Los buscas (primera entrega)

Así comienza el nuevo folletín de Juan Diego Incardona

 

Cuando empezaron los despidos compulsivos y, otra vez, cerraron fábricas y negocios, muchos trabajadores argentinos tuvimos que adaptarnos, mudar de piel, regenerarnos. La década del noventa había servido de experiencia y ahora muchos ya sabíamos qué hacer: changa, rebusque, venta ambulante. Los locales de Once estaban atestados de gente que quería comprar productos para la reventa, desde juguetes hasta paraguas, desde bijouterie hasta golosinas. A toda hora podía verse una multitud cargando cajas y bolsas por Paso, Larrea o Pasteur, enormes paquetes que pronto se abrirían en el transporte público, en las puertas de los recitales y partidos de fútbol, en las peregrinaciones y toda clase de eventos religiosos. Pero la famosa ley de la oferta y la demanda estaba rota, porque en un momento comprendimos que ya no quedaban clientes. No sé cuándo empezamos a hacer trueques, ya que todos los habitantes de la República Argentina —imaginé— éramos vendedores ambulantes.

Como no quedaban clientes nacidos en el país, el instinto nos llevó hacia los circuitos turísticos, por Recoleta o San Telmo, incluso a las puertas de las embajadas. Algún canal de TV transmitió las escenas y los periodistas críticos dijeron que se formaban largas colas para irse del país. ¡Mentira! En las puertas del Consulado italiano, de la Embajada de Alemania, de la Embajada de Estados Unidos, sólo queríamos vender nuestras biromes, nuestros dulces de leches o cualquier otro invento nacional. ¡O chino!

Un día, entre los árboles de Palermo, después de que los yanquis nos echaran por Avenida del Libertador, un muchacho de más o menos cuarenta años que siempre me cruzaba en "la venta" me saludó y me mostró su mochila de tesoros: ¡eran marcapasos! Inventados por no sé qué científico colombiano, ¡para el blando corazón de la mujer, para el duro corazón del hombre!

—Jaja —me reí—, ese speech atrasa un poco pero es divertido. Me llamo Juan, ¿y vos?

—Fabián, pero me dicen Pelado, te imaginarás por qué.

—Un gusto, Pelado. Che, qué onda, ya no nos queda adónde ir. ¡El país se hunde!

—Tengo una idea. Bancame que lo llamo a Carita de Auto.

—Jaja, ¿quién es ese?

—Un busca, un amigo…

—¿Y a qué marca de auto se parece?

—Algunos dicen que fitito, otros que citroen de los viejos, fíjate cuando venga. ¡Carita! ¡Carita! —empezó a gritar—. ¡Acá, Carita, acá!

Un hombre entrado en años, bastante petiso, vestido con saco, camisa pero sin corbata, se acercó hasta nosotros. Su cara era algo espectacular.

—¿Y? —me preguntó el Pelado al oído.

—Fitito, de una —le contesté entre risas.

—Carita, te presento a Juan, vendedor de… ¿Qué vendías vos?

—Biromes Bic —dije con orgullo—, pero a veces vendo agendas.

—Malos productos para esta época —se puso a filosofar Carita de Auto—, ¿quién escribe en papel?

Estaba por defenderme y argumentar que en realidad sí, que en estos tiempos difíciles las almas sensibles necesitaban hacer catarsis, o poesía, o llevar un diario a la manera antigua, pero me reprimí porque me pareció demasiado sentimental y posiblemente falso, ya que hacía dos días que no vendía nada. Además el Pelado cambió de tema.

—Bueno, Carita, qué decís. ¿Vamos?

—Sí —contestó—, ya avisé y nos están esperando.

—¿Juan puede venir con nosotros?

Me señalaba a mí.

Yo no sabía de qué estaban hablando, pero me embargó un ardiente deseo por ser aceptado.

Carita de Auto me miró de arriba abajo, meditó un momento, y después me preguntó:

—¿Qué número se te viene a la cabeza? ¡Ya!

—Ehhh, ochenta y ocho —dije, y me acordé de Riverito.

—El Papa —comentó Carita-, buen número. Está bien, podés venir.

—¿Pero adónde vamos?

—Al templo —contestó el Pelado—, queda acá a seis cuadras.

—¿Qué templo? —pregunté, desconcertado—. ¿Una Iglesia católica? ¿Una sinagoga?

El Pelado y Carita de auto se rieron y casi al unísono dijeron:

—El templo… Hipódromo Argentino de Palermo.

 

(Continuará)

Juan Diego Incardona es escritor

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