La calle plebeya

El protagonismo popular limita el triunfalismo de las elites

 

Diciembre de 2001 inauguraba las paritarias callejeras para esa porción creciente de los trabajadores que crean valor sin estar encuadrados en convenios colectivos. No fue espontaneísmo sino sedimentación de una nueva estrategia, un tipo de cuestionamiento social con eje en los espacios públicos, como lo fueron por entonces el piquete y la asamblea o el escrache, y un modo de unir la reivindicación de aquellos bienes materiales que aseguran la existencia con una dinámica destituyente de la legitimidad de las instituciones neoliberales. 2001 fue la ocupación del espacio público en medio de la crisis para crear democracia desde abajo, mas allá del Estado. Diciembre de 2017 es otra cosa, es más la fisura que el corte. Menos el estallido y más la decisión de incidencia de la calle.

Se trata de una calle plebeya que aun cuando no es capaz de desestabilizar los tiempos de la dominación que regulan cotidianamente la vida urbana, introduce una tensión que amenaza limitar el triunfalismo de las elites, cada vez que lo plebeyo lleva consigo la vocación revocatoria de toda autoridad fundada en títulos de propiedad o en jerarquía de color o de género. Aunque sólo fuera por esto, el movimiento callejero fuerza una nueva comprensión sobre lo social; hace fracasar la reducción de la vida política a los tres poderes del Estado e introduce una variable que no ha dejado de insistir a lo largo de nuestra historia moderna: el protagonismo popular.

La reacción inmediata del gobierno y del sistema de medios que regulan la llamada opinión pública consistió en agitar el miedo a la violencia, a inverosímiles grupos terroristas y a golpes de Estado. Las elites en el poder carecen de otro lenguaje capaz de expresar su temor a la calle. La calle plebeya tiene su propia teoría política, diferente de las retóricas del contrato social y de los dispositivos de control urbano. La irrupción de la calle dinamiza el paisaje social y desdibuja la cartografía congelada (macrismo contra kirchnerismo) de la que el gobierno pretende extraer legitimidad para cualquier cosa.

¿Maquiavelo contra Hobbes? En cierto modo sí: mientras la calle plebeya ejerce una potencia cognitiva, redescubriendo en las multitudes una premisa diferente y más adecuada para la profundización de la democracia, el Estado funda sus razones en el principio de la propiedad privada concentrada y en la creación de una atmósfera ficticia de terror que legitima el uso creciente de la violencia represiva aplicada a la protesta social. Más allá de las variantes del dispositivo represivo, lo que inquieta al gobierno no es la existencia de grupos que tiran piedras en las marchas sino el sentimiento de desobediencia de quienes van a las marchas y no se dispersan frente a la acción policial, como así también de los caceroleros que ocupan avenidas y plazas de barrios en los que las urnas habían favorecido al gobierno con amplitud en tiempo electorales.

Este incipiente despertar de la calle es quizás, y en perspectiva, el principal dato de nuestra coyuntura. El dinamismo de la movilización es el mejor antídoto contra el desmoronamiento intelectual y anímico. Con otras palabras, habilita el paralelismo virtuoso entre capacidad de lucha y claridad de ideas. Fue así cuando se intentó aplicar el 2 x 1 para dar impunidad a represores del terrorismo de Estado y en las masivas manifestaciones reclamando la aparición con vida de Santiago Maldonado, muerte que el gobierno pretende hacer pasar —increíblemente— como un accidente y que encuentra explicación en los disparos por la espalda de la Prefectura que recibió Rafael Nahuel, cerca del Lago Mascardi. La reacción de la conducción política de las fuerzas de seguridad y del aparato de comunicación que las acompaña justificó el asesinato, haciendo referencia a un enfrentamiento imposible de probar que constituyó un antecedente directo sobre el modo de responder a la calle: se trata de codificar toda lucha popular —en este caso la de jóvenes que apoyan el reclamo de las tierras y de la autonomía mapuche— como delito mayor contra la propiedad en la que se fundamenta la legitimidad del Estado de derecho.

Además de señalar el lazo indisoluble y evidente entre propiedad y represión (el derecho de facto del Estado a matar a quien lo desobedece), la invocación que se hace de la calle como violencia plantea otro problema: el del uso masivo de discursos substraídos a todo criterio de rigurosidad y corroboración. La llamada “posverdad”, régimen comunicacional en el que cada quien consume la realidad que le conviene según sus convicciones, es una práctica de despotenciación política puesto que la democracia, considerada más allá de una forma de gobierno, es el derecho a nuevas verdades (experimentar ideas y formas de vida). La irrupción de la calle plebeya —tal vez sea efímera, ya veremos— actúa también en este nivel de reivindicación de la política, al menos en potencia. Lo hace, sobre todo, disputando al Estado su capacidad de nominar la realidad: violencia es matar, violencia es expropiar. Y sabemos muy bien quien mata y expropia desde siempre en la Argentina.

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Foto de portada: Paola Olari Ugrotte

 

Diego Sztulwark es investigador y escritor

 

 

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