Soy hijo legítimo y abandonado por mi padre genocida

"No sólo fueron genocidas sino que además trataron pésimo a sus esposas, a sus hijos. Y encima eran homofóbicos"

 

Yo soy José Luis Navarrete Rovano. Hijo legítimo, no reconocido y abandonado, del coronel de carabineros Rodrigo Alexe Retamal Martínez. Genocida. Uno de los responsables del asesinato de Artemio Pizarro, José Fierro, Wilfredo Sanchez, Pedro Araya, Mario Alvarado y Faruk Aguad, el esposo de Berta Manríquez, la mujer a quien conocí hace diez años, una mujer muy luchadora y muy tierna que me supo acoger, que me enseñó a luchar y de la que quiero recalcar que más allá de que ha estado detenida y torturada, ella no fue una víctima, fue una sobreviviente que siguió viviendo para luchar y para exigir Justicia. Así me quiero presentar.

 

 

Imagen de La Herencia, la película de Pepe Rovano.

 

Nací en Chile el 24 de noviembre de 1975. Y si junto las fechas, todo ocurrió en el término de dos años con fechas muy ligadas. El golpe en Chile fue el 11 de septiembre de 1973, mi padre mató a esta gente el 11 de octubre de 1973, época más férrea y más dura de la dictadura de Pinochet. Y mi madre después de tener una relación de cuatro años con él, fue abandonada una vez que quedó embarazada. y yo nací también en noviembre dos años después del golpe.

Cuando mi padre rechazó a mi madre, ella tuvo la genial idea de cambiarme el nombre para que no fuese un guacho, como nos llaman. Compró el apellido a una persona que posteriormente también conocí y me llevó a vivir a Italia, por eso soy mitad chileno, mitad italiano. Crecí sin padre y sin pasado. Mi madre se casó luego con otra persona. Y todo esto sucedió así hasta que un día me puse a hacer un documental buscando los restos de Federico García Lorca.

 

 

Vivía en Granada, España. Ya era documentalista. El trabajo se llamaba Tres pasos para el retorno. Contaba la historia de un detenido desaparecido, pero en realidad no estaba buscándolo a García Lorca, sino a las víctimas que habían sido enterradas con él. Las familias necesitaban darles una sepultura, pero la familia Lorca se oponía porque él era como un emblema para el país y no querían remar sobre el pasado. Los españoles también tienen un conflicto con la idea de abrir las fosas comunes. Decidí, así, viajar a Chile para explicarle a los españoles por qué era necesario abrir las fosas comunes. Pero en ese momento, no sé por qué locura, decidí buscar mis propios desaparecidos que en realidad era mi padre. Yo no sabía nada de él. Sólo sabía su nombre. Mi madre no me había ocultado nada, pero yo tampoco había preguntado. Sólo tenía un nombre. Comencé a buscarlo y no encontré nada por ningún lado.

 

 

Busqué en las páginas amarillas. Busqué en internet. No estaba por ningún lado. ¡Qué raro!, me decía. Me parecía muy extraño. No lo encontré hasta que un amigo, también documentalista, lo ubicó. Y ahí me di cuenta de que no lo encontraba porque en realidad era un militar sometido a proceso, condenado a doce años de prisión y amnistiado por los crímenes. En Chile, los militares en esas condiciones tienen sus antecedentes borrados para que la gente no los fune. La funa es el nombre que reciben aquí los escraches a las casas. Por eso no lo encontraba. Hasta que mi amigo me pasó una carpeta con sus antecedentes. Allí vi que en el mismo minuto en el que había sido condenado se le aplicó la amnistía, una ley que en Chile condona las penas de los militares que participaron de la dictadura desde el 11 de septiembre de 1973 al 11 de septiembre de 1980. Esto para mí eso fue terrible. Lo primero que me pasó es que no quise conocer a mi papá. Darme cuenta de que mi padre era un genocida, me generó eso: no quiero conocerlo.

—He vivido super bien toda la vida sin saber esta historia. No la quiero.

 

Imagen de La Herencia, la película de Pepe Rovano.

 

Y me costó dos años cambiar la decisión. Todo era bien difícil porque en realidad yo andaba buscando un papá desde hacía tiempo. Quería tener un padre. Y me había venido a Chile por primera vez para decir la palabra papá. Entonces lo busqué. Y me puse a vivir con él. Alquilé una casa a una cuadra de la suya, donde vivo todavía. Y a partir de entonces hubo una relación bastante buena, para decirlo sinceramente. Nos conocimos. Mi papá me fue a ver a Europa. Me dijo que se estaba muriendo. Me invitó a su matrimonio. Ahí conocí a toda mi familia paterna. Yo no tenía familia y de repente conocí tíos, abuelos, hermanas, primos. Gente maravillosa. Y todo esto duró unos cinco años, hasta que le dije que era gay. Ahí cambió todo nuevamente. Me volvió a rechazar por segunda vez. La primera vez antes de nacer y la segunda antes de morir. Por eso, esos cinco años fueron cinco años en los que tuve que esconder mi identidad. Aceptar sus condiciones, siempre con las ganas de hacer preguntas. ¿Qué había pasado? ¿Cuál era su implicancia? Quería que me contara su relato. Estaba viviendo con él.

 

 

 

Mientras tanto, también quise conocer a sus víctimas. Pero me pasó una cosa muy rara: no me atrevía a contarles quién era yo. Imaginaba esa situación de la condena, familias esperando Justicia, que descubren al culpable, que al tipo lo condenan, pero al mismo minuto les dicen que esa persona no va a cumplir la condena en la cárcel. Y esa es una protección que el Estado chileno brinda a los genocidas hasta hoy, a todos los genocidas de Chile. Por eso creo la situación de Argentina es distinta porque al menos Videla murió en la cárcel. Acá Pinochet murió en su mansión, como la mayoría de los genocidas. Nosotros tenemos en la cárcel sólo a 30 personas. Hay 3000 detenidos desaparecidos, 40 mil ejecutados políticos, 300.000 familias exiliadas y sólo 30 personas en la cárcel: número que no cierra.

Como sea, empecé a conocer a las víctimas. A relacionarme. Yo no sabía cómo iban a reaccionar porque si cualquiera conoce al hijo del tipo que mató a tu padre, no sé qué puede pasar. Y yo necesitaba tiempo para contarles. Quería que entendieran y conozcan mi compromiso en estos temas.

El día del entierro, a mi padre lo entierran como un emperador. A él, un genocida, lo entierran con todos los honores. Yo seguía filmando.

 

 

Y en ese momento, se me acerca uno de los coroneles carabineros amigos de mi padre. Me lleva aparte. Lo sigo. Yo grababa despidiéndome de mi padre.

—Huevón— me dice—. Pepe, ¿puedo hablar contigo?

—Dime.

—Tienes que parar el tema de la herencia.

— ¿Cómo? ¿Qué cosa?

Yo no entendía nada. Me dice que me interponga como sea en el testamento.

—Tío, gracias— dije yo—. Pero mi padre nunca me dio plata. Yo tampoco nunca le pedí plata porque no la necesité.

En Chile yo soy profesor universitario. Había ganado varios fondos públicos para hacer documentales. No necesitaba la plata. Así que le agradezco el interés, pero no me interesa. Pero no es por la plata, me dijo él, es porque yo tuve una lucha constante con tu padre, sobre todo el último tiempo. Tu padre te desheredó porque sos homosexual. Esta es la última vez que vamos a vernos. Tienes que entender que yo también soy carabinero. Pero te lo estoy contando porque mi hijo es homosexual también.

Entiendo perfectamente, le dije. Hablé con mis dos hermanas. Hablé con mis sobrinos, a quienes ya quería mucho. Se lo dije a su mujer, la Fine. Ellas me dijeron: por algo habrá sido que papá hizo esto. Y esa situación me dolió. Creo que eso fue lo que más me dolió. Así que prendí la cámara nuevamente. Gané un fondo para hacer una coproducción con Italia. Fui a Tribunales de Justicia. Y demandé a toda mi familia. Demandé al muerto, demandé a mis hermanas, demandé a su mujer y demandé a toda la gente que me negó. Y desde entonces me dediqué a grabar el proceso judicial contra mi familia. En ese proceso tuve que contar mi historia, conocer la historia de ese hombre para poder decir que yo era su hijo. Tuve que ver a la persona a la que le habían comprado el apellido. Pedí la exhumación del cuerpo de mi padre para hacerme un ADN. Me la negaron, pero me hicieron los análisis con el hermano, mí tío coronel Luis Retamal, dado que evidentemente vengo de una familia de puros carabineros. Salí un 99 por ciento compatible, cosa que era obvia porque físicamente soy igual a mi padre. Y gané el proceso judicial. Durante todo este tiempo decidí a volver a retomar el contacto con Berta, la viuda de una de las víctimas, a la que por pudor nunca pude contarle que era el hijo de ese asesino. Y esta vez sí le conté quién era y cuál era mi historia y tuve un amor profundo. Nos abrazamos. Fue muy emocionante. Pero sobre todo para mí fue un ejercicio de reparación.

 

Mi madre Josefina Rovano y mi tío el Coronel Luis Retamal, con quien me tuve que hacer el examen de ADN, y salí 99 % compatible con mi padre.

 

En Historias Desobedientes nos parece raro hablar de reconciliación mientras no exista Justicia. La dictadura mató a quienes luchaban por un mundo mejor, militantes, comunistas, socialistas, gente de izquierda. Por eso los mató y los hizo desaparecer. Por eso hablo de reparación. Y es ahí donde entro. ¿De qué pueden servir estas historias, salir a la calle, contarlas? No solamente para contar quiénes somos sino porque entendemos que puede ser una forma de contribuir con la Justicia. En ese sentido, no me junto con las víctimas de mi padre a hacer una obra de teatro o a tomar un café. Yo entregué a la Justicia el material de todas las entrevistas que le hice a mi padre durante todos esos años, hablando del caso. ¿Para qué? Para que el caso que ya está cerrado y amnistiado pueda reabrirse. Y pese a que mi padre niega todo, eso es un nuevo antecedente, un nuevo hecho que permite aplicar una nueva doctrina que señala que los delitos de lesa humanidad no prescriben. Para eso sirve nuestra intervención.

Mi madre ha sido siempre una persona muy sabia. Soy muy mamón, tengo que decirlo. Ella es enfermera, matrona y médico chino. Acupunturista. Chilena italiana. Guapísima, y no porque sea mi madre. Y lo más raro de todo es que nunca me habló mal de mi padre. Y no permitió que lo hagan. Yo era el que se negaba a hablar. Siempre me dijo que le preguntara. Me dijo que yo había sido producto del amor, no del follón de una noche. Me dio una carpeta con poemas que todavía tengo por acá. Así que en ese sentido, no me crié con odio por ese abandono. Mi madre se casó con un sociólogo. Durante mi vida, para mala suerte de la historia, estudié en un colegio al que llegaban muchos exiliados. Y ahí aprendí un poco a abrir la mente, a entender qué había pasado en Chile. Que soy hijo de la dictadura. Yo nací en 1975 y la dictadura duró hasta 1989. O, sea: soy completamente hijo de la dictadura. Después estuvo mi cercanía con el cine documental, que es lo que hago. Y siempre los temas de memoria, atrás de todo lo que buscaba aparecía el impulso de reconstruir esa historia.

Durante años viajé buscando hijos de genocidas. Hasta que el año pasado di con Analía Kalinec que recién salía del closet. Estaban Analia, Lili Furió y yo que estaba en Francia entrevistando a la hija de un torturador de Chile, tratando de ver cómo podíamos sanarnos. Por eso. Porque también es difícil vivir siendo hijo de un genocida porque a uno le dé mucha vergüenza. Hoy creo que hay un camino que también habla de eso: sanar, reparar y acercarnos al dolor de las víctimas con amor que es lo que salva el mundo. Love, love y love.

Antes de acercarme a las víctimas tuve una tremenda contradicción: ¿Qué hago? ¿Avanzo? ¿No avanzo? ¿Cuento o no lo cuento? ¿Pierdo a mi familia, o no? Porque ese es otro tema: nosotros hemos perdido a nuestras familias, paternas por lo general por enfrentarnos a esto. Qué pasa cuando un padre te mira a los ojos y te dice: Hija mía, es mentira todo esto, todas estas personas sólo me quieren perjudicar. ¿Qué haces como hijo? Probablemente, cualquiera decida defender a su padre. Y esa fue la contradicción que tuvimos todos nosotros. Tomar esta postura es valiente: requiere enfrentar a tu familia, a tu círculo social, a la gente que te apoyaba y ya no te quiere. Hay que animarse a decir: Mirá, yo estoy parado en otro lado. Y eso es lo más complicado. Por eso me saco el sombrero con las compañeras argentinas porque yo la tuve fácil: conocí a mi padre a los 35 años.

Pero en estos temas, creo que no sólo hay que ver un tema de memoria, sino el tema del machismo. Estos hombres no sólo fueron genocidas y asesinos de una dictadura, sino que fueron hombres que trataron pésimos a sus esposas, a sus hijos. Y en mi caso, encima homofóbico. Quizá antes no existía la palabra machismo. Pero hoy nos damos cuenta que son hombres machistas. Que fueron violentos no sólo en un accionar político, sino que fueron violentos toda su vida. Y eso es importante. Creo que Historias Desobedientes tiene algo de eso, todos tuvimos una relación bien extraña con estos genocidas. Somos hijos que tratamos de encontrarle la razón porque obviamente que se te caiga el héroe, tu padre, es difícil, y te lo cuestionás completamente.

Cuando empecé con todo esto yo trabajaba en la televisión de Suiza. Mi padre me había invitado ya a su casamiento. Yo iba a conocer a toda la familia. Conté la historia, pedí dinero, los suizos me pasaron la tarjeta de crédito y me dijeron: Gasta lo que quieras y traéte la historia. Y así me fui a Chile. Contraté camarógrafo, sonidista, grabé el matrimonio de mi padre. Grabé el encuentro con la familia. La primera vez que conocí a mi hermana tenía un cámara y un micrófono en la mano. Horrible. Volví a Suiza. Miré el material. Me dio vergüenza. No puedo creer cómo estoy tratando una historia como esta, me dije, con una liviandad de ese tamaño. Casi un reality show. Dije que no. Que necesitaba vivir esa historia. Los suizos me dijeron, entonces, que me grababan a mí como personaje.

—Ni cagando— les dije.

Renuncié. Me llevé las imágenes. Me vine a vivir a Chile sin trabajo. Decidí no hacer el documental. Registré a partir de ahí todo con mi camarita, como cuando registro un cumpleaños, un bautismo, las fiestas familiares, la Navidad, algo en el plano de lo íntimo. Hice amigos. Conté la historia. Volvieron a decirme que la grabe. Pero yo no quería someter a mi madre de 65 años, con otra cabeza, a revisar todo esto. Seguí grabando todo de manera privada. Hasta que sucede lo que sucede el día de la muerte de mi padre en el funeral. La sentencia del juicio filiatorio se conoció en mayo del año pasado. El documental terminó de rodarse hace unos días con una obra de teatro en Valparaíso. La directora de la obra de teatro es Isolda Manríquez, actriz, dramaturga, hija de una de las víctimas de mi padre, su compañía se llama Teatro Urgente Delirio, con una importante trayectoria en investigación en el campo de la memoria. En la obra nos enfrentamos tres hombres como ejercicio reparatorio desde lo testimonial. Fueron  tres días de funciones, todas llenas. Un relato testimonial para que se entienda bien el mensaje. Tres generaciones. Un hombre de 46 años, el hijo de su compañero y el hijo de quien mató a su padre. Testimonios que hablan sobre nuevas masculinidades hasta que finalmente aparece el relato en primera persona, acerca de quiénes somos en realidad, y donde develamos esta historia del hijo del genocida, ese texto del comienzo de este relato. Todo tiene algo de rito, campanas que suenan de fondo, casi como una misa comunista.

 

Pepe en Buenos Aires con la bandera de Historias Desobedientes.

 

Una última cosa. Me gustaría mencionar que el dinero que recibí por la herencia de mi padre está siendo destinado a construir Totoral Media Lab, una Residencia de Arte, Derechos Humanos y Medio Ambiente, en Isla Negra, Valparaíso. Y aquí está el trailer del documental La herencia, la película que espero estrenar este año.

 

  • Entrevistas y producción: Luciana Bertoia, Agustina Frontera y Alejandra Dandan

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