El blanco

Un poema fundado sobre el malentendido

 

El bus nacarado acaba de despegar

hacia New Orleans y me siento bien.

Mi pantalón blanco, mi chaqueta blanca,

mi camisa blanca, impecables.

Hasta mis botas blancas con taco

de bailarín flamenco me dan un aire exótico

que —lo sé— concentra las miradas sobre mi.

Cargo un estuche de guitarra, negro, brillante,

donde llevo todo lo que necesito.

La autopista me hipnotiza con sus líneas

paralelas que se cruzan en la eternidad.

Texas es una invariable alfombra

de retazos sucios donde cada tanto

se incrustan mecanos

petrolíferos.

Dicen “el auto se devoró el camino”

pero yo siento que la banda de hormigón insaciable,

nos engulle con su hocico desmesurado.

Reposo sobre el tapizado de nácar

—es la identidad de la empresa de transportes—

como de guitarra eléctrica

y pienso en Elvis, pobre.

Pero yo no soy adicto a las pastillas

y jamás me suicidaría

ni voy a morir reventado

como un batracio de lujo.

Antes prefiero terminar con los insectos

que me cercan.

Como esperaba, el bus está repleto de negros

bueno no todos negros negros.

Algunos son mulatos,

otros café con leche,

otros macchiato,

ya saben, uno dice negros para simplificar

pero negros lo que se dice negros

quedan muy pocos.

Aunque son demasiados.

Conocen la One Drop Rule.

Una gota de sangre negra

es lo que hace negro al negro.

Y qué tatarabuelo americano

no violó a su esclava.

Por eso pienso que todos más o menos

somos malditos negros.

Los malditos negros que vinieron a juntar algodón

y a arruinar esta Gran Nación.

Cuando el espejo me copia,

si imagino que mi pelo crespo

vino de Africa el odio me asfixia.

Soy el único blanco blanco en el autobus.

Soy un implante anómalo.

Soy un gladiolo en un campo de maíz quemado.

Para ellos soy traslúcido.

 

Fingen indiferencia.

Con su desapego me humillan

como lo hicieron siempre con todo lo americano.

Ahora la ruta se desvaneció

en el vapor de las tinieblas

de ese monitor oscuro que es la ventanilla

y quedé suspendido en un limbo

hasta ver la Louisiana Bus Station.

Por airbnb reservé un cuarto con balcón

en un complejo llamado —créanlo o no—

Crème brûlée.

Desde el cuarto piso

veo tanto el parque Louis Armstrong

como el barrio francés.

No duermo en espera del mediodía.

Abro la caja de mi guitarra y saco la AR-15

que compré ayer en el super por 749 dólares.

Me apoyo en la baranda del balcón.

Por la mira telescópica veo negros y más negros.

Ahora son mis blancos.

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