La rodilla escéptica (segunda entrega)

Resumen de lo publicado. En julio me desperté con dolores articulares y una rodilla hinchada. Por consejo de un médico de urgencias consulté con una reumatóloga, quien sin vacilar me diagnosticó una artritis reumatoidea, me inyectó un corticoide y me mandó a casa con un andador, analgésicos, antiinflamatorios y la indicación de hacerme estudios de laboratorio para confirmar o descartar la enfermedad.

Los análisis eran tantos y tan exhaustivos que del laboratorio me mandaron con una caja de plástico a Hemoterapia, donde están entrenados para extraer sangre en grandes cantidades. La caja contenía unos veinte tubitos de distintos colores que por un momento pensé en robarme para guardar mis mostacillas y lentejuelas porque eran muy hermosos. El técnico los llenó con mi sangre, los etiquetó con una habilidad motriz notable y los ordenó en otra cajita según un esquema preciso que me inspiró mucha confianza. Dos semanas después, los resultados dieron negativo. No sólo no indicaban que yo tuviera artritis reumatoidea, sino que descartaban que tuviera otras enfermedades autoinmunes. Antes de alegrarme, decidí consultar al jefe del Servicio de Reumatología, llevada por ese pensamiento mágico que siempre me causa gracia en los pacientes: la ilusión infantil de que los jefes saben más que los subalternos. Para esa consulta tuve que esperar más de un mes. Durante esas semanas me hice lavar el pelo en la peluquería porque no podía levantar las manos más allá de los hombros y tenía que pedir ayuda —cuánta humillación— para abrocharme el corpiño y ponerme los zapatos.
Sí, compré el andador y anduve con él por el barrio causando estupor y provocando comentarios piadosos de todos los vecinos que durante 25 años me habían visto pasar caminando rápido, llevada en andas por la hiperactividad que es uno de los pocos defectos que me reconozco. Hice todo lo que no vulneraba mi ideología anti-medicación-tóxica-superflua; tomé varios pequeños medicamentos homeopáticos dirigidos al síntoma físico; me froté la rodilla elefantiásica con distintas cremas naturales: de árnica, garra del diablo, ombú, enebro, consuelda y sales del Mar Muerto; hice preparar unas cápsulas con una mezcla de hierbas que inventé y que al principio me calmó pero fue perdiendo efectividad al poco tiempo; tomé vitamina B12 con la esperanza de mejorar el funcionamiento de mi sistema nervioso periférico; tomé cuatro gramos diarios de vitamina C con la intención de estimular la regeneración de los cartílagos; tomé aceite de hígado de bacalao finlandés (una cucharada sopera en ayunas, que me hizo recordar los días más tristes de mi infancia y comprender por qué Finlandia tiene una de las tasas más altas de suicidio) y por presión de todos mis amigos tomé cloruro de magnesio, sustancia de gusto repulsivo que me provocaba náuseas pero tenía el efecto colateral positivo de quitarme el apetito durante ocho horas. Mi esperanza de curarme se encendía durante algunos días y volvía a apagarse en cuanto se desvanecía el efecto real o placebo de todos esos tratamientos. Por ese reflejo omnipotente de curar todo lo que existe aunque sea incurable mis colegas médicos y veterinarios ardían en deseos de dar con el remedio. A cualquier hora del día y sobre todo a la noche me mandaban trabajos científicos sobre analgésicos naturales y antinaturales que probé confiada, uno por uno para poder evaluar la efectividad de todos, siempre con el mismo triste resultado.
Le pedí auxilio a mi osteópata, quien siempre me salvó de las situaciones más horribles, y me dio turno para cinco meses más tarde. No lo tomé porque tenía la esperanza de estar curada para ese entonces. Un amigo me recomendó un osteópata de otra escuela, una más sutil, puramente energética, que prescinde de toqueteos musculares y manipulaciones óseas. Era francés. Hablaba igual que mi coiffeur Philippe, y en esos días yo estaba tan confundida y arrebatada por el dolor que durante varias sesiones lo nombré así, y él no me corrigió aunque tenía otro nombre (francés también, pero otro). Cuando me di cuenta me dio vergüenza. Me hizo una historia clínica detallada y tomó en cuenta mis síntomas mentales y mi historia emocional. Las sesiones eran raras. Apenas me tocaba; interrogaba con acento francés (imaginátelo, no lo voy a imitar) a distintas partes de mi cuerpo en las que apoyaba la mano con suavidad. Él mismo contestaba como un médium.
—El cráneo está bien?
—No, está tenso.
—El corazón está bien?
—Sí, está bien.
—El hígado está bien?
—No, no está muy bien. (Era por el Double Black, mi analgésico de aquellos meses.)
Su conclusión fue que algo obstaculizaba la circulación de mi energía y me aseguró que con sus toques él desbloqueaba ese flujo interrumpido. Me lo explicó con metáforas sobre ríos y piedras que me hicieron alucinar los arroyos cordobeses en los que me bañaba cuando era chica. Aunque me mejoró un poco no estoy segura de que sea así, porque a la vez encaré otras consultas y terapéuticas desesperadas. Siempre odié esa ingratitud de los pacientes, que por impaciencia inician varios tratamientos a la vez y atribuyen su mejoría a cualquier otro menos al que con tanta dedicación les indico.
Por sugerencia de otro amigo fui a Floresta a tratarme con un acupuntor coreano que atendía a cinco personas a la vez separadas por cortinas de baño sobre unas camillas muy poco higiénicas. Oí a algunas agradecerle que las había curado y a otras las oí gritar y llorar de dolor. Tendría que haberme levantado antes de que se deslizara en mi cubículo frotándose las manos para ensañarse con mi organismo. Como primera medida me dijo que lo mío era muy grave y que requería un tratamiento especial. Primero me puso ventosas. La sensación no era desagradable pero una semana más tarde todavía se podían ver los seis círculos de color rojo morado como si un ovni se hubiera posado sobre mi espalda. Acto seguido me retorció los brazos haciendo palanca con sus rodillas contra mis hombros como para desmembrarme y trascartón clavó y desclavó varias veces con crueldad y lentitud unas agujas gruesas en la tierna y sensible cara posterior de mi rodilla hasta dejármela como una hamburguesa cruda. Todavía guardo la foto para que me crean. Yo lloraba; la máscara de pestañas waterproof se me corrió hasta las clavículas y él se reía como un orate.
—¡Usted flojita, usted llorona! —gritaba—. ¡Ustedes no entienden nada!
Eso repetía mientras retorcía las agujas en mi carne y yo no sabía si se refería a los occidentales, a las mujeres o a los médicos. Creo que le pregunté pero no recuerdo si me contestó; en ese momento me daba igual. Sólo quería llevarme lo que quedaba de mi rodilla a casa y no volver a acercarme a Floresta ni a Corea nunca más.
CONTINUARÁ

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