Matonerismo, verdugueo y fusible policial

Tres tesis sobre el affaire Chocobar

 

  1. Matonerismo

Desde John Austin en adelante sabemos que se pueden “hacer cosas con las palabras”, que las palabras además de ser constatativas pueden ser realizativas. Palabras que no se limitan a describir o registrar nada, que no son ni falsas ni verdaderas. Su objetivo es muy distinto: buscan realizar una acción. Es el caso, por ejemplo, de las declaraciones de los funcionarios, palabras performáticas que tienen la capacidad de crear un orden para las cosas.

En ese sentido, las bravatas propaladas por la Ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, es sus habituales ruedas de prensa o mensajitos que vierte en las redes sociales, son muy elocuentes. La ministra no necesita firmar ninguna resolución y, mucho menos, publicarlas en el Boletín Oficial o en la página del Ministerio de Seguridad, para administrar a las fuerzas y mandar mensajes a la sociedad civil, sobre todo al electorado que adhiere al macrismo. No necesita producir directrices que sigan los canales internos de cualquier burocracia. Le basta con hacer uso de la otra cadena nacional organizada por las empresas televisivas. Sus declaraciones tienen estatus performático y cobertura mediática. En materia de seguridad, aunque el lector se dará cuenta que lo que voy a decir puede aplicarse a otras áreas, constituye un gobierno de facto, una administración que funciona a través de hechos consumados (non de iure), con actos públicos que no guardan ninguna formalidad, en base a actos administrativos desinvestidos de ropaje jurídico, inadecuados al ordenamiento jurídico.

 

 

Pongamos un ejemplo concreto, las últimas declaraciones que formuló la ministra en torno al affaire Chocobar: “Esto no va en contra de las garantías constitucionales. Las garantías constitucionales [los garantistas] lo que plantean es que la Argentina tiene un modelo del monopolio de la fuerza en manos del Estado. Tiene un modelo weberiano. Nosotros tenemos un modelo de monopolio de la fuerza, en las fuerzas. Eso significa que las acciones que se realizan para defender a la población, a terceros, como dice la Constitución, a la propiedad, son legítimas. Cuando un miembro de una fuerza policial, en persecución de un delito, de un delincuente, tiene que utilizar su arma, está haciendo una acción legítima”.

Bullrich confunde el monopolio de la fuerza con la política del garrote, la tolerancia cero debe completarse con la mano dura. No se da cuenta o no le interesa saber que en un estado de derecho, la violencia, para que sea legítima, debe estar ajustada a la legalidad, que la fuerza letal o no letal o la amenaza de las mismas tienen que estar adecuada a las formas protocolares que la regulan. Además, en una república (¡la República tan defendida por Cambiemos!), el uso de la fuerza, además de ser objeto de evaluación por parte de auditorías internas y —en algunos casos, aunque no es precisamente el caso de las policías argentinas— expuesta a controles externos, será interpretado y considerado finalmente por el Poder Judicial y el Ministerio Público.

Sin embargo, Bullrich no sólo descalifica al Poder Judicial y el Ministerio Público, sino que lo desautoriza abiertamente. Aprieta a los jueces y fiscales para que liberen al policía de culpa y cargo. Cree que con la ocupación del cargo y la ética de patrón de estancia que sigue vertebrando el juego burocrático al interior de los ministerios, está habilitada para actuar de acuerdo a facultades extraordinarios que creyera necesarias improvisar para hacer frente a los “enemigos internos” que ella misma está creando con su prolífica verba. Bullrich cumple el papel de restauradora de un orden conservador, confundiendo la conducción civil de las fuerzas de seguridad con lo que aquí hemos dado en llamar matonerismo. Bullrich es una matona, es decir, una persona pendenciera y jactanciosa que cree firmemente que puede pensarse a la seguridad y organizar a las fuerzas policiales a través del lenguaje marcial, la provocación constante, la intimidación y el acoso. ​

Porque cuando Bullrich ampara a los policías como Chocobar también está apretando a los policías para que salgan a “meter bala a los delincuentes”. No sólo porque, según ella, está en juego la propia vida del policía, sino porque se trata de hacer efectiva la capacidad de fuego que define al Estado en defensa de la propiedad privada.

 

  1. Verdugueo

El gatillo policial en Argentina es un problema, pero no habría que sobre-representarlo. El hecho de que haya policías que maten no significa que los policías salgan a matar o se dedican a ello. Las cifras sobre el gatillo fácil que construye anualmente la CORREPI son preocupantes, dan cuenta de una práctica regular y marcan una tendencia, pero eso no implica que estemos ante una reedición del terrorismo de Estado o que la violencia letal policial sea una invariante histórica respecto a la última dictadura cívico-militar. Si hay continuidades hay que explicarlas, no se deducen mecánicamente por simple convicción ideológica.

Por otro lado, si se compara a las muertes producto del gatillo fácil con otras muertes violentas en el país, nos daremos cuenta que no constituyen la gran mayoría. Tomemos por caso las cifras elaboradas por el Instituto de Investigaciones, de la Corte Suprema de Justicia de la Nación, una iniciativa del ex juez Eugenio Zaffaroni que fue discontinuada actualmente. Allí se puede ver que en el año 2013 en CABA hubo 167 víctimas de homicidios dolosos (lo que representa 6,08 homicidios cada 100.000 habitantes, sobre un total de población: 2.890.151). Si se distribuyen esas muertes según el móvil del crimen se puede constatar que el 44% fue por riña/ajuste/ venganza (78 casos); 22% desconocido (38 casos); el 14% se produjeron en ocasión de robo (25 casos); 7% fueron consecuencia de la violencia o conflictos intrafamiliares (12 casos); 6% otros (11 casos); 4% legítima defensa (7 casos) y 3% intervención policial (5 casos).

Si tomamos cifras del Área Metropolitana de la Provincia de Buenos Aires, por ejemplo las del año 2012, vemos que hubo 789 víctimas por homicidios dolosos (lo que representa 7,66 homicidios cada 100.000 habitantes, sobre un total de población 10.302.907). Según el móvil del crimen las cifras se distribuyen de la siguiente manera: el 41,57% riña/ajuste/ venganza (328 casos); 19,39% robo (153 casos); 12,93% violencia/conflicto intrafamiliar (101 casos); 9,63% legítima defensa (76 casos); 8,75% desconocido (69 casos); 5,07% otros (40 casos); y 2,66% intervención policial (21 casos).

Si miramos más fino, haciendo foco en el distrito del conurbano más importante, como es La Matanza, con una población de 1.775.818 habitantes, observamos que en el 2012 hubo 166 víctimas de homicidios dolosos (lo que representa 9,34 homicidios cada 100.000 habitantes). Y si distribuimos las cifras según el móvil del crimen identificado por la justicia vemos que el 48% se produjo en casos de riña/ajuste/ venganza (79 casos); 20% en ocasión de robo (34 casos); el 12% fue producto de la violencia/conflicto intrafamiliar (20 casos); 22% desconocido (38 casos); 8% legítima defensa (13 casos); 2% otros (3 casos) y el 2% producto de la intervención policial (4 casos).

En definitiva, lo que podemos ver es que los homicidios dolosos no se los lleva la policía sino los vecinos alertas, los maridos y novios violentos, las peleas entre pibes en los barrios. Ni si quiera se las llevan los famosos “jóvenes en conflicto con la ley penal” que tanto preocupan a muchos voceros de la vecinocracia. Significa que los casos de gatillo fácil son reiterados pero están lejos de la imagen de “leviatán” que solemos utilizar para representarnos a la policía.

Ahora bien, eso no significa tampoco que estemos restando importancia a la violencia policial, no implica afirmar que el uso de la fuerza letal sea un problema menor y, mucho menos suponer que estemos señalando que aquellos homicidios agravados por su estatus de funcionario público no haya que reprochárselos a sus autores, ni buscar las respectivas responsabilidades políticas. Pero éstas son las cifras que tenemos ahora y las que habremos de utilizar en un futuro cercano para compararlas y evaluar el impacto de las declaraciones de la ministra Bullrich.

Más aún, tampoco se desprende de suyo que estemos ante una policía pacífica y tolerante, sobre todo con determinados sectores de la sociedad. Al contrario, sostenemos que la violencia sigue siendo una de las principales maneras de tratar a determinados actores de la población. Cuando se tiene en cuenta la dimensión moral de la violencia, nos damos cuenta que la fuerza no letal y la amenaza de la fuerza letal, sigue siendo otra práctica regular y muy extendida en todas las policías del país. Se trata de una violencia que, por más que se haya hecho carne en los agentes y rutina en la institución, los policías suelen activar “técnicas de neutralización” (justificaciones nativas) para poner entre paréntesis a la legalidad y derivar hacia la violencia. Me estoy refiriendo sobre todo al destrato y el maltrato policial. Porque las sistemáticas detenciones por averiguación de identidad, los cacheos y requisas en la vía pública, los traslados y paseos en patrulleros y las demoras en las comisarías, no suelen estar acompañados de buenos modales. Sobre todo cuando el destinatario de la discrecionalidad policial son los y las jóvenes que viven en barrios pobres. En esos casos la juventud se vuelve objeto de “verdugueo” o humillaciones, es decir, destinataria fijo de gritos, burlas, insultos, risas, provocaciones, imputaciones falsas, mirada tajantes y altivas, u otras violencias físicas menores que no suelen dejar tampoco marcas en el cuerpo, como por ejemplo los “toques” o “correctivos” que se llevan a cabo a través de patadas en los tobillos, trompadas en la región abdominal, cachetazos o sopapos en la cabeza. Todos temas muy bien estudiados por el antropólogo de la UNSAM José Garriga Zucal, en los libros El inadmisible encanto de la violencia; El verdadero policía y sus sinsabores, y Sobre el sacrificio. El heroísmo y la violencia; y por la antropóloga Sabina Frederic en el libro De armas llevar, cuyas lectura recomendamos también.

Todas estas formas de violencia que no suelen dejar marcas visibles en el cuerpo de las víctimas, impactará igualmente en esas personas, afectando su dignidad. No sólo porque contribuyen a certificar los estigmas que la vecinocracia tiene sobre estos jóvenes (el olfato social), sino porque en algunos casos contribuyen a perfilar trayectorias vulnerables, punto de partida para el reclutarlos como mano de obra barata y cualificada, por cierto una fuerza laboral cada vez más demandada por las economías ilegales que ellos mismos regulan. La violencia moral, entonces, es una violencia que no deja rastros en el cuerpo pero, como dice Didier Fassin en el libro La fuerza del orden, suele ser mucho más mortificante, dejando marcas de larga duración en la subjetividad de las personas, toda vez que sobre-estigmatiza y e impugna sus identidades. Insisto, no deja rastros evidentes pero pone la piel de gallina, te saca el apetito, genera vergüenza, bronca, rabia, miedo. Una violencia que baja la autoestima, que desvaloriza al individuo, lo angustia, le agrega desprecio, enojo.

 

  1. Confusionismo

La patente de corso que regala Bullrich a la policía es un problema también para los propios agentes policiales, sobre todo para aquellos que cumplen su función en la calle, que se pasan la mayor del tiempo haciendo nada. Es un problema porque confunden al policía. La ministra está sembrando su labor con pistas falsas que debe aprender a desentrañar rápidamente para no pisar el palito.

El policía aprendió durante su formación a usar la fuerza (letal y no letal) de acuerdo a los principios de legalidad, racionalidad y proporción; fue capacitado y entrenado según procedimientos de actuación que están protocolizados y ajustados a estándares internacionales de derechos humanos, es decir, el policía sabe cuáles son los pasos previos que hay que seguir en casos de persecución y enfrentamiento, sabe qué tiene que decir antes de desenfundar y adónde tiene que apuntar. Sabe, entonces, que apartarse de aquellos cánones puede costarle caro, que si erra el camino o se equivoca no sólo pierde el trabajo con todo lo que eso implica sino que además puede llegar a pasar una temporada en una unidad penitenciaria. Sabe además, por las conversaciones que mantiene con sus propios pares, que los policías son un “fusible”, y por eso tiene que aprender a “pilotear” la violencia, es decir, a ganarse el prestigio de la familia policial, el respeto de su interlocutor, sabe que tienen que hacer valer su autoridad descargando la bronca o la ira a través de lo que hemos llamado arriba la violencia moral. Le sale no sólo “más barato”, sino que además es más seguro porque no dejará rastros de las practicas que implican. Encima al tratarse —el verdugueo— de una violencia sin nombre para los jueces, es decir, una violencia que al no ser referenciada como problema por gran parte de los magistrados y fiscales, no suele ser materia de revisión ni reproche. Y en tercer lugar, le sale “más barato” porque muchas veces, como hemos constatado en nuestras investigaciones, el “verdugueo policial” se ha naturalizada entre los destinatarios o estos consideran que forma parte de las reglas de juego a la hora de estar en la calle; saben entonces que difícilmente va a ser denunciados por aquellas prácticas porque en esos enfrentamientos verbales (y no solamente verbales), cuando los pibes se paran de palabra frente a los policías, no van a salir corriendo a buscar a su papá o a la organización porque se juegan también su cartel, las masculinidades y la reputación que validarán en su propio grupo de pares.

Ser “fusible” en la propia jerga policial, es saber que sos el último eslabón de una cadena de mando que no controlas y encima, ese mando, es muy difícil de traer al ruedo y probarlo llegado el caso. Es decir, los pichis (los suboficiales y oficiales de menor jerarquía) saben que si se corren de la ley quedarán desenganchados, y no habrá obediencia debida que los rescate y ampare.

Como bien me apuntó el antropólogo Tomás Bover, autor de la tesis de maestría “Trayectorias policiales: producción de instituciones y agentes sociales en la Policía Federal Argentina”, los policías temen cómo van a ser juzgados si les toca hacerlo el día de mañana. No sólo su muerte es materia de preocupación, también les genera muchas dudas, tensiones y angustias, saber qué puede llegar a pasarles el día que ellos maten a una persona.

Y finalmente, no hay que perder de vista que los policías se sienten observados por las organizaciones de la sociedad civil, saben que están los organismos de derechos humanos muy atentos y siguiéndolos de cerca. Saben entonces que van a ser llamados a rendir cuentas. No es fácil desenfundar un arma y apretar el gatillo. La gran mayoría de los policías no sale a matar, solo una minoría lo hace.

Con todo, el cheque gris a la policía emitido por el Ministerio de Seguridad y validado en la ventanilla presidencial, revela no sólo la incapacidad de la actual gestión para conducir a las policías sino un desconocimiento total de cómo opera la policía a través de la violencia y qué criterios utiliza para autorregularla.

 

 

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