La infancia en la Argentina: una deuda interna

La infantilización de la pobreza es un efecto brutal de las políticas de ajuste

 

Durante las últimas décadas se ha avanzado sustantivamente en términos de la legislación que establece el marco jurídico de los derechos de los niños y niñas, adolescentes y jóvenes, aunque esto no significa necesariamente su efectivo cumplimiento.

A principios de los '90, reconocidos cientistas sociales daban cuenta de que “la mayoría de los pobres eran niños y la mayoría de los niños eran pobres”. Este dato, por demás traumático, no nombra sólo a la infancia / las infancias de este país, sino que refleja el lado más oscuro de la democracia argentina.

Durante tal periodo, las luchas por alcanzar un ingreso ciudadano por cada niño/a marcaron la direccionalidad del accionar de un importante conjunto de organizaciones sociales y políticas. Ya en 2009, al ser sancionada la Ley de Asignación Universal por Hijo, con sus límites y contradicciones, se consolida un ingreso que hacia 2015 extiende su alcance a más de tres millones de niños. Hoy, debido a los ajustes económicos, disminuyen seriamente las posibilidades de mejorar la vida de las infancias más vulnerables; por el contrario, las condiciones se agravan día a día.

La infantilización de la pobreza es un efecto brutal de las políticas de ajuste en cada momento socio-histórico; cuando aumenta la desocupación, la subocupación y la precarización laboral, los más pequeños, los adolescentes y los jóvenes son la expresión más cruda de la profundización de la desigualdad. En el país del pan, las cifras de diferentes fuentes coinciden en que son más de cuatro millones los niños y niñas en situación de pobreza, una parte de ellos en situación de indigencia.

En la actualidad, escenas de mendicidad, explotación laboral infantil en zonas rurales, prostitución y empobrecimiento extremo retornan con cruel velocidad en las grandes urbes y en sus bordes. Niñas y niños en carros, revolviendo la basura, mendigando en vez de estar en la escuela y habitando en “ranchadas” en las estaciones de tren, delinean el rostro siniestro de una sociedad que intenta ubicar a los niños como peligrosos sociales y despojarlos de su condición de sujetos de derechos.

Imágenes en apariencia superadas retornan con singular crueldad ante la mirada indiferente de muchos gobernantes. Casi medio millar de niños y niñas viven en las calles de la ciudad de La Plata, capital de la provincia de Buenos Aires y centro del poder político.

Parte de la sociedad no los mira; aún más, celebra el aumento del ensañamiento de la violencia hacia los cuerpos de los más jóvenes y exige aún más penalización de la ya existente.

La desigualdad que marca a fuego a los países latinoamericanos, entre ellos la Argentina, presenta múltiples dimensiones y contrastes. La niñez que habita en barriadas desheredadas, como el Conurbano bonaerense, el Gran Córdoba, Rosario o Bariloche, entre otros, accede al derecho de asistir a la escuela pública, pero en condiciones muy complejas. Sostener la escolaridad significa un enorme esfuerzo para estos grupos familiares, quienes afrontan cotidianamente obstáculos de diverso orden: atraviesan cordones de basura, veredas inexistentes y utilizan transportes truchos sin los mínimos requisitos de seguridad. Asimismo, en el ámbito de la salud: las salas y hospitales en que se atienden cuentan con planteles cada vez más reducidos (afectados hoy por despidos masivos, explicados bajo la óptica de la modernización). Sufren el efecto de cadenas de violencia, que se reproducen junto con la represión de las fuerzas de seguridad; por caso, el niño de nueve años asesinado en septiembre de 2013, en el marco de la intervención de la Prefectura y la Gendarmería en el barrio Zavaleta, Ciudad de Buenos Aires. El gatillo fácil asedia a las infancias populares.

En contrapunto, cabe destacar que durante los años 2003-2015 se redujo la pobreza; índice de ello es la notoria cantidad de comedores escolares que no fueron abiertos durante los veranos porque dejaron de ser necesarios; muchos niños/as volvieron a almorzar a sus hogares, mejoraron su vestimenta, su salud y las condiciones de vivienda. Los efectos de la disminución de la pobreza se reflejaron con nitidez en la vida de las escuelas que cotidianamente atienden grupos populares tanto en las ciudades como en zonas rurales. Lentamente, otro clima, otro horizonte, se había establecido como posible.

Hoy este rumbo se halla en franco retroceso. De acuerdo con el Observatorio de la Deuda Social, más del 48% de la población que vive en situación de pobreza son niños de 0 a 14 años, es decir, más de cinco millones de chicos son pobres (UCA, 2017). Esta cifra aumenta si se considera las edades de los primeros cinco años (Unicef, 2016). Parte de esta población no recibe la atención en salud ni en educación necesaria, y los programas nacionales que articulaban los esfuerzos de diferentes ministerios en el campo de las políticas de infancia hoy se encuentran desarticulados.

En el caso de la educación inicial, el avance que supuso la sanción de las leyes sobre la obligatoriedad a partir de los cuatro años junto con la regulación de la educación maternal (Ley Nro. 27.064) no ha sido tal, debido a que para el cumplimiento de dichas normas se requieren mayores inversiones y financiamiento educativo. Los 3.000 jardines de infantes prometidos por el presidente de la Nación para su gobierno aún no se han construido; por el contrario, de los 450 que se esperaban para 2017 no hay a la fecha edificios finalizados. A partir del análisis del presupuesto educativo, para este año 2018 se pronostica que continúe la subejecución del Programa de Jardines Infantiles (CTERA, 2017).

Las vacantes para acceder a la educación desde edades tempranas se vinculan con el derecho a la educación, la calidad de vida de la infancia, el trabajo de las mujeres, con el porvenir del país. Negar esa posibilidad es una decisión política que define y configura un proyecto económico, cultural, social y político: implica la reproducción de un modelo excluyente y profundamente desigual. A modo de pincelada, el 79% de los menores de tres años no acceden a servicios de cuidado y educación, y de acuerdo con el informe de la Defensoría de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires de 2017, de 4.418 vacantes que faltaban en 2015, esta cifra aumentó hoy a 9.191.

El incumplimiento de la legislación que obliga al Estado a garantizar el derecho a la educación desde los primeros años limita, acota y recorta seriamente las oportunidades educativas de la primera infancia, y afecta, en primer lugar, a la población infantil que estructuralmente ya se encuentra en posiciones y puntos de partida desfavorecidos. La equidad, la calidad y la igualdad de oportunidades a la educación desde edades tempranas se angostan, y vuelven a prevalecer y reproducirse los privilegios de los sectores económicos con mayores recursos, los cuales se acrecientan velozmente.

No sólo faltan aulas. Los jardines de infantes, las escuelas, los centros educativos, los espacios infantiles de diferentes formas, no reciben más libros, ludotecas ni materiales específicos. Cada institución queda librada a sus propios recursos, que es decir a las posibilidades económicas de sus comunidades. Es sabido que allí donde siempre hay más se multiplican los peces, y donde hay menos se sobrevive con lo existente. Los horizontes de igualdad educativa se disuelven con celeridad. La diferenciación de circuitos, sumado a tutelajes variopintos hoy a cargo de ONGS y/o fundaciones, ponen a competir a las instituciones por migajas de presupuesto, a contrapartida de metas y glosarios empresariales.

 

La experiencia de ser niña/o en la Argentina de hoy

En los últimos dos años la experiencia de ser niño/a se ha visto transformada. Lo común como un horizonte cultural y simbólico tiende a desvanecerse. A modo de ejemplo, se desdibujan políticas culturales que en el pasado generaron una televisión pública infantil con un despliegue estético singular: en los últimos meses de 2017, el desmantelamiento de los canales Encuentro y Pakapaka es un índice del desconocimiento, del descuido y la desprotección de los derechos a la/s cultura/s de la infancia. Los efectos de estas medidas se registran en el presente y se verán, sin duda, a futuro. El desplazamiento de los espacios de una producción audiovisual donde el lenguaje, la imagen y el discurso invitaban a la imaginación y a la creación infantil hacia una mirada sobre la infancia vinculada a la que el mercado ofrece exclusivamente a través del consumo desde el nacimiento, produce marcas subjetivas individuales y colectivas.

Hoy, la mercantilización exacerbada de las culturas infantiles modelada por empresas multinacionales domina el panorama de las políticas dirigidas a la infancia (con notables excepciones en algunos puntos del país, como en las ciudades de Rosario y Santa Fe, pero que son casos insuficientes en términos federales). En el campo de la cultura de la infancia el desmantelamiento de lo existente no repara en lo que genera; niega el valor que aquellas propuestas tenían, en primer lugar, para los propios niños y niñas, e incluso de acuerdo con reconocidas instituciones internacionales; desestima completamente el reconocimiento de los derechos de la infancia.

El impacto del debilitamiento del estado de derecho y la instalación de un estado de excepción que viola la legislación vigente tiene su correlato en la niñez. Durante el mes de noviembre pasado, en el Lago Mascardi, a 35 kilómetros de la ciudad de Bariloche, y en el marco de un megaoperativo de cuatro fuerzas de seguridad, se detiene a mujeres y niños de la comunidad mapuche sin la presencia de las autoridades correspondientes. Desde la madrugada, trescientos integrantes de dichas fuerzas participan de la operación. Pasadas las veinte horas, los niños y niñas son retenidos/detenidos por la Policía Federal Argentina. Al mediodía del 23 de noviembre, las propias fuerzas encapuchadas dejan en la puerta de la comisaría juguetes tomados durante el desalojo.

Los juguetes como parte de la fotografía de escenas de represión bastan para que la sociedad reclame y se pronuncie en su conjunto ante la gravedad de los hechos; sin embargo, y por el contrario, se reiteran estas situaciones en otras comunidades donde también hay niños. Niños y niñas wichis, niños y niñas qom, niños y niñas mapuches, niños y niñas de las villas de la Ciudad de Buenos Aires, niños y niñas…

Transcurridas más de tres décadas de recuperación de la democracia en nuestro país, las violaciones a los derechos de la infancia se reiteran y agravan. La lista es larga.

Afirmar que la infancia es un tiempo de espera supone una interpelación política, pero, sobre todo, una urgencia: la de saldar la deuda con los niños, niñas, adolescentes y jóvenes de nuestro país que se acrecienta día a día y que no puede esperar. De todos y cada uno depende.

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