellido empieza con M.)

Algunos narradores parecen pensar que semejante circunstancia sería inviable, en un mundo donde el desbalance de poder es tan grande como el control que ejercen sobre nosotros. Por eso prefieren imaginar un potencial después, la posibilidad de que se pueda construir algo sobre las ruinas del apocalipsis que dan por sentado.

La quinta ola, de Rick Yancey, se plantea cómo sobrevivir en un mundo devastado por sucesivas invasiones alienígenas. Algunos relatos llegan al extremo de incluir tips concretos para no ser devorado por un mundo concentracional: el hacker adolescente de Little Brother de Cory Doctorow explica cómo fabricar un detector de cámaras con el rollo de cartón que hay dentro del papel higiénico y unas pocas luces L.E.D. Pero otros creen que nuestra suerte ya se ha acabado y prefieren pensar en un más allá literal. Ferryman, un cómic de Claire McFall que será llevado al cine, se concentra en lo que le ocurre a su joven heroína después de muerta, en su tránsito hacia el otro mundo. Y otros no hacen diferencia entre el infierno formal y el presente. La pareja central de The End of the F***cking World, comedia negra de origen inglés que acaba de estrenar Netflix, tiene tan pocas esperanzas que se lanza hacia la (pretendida) autodestrucción con los brazos abiertos.

Llegado este punto, se torna necesario dar vuelta la argumentación. Más que sorprendernos por la naturaleza mórbida de los paisajes que sobrevuela la imaginación joven, deberíamos preguntarnos: ¿cómo no van a verlo todo (casi) negro, a sentirse paranoicos y acorralados, si les estamos legando la peor versión del mundo desde el transcurso de la Segunda Guerra? A veces me pregunto si los poderosos de verdad no actúan hoy con semejante alevosía porque esperan que desechemos la democracia —que no ha sido todo lo que nos habían vendido, por cierto— y demos vuelta la página, resignándonos a los regímenes autocráticos que gobernaron durante casi toda la Historia.

Pero los jóvenes pueden estar deprimidos, o enojados, o confundidos pero no están vencidos, porque si lo estuviesen no serían jóvenes. "El deber de la juventud es desafiar la corrupción", dijo Kurt Cobain, cuando el rock todavía significaba algo más que un telón de fondo sonoro para matar el tiempo. Y hoy existen muchos jóvenes (especialmente acá, donde se alentó una visión del mundo más solidaria que egoísta durante doce años) que se toman en serio ese deber, concibiendo la corrupción como un enemigo verdadero a combatir —quiero decir, no a la manera pour la gallerie que cacarea Maurizio—: la corrupción de la verdad, de la palabra, de la noción del trabajo, del sentido de comunidad, de la justicia y de la ley — la corrupción, en suma, de los valores más esenciales del sistema democrático.

La frase de Carlyle se vuelve más atinada cuando se la reproduce completa: "La juventud es la estación alegre de la vida; pero a menudo lo es sólo debido a lo que espera, más que por aquello que alcanza en verdad, o de lo que escapa".

Hoy la juventud latinoamericana, y en particular la argentina, entienden que la cosa no pasa por la magia. Si algo va a torcerle el brazo al régimen más distópico, serán la cultura y la política incorruptibles.

 

  • La imagen que abre este artículo es de Serafín, el ilustrador de 'Escenas de El Delito Americano'

 

Marcelo Figueras es periodista, escritor y guionista

 

 

 

 

 

 

--------------------------------

Para suscribirte con $ 1000/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 2500/mes al Cohete hace click aquí

Para suscribirte con $ 5000/mes al Cohete hace click aquí