Noemí

Ética y estética de una artista excepcional

Éste es un artículo a cuatro manos, a propuesta de Sévane Garibian, la jurista egipcia de origen armenio que investiga sobre los crímenes de lesa humanidad en la Argentina y enseña en la Universidad de Ginebra. Los dos queremos hablar de Noemí Lapzeson, la extraordinaria bailarina, coreógrafa y docente argentina que murió hace diez días en Ginebra, ciudad que la colmó de premios y honores porque desde que llegó en 1980 transformó la escena cultural de ese pequeño país. Venía de Nueva York, donde fue bailarina y coreógrafa en la compañía de Martha Graham, y de Londres, donde fundó la London Contemporary Dance Company. Ella nos presentó e hizo todo lo posible para amistarnos. Así se lo agradecemos.

Comienza Horacio. Sévane continuará el domingo próximo.

Con permiso de Fred Astaire, que tiene la eternidad para esperar, este domingo voy a escribir sobre una colega suya: Noemí Lapzeson, que murió a los 77 años el 11 de enero en Ginebra. Era hija única de la primera gran física argentina, Cecilia La Chiquita Mosin Kotín, y del abogado Elías Lapzeson, quien fundó el cine Arte junto con el director León Klimovsky. “Era muy bello. Me acuerdo poco de él. Se murió cuando yo tenía 13 años”, me escribió Noemí cuando empezamos a hurgar nuestros recuerdos de infancia.

Nuestros padres tenían amigos comunes y algunos fines de semana coincidíamos en la quinta del empresario de la construcción Israel Dujovne, abuelo de la Calamidad. El año y medio de diferencia entre nosotros era una muralla infranqueable entre una incipiente mujer y un chico. Yo pensaba que le decían Bochi porque tenía una cabecita perfecta. Ella jugaba con amigas adolescentes a mojarse con una manguera. Yo me moría de amor cuando veía las gotas de agua brillar a trasluz en su pelo dorado que peinaba con una trenza, pero ella ni me miraba. A mí me tocaba el hijo de los dueños de casa y padre de la Calamidad, que a los 15 años pesaba una tonelada y la depositaba con sadismo sobre mi pecho hasta sofocarme. Mi único refugio era su hermana Marta, paciente y suave, con quien podía usar muñecxs como armas arrojadizas. Lo que se llama una transacción.

A los 16, Noemí se fue a Nueva York y recién reapareció en el invierno del 63, cuando vino a pasar las vacaciones. Fue una suerte que ni se acordara de su adorador infantil, porque entonces sí me registró. Cuando entré con un amigo al restaurante escandinavo Vivex, a la vuelta del Teatro Colón, la vi en una mesa cerca del piano, con la madre y con uno de los dueños de la famosa librería francesa Galatea. A los diez minutos de mirarnos sin parpadear ya era un escándalo. A la madre le incomodó y se puso de pie rumbo a la puerta, seguida sin chistar por ella y toda la compañía.

Durante varias noches patrullé la zona a la misma hora hasta que volvimos a cruzarnos. Pasábamos tres o cuatro horas de cada noche que le quedaba aquí caminando, de la mano o abrazados, por las calles desiertas de Buenos Aires. Cuando llegábamos desde el centro hasta el departamento de Caballito, la Chiquita practicaba Bach en un órgano de verdad, pero con los tubos desconectados para que no aullaran los vecinos. Ella extrañaba su ciudad pero no podía volver sin dejar la vida que había construido a 10.000 kilómetros, la estrella más joven de la danza moderna en la capital del mundo.

En este video de la Radio Televisión Suiza habla de ese momento:

En este otro vemos que entre tantos aportes que los suizos celebran, fue la primera bailarina en actuar desnuda sobre el escenario, sin la menor frivolidad sino como parte de una ética y una estética.

No encuentro ahora las cartas que guardé durante medio siglo, en las que Noemí me hablaba del cielo de Buenos Aires, de una compañera japonesa a la que llamaban con un dulce diminutivo, de su soledad en Nueva York, de los ensayos de diez horas que la desmayaban de cansancio. En ese estado hipnótico escribía con tinta roja o verde para preguntarme quiénes éramos. Puede ser que se las haya dado en uno de sus últimos viajes. Cuando volvió varios veranos después, cada uno había seguido su camino. Yo escuchaba a Troilo en el Caño 14 y a Piazzolla en 676 y ella a Tristano y Bill Evans en el Village Vanguard. Pasó de nuevo por aquí en el ’73. No entendía el país, el peronismo, la militancia. Volvía de tanto en tanto. Si ella estaba sola, yo estaba con alguien, y a la inversa. Debieron correr otros cuarenta años para que nos contáramos la lógica de esos desencuentros que nunca borraron aquel deslumbramiento que a ninguno le sucedió ni antes ni después.

Sus mails de los últimos años hablan de su compañía Vertical Danse (en homenaje a Juarroz y su Poesía Vertical), porque “somos pararrayos entre cielo y tierra”. Me contaba de sus clases (“todos los bailarines ginebrinos han pasado un rato a mi lado. Me muevo todavía más que ellos pero tengo cada vez más dolores”).

Su Opus 27 incluyó 35 actores, bailarines, músicos y una poeta. “No quiero hacer más ese tipo de trabajo”. Cuando leyó El Vuelo comenzó a preparar el guión para un espectáculo mínimo. “¿Cómo lo imaginás?”, le pregunté. “Vos leyendo el texto sentado a una mesa y yo acercándome y alejándome alrededor”. Me costaba imaginarme en un escenario. No lo hicimos.

Le conté que mientras escribía escuchaba música. “Ya no puedo. O leo o escucho. O escribo o escucho. O escucho el silencio”, me contestó. Según la estación se movía a pie, en bicicleta o en tranvía. En auto sólo a la noche o en viajes largos, como uno que hicimos para pasar el día en las afueras de Ginebra. Su rito dominical era caminar por el bosque con su única hija, Andrea, un momento privilegiado para intercambiar ideas y problemas. Otro día me contó que no saldrían porque Andrea tenía que preparar un trabajo exigente. “Llueve y hace frío. Iré sola a caminar bajo la lluvia y mojarme un poco las ideas”. Muchas veces me dijo que pensaba con el cuerpo. Es el título de su biografía, escrita por una discípula.

Dormía poco y en su insomnio leía y me comentaba sus lecturas. “Adorno dice que la esperanza, que emerge de la realidad luchando contra ella para negarla, es la máxima manifestación de lucidez”, un día. “El Tao dice que el que sabe no habla y el que habla no sabe”, otro.

Más fragmentos de una conversación a través del tiempo y la distancia:

“A veces extraño terriblemente el mar. Es lo único que extraño terriblemente. Ya aprendí a inventarme el horizonte. Mientras me hablás de la primavera, entra por la ventana una brisa fría que me estremece”.

“René Char dice que el poeta no dice la verdad pero que la vive. Y al vivirla se vuelve mentira. Siento algo de eso ahora. Entre lo que es y no es, entre lo que nos decimos y lo que no sabemos. Entre un continente y otro, otra vez el mar. Entre los insomnios según las horas. Y nuestros pulsos a destiempo”.

“Estoy trabajando sobre textos y pinturas de Michaux para un espectáculo con una bailarina que habla con el cuerpo y una actriz sordo-muda (Emannuèlle Laborit, nieta de Henri) que habla con las manos. Es cierto que el silencio se ha vuelto fundamental, precioso. Es un trabajo que busco y me gusta”. En este otro video habla de su forma de entender la danza.

 

 

”Pretendemos, me parece, que somos bastante lúcidos. Manera peligrosa y difícil de vivir. Porque la exigencia es enorme, absoluta. Que depende de una gracia que viene del interior. Siempre dudo de volverme alguna cosa: un personaje, una profesión, un modo de vida definido, una convención”.

“Buñuel es un maestro en la crítica de los valores burgueses. Se divierte manipulando sin respeto los códigos y utilizando una irracionalidad totalmente corrosiva. Me gusta tanto ahora porque yo también, más que nunca, siento ese desprecio hacia los valores burgueses. Valores que, en cierta forma, me fueron dados y que son tan difíciles de analizar, de corregir o de cambiar radicalmente”.

“En Nueva York, donde todos son judíos, terminé por identificarme vagamente, creo sobre todo, gracias al humor. También cuando comencé a leer a Walter Benjamin, a Hannah Arendt, Adorno o Derrida. Hoy, desterrada de todas partes, mezcla de todo y de nada, no me doy ningún título. Ni de nacionalidad ni de religión ni de tradición ni de nada. Tal vez sea ésa la razón por la cual te digo seguido que no sé quién soy, ni adonde ni cómo”. Allí conoció esta leyenda:

“Una princesa languidece en el exilio, lejos de los suyos, en un pueblo cuya lengua no comprende. Un día recibe una carta de su amante. Él no la olvidó. Y se pone en camino para encontrarla.

La princesa, dicen los rabinos, representa el alma. El pueblo es el cuerpo. Cada viernes la princesa prepara una cena festiva para su amante. Es la única manera de expresar su alegría en un pueblo donde no conoce la lengua”.

Cada vez más me hablaba del dolor y de la muerte, sembraba pistas que ahora entiendo:

“Me acompañó siempre. Tal vez a los 20 años más que ahora, que se acerca tan callando. Por eso no quiero esperar, aunque ¿qué otra alternativa? Sí, esperemos”.

“Hace muchos años (como casi todo ya), vi un film de Alain Resnais que se llamaba Je t'aime je t'aime. Era la historia de un hombre a quien habían salvado de un intento de suicidio. Como no tenía nada que perder, se presta a un experimento. Lo meten en una máquina que le hace recordar su vida. Y así llega poco a poco a revivir todo lo vivido hasta llegar nuevamente al momento del suicidio”.

Con un actor-bailarín hizo Madrugada. “Soy yo, basada de una cierta manera en ‘flaca, fané y descangallada’. Y será la última vez. Lo que dice el tango es verdad (aunque nadie se dé cuenta). El día del estreno, a 10 minutos del principio me fisuré el esternón y me desgarré las costillas de cada lado. Bailé así durante dos semanas. Nadie se dio cuenta. Pero el dolor fue tan grande que me dopaba todas las noches para poder seguir. Me dolía igual. Tuvimos tanto éxito que se programaron funciones complementarias. Yo no sabía si reír o llorar. Por suerte volvimos a hacerlo hace un año cuando finalmente no tuve más dolor. Casi. De todos modos te hablo de otra clase de dolor que tiene que ver con mi profunda alma trágica y que está en la base de la paradoja, de la contradicción que es mi persona. A algunos segundos de la muerte. ¿Adónde, por qué?”.

Noemí Lapzeson fue enterrada el viernes a mediodía en el cementerio de Ginebra. en una ceremonia que Sévane Garibian describe así: "Sobria y dulce, como era ella".

Descansa en paz, hermosa.

 

 

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