Propaganda y represión

El gobierno asume la violencia no como crisis, sino como nueva etapa de su mandato

Los recursos principales del gobierno de Macri son la propaganda y la represión. En el primer aspecto existe una compacta alianza con el grupo Clarín —sustentada en sólidas razones políticas y de negocios— y un igualmente explicable beneplácito de todos los medios de comunicación dominantes, a lo que el gobierno ha sumado un aparato de propaganda propio desplegado desde el Estado y en pleno uso de su potencia, coordinado, además, desde la máxima cercanía del presidente. Para el segundo recurso, se ha establecido una red de conexiones intensa y eficaz entre el gobierno y un decisivo sector del poder judicial, vinculado además con los servicios de inteligencia, y se ha dispuesto una reforma de hecho de las fuerzas de seguridad, que las va convirtiendo más y más en una guardia pretoriana del poder ejecutivo.

Pero la combinación de propaganda y represión no es un sello exclusivo de este gobierno; conceptualmente el poder es la suma del consenso y la coerción, según sabemos desde la lectura gramsciana de la obra de Maquiavelo. Podríamos advertir una especificidad de ese cruce en los días actuales de la Argentina: se avanza visiblemente por fuera del orden político vigente en el ejercicio de la coacción. En la calle de la protesta social ya no rigen principios como la negociación, la persuasión, el respeto por las personas, por las garantías individuales y, en más de una ocasión, tampoco por la vida humana. Tampoco las formas empleadas para poco menos que uniformar los contenidos de los medios de comunicación han tenido un límite legal claro; han sido abusivas, discriminadoras y persecutorias.

En el ejercicio de la violencia estatal y en la circulación pública de la información no rige el estado de derecho; estamos ante un nuevo régimen. Sin embargo lo más característico del macrismo en estos días —los días del sacudón producido por la irrupción de la protesta social en las calles y la tendencia a nuevos reagrupamientos político-parlamentarios— es el modo insólito en que se entrelazaron la publicidad y la violencia. Normalmente la violencia es asumida como un “costo político” a pagar por aplicar un programa de gobierno antipopular. Como tal hay que reducir el daño, tratando de invisibilizar la represión o, en caso de que sea imposible, atribuirla a “excesos” de los agentes estatales involucrados. En la actual situación, por el contrario, la violencia hacia el otro se va convirtiendo en un argumento político. Previamente se procedió, como tantas veces en nuestra historia, a construir un enemigo interno. Una operación discursiva que agrupa a narcotraficantes y terroristas con mafias de abogados laboralistas, burocracias sindicales, agitadores profesionales, grupos de ultraizquierda o anarquistas y otros agregados igualmente deplorables. La biblia y el calefón. Pero con toda su heterogeneidad, este lado oscuro de la escena mediáticamente construida tiene un principio articulador: todos son cómplices y todos juegan para el demonio mayor, el grupo político-ideológico que gobernaba la Argentina antes de la revolución de la alegría. Para este sector rige una ley no escrita, la que habilita a dictarles a sus figuras más emblemáticas la prisión preventiva, sin necesidad de justificación alguna bajo el nuevo régimen vigente.

El macrismo ni ocultó la represión de los últimos días ni se desvinculó de ella. La asumió como un punto central de su programa. Mostró la decisión judicial que instó a la policía metropolitana a actuar sobre la base de la ley como un obstáculo absurdo, como un modo de complicidad con los responsables de la violencia, es decir con los manifestantes. Un dictamen del fiscal Moldes reclama la suspensión de las excarcelaciones para personas detenidas en manifestaciones. Entre eso y el estado de sitio no hay mucha distancia. El presidente, la vicepresidenta y la ministra de Seguridad no escatiman provocaciones contra el estado de derecho. Es decir: estamos en un caso en que la violencia represiva forma parte del dispositivo propagandístico.

Hay un relato detrás de las prácticas represivas que, vistas así, dejan de ser contingencias o accidentes para pasar a ser un sistema de señales. El relato dice que el peronismo en la oposición no deja gobernar y pretende asaltar el gobierno. La frase está dicha como una ley de la historia contemporánea argentina, que albergaría bajo el mismo manto las viejas resistencias a gobiernos ilegales y minoritarios o directamente dictatoriales con el estallido de la hiperinflación en 1989 y el derrumbe político de 2001. Justamente la reescritura de la historia de aquel diciembre de 2001 está en la médula del mismo relato. Se intenta establecer que lo que entonces llevó a la ruina al país y al helicóptero al presidente no fue un programa económico análogo al que hoy está en marcha, sino la existencia de grupos de agitadores manipulados por el monstruo peronista que procuraba derrocar a De la Rúa. Y en la interpretación histórica hay un mensaje: “Nosotros no nos vamos, no somos De la Rúa”. Además este mensaje no es emitido en cualquier momento, sino en una situación en la que las variables económicas dibujan variados y potentes frentes de tormenta en el horizonte.

El nivel de exposición a las crisis internas y sobre todo externas, a que este gobierno y su política económica han llevado al país, presagia tiempos políticos conmocionados a breve plazo. Es como si el gobierno estuviera dispuesto a revivir la escena del incendio social en el país pero modificando el final de la película. Es decir una escena en la que el bochorno de la barbarie represiva y la muerte de compatriotas no necesariamente signifiquen, como en aquel otro diciembre, la crisis del régimen sino, eventualmente, el paso a una nueva etapa.

Claro que todo esto es abstracto porque al futuro nadie puede conocerlo. No es futurología lo que aquí se hace, sino un intento de decodificar conductas que de otro modo son inexplicables. El resultado electoral, convenientemente reinterpretado por el aparato propagandístico, fue la señal de largada de una nueva etapa, signada por la apuesta redoblada al rumbo económico y social y por la conversión del antagonismo político contra la experiencia de los años kirchneristas en el caballo de Troya propagandístico de una verdadera contrarrevolución cultural en la Argentina. Esa idea parece ser la que reúne en un mismo conjunto las represiones en distintos lugares del país —contra los obreros azucareros en Jujuy, contra las comunidades mapuches en el sur, contra los que protestan por el despojo contra los jubilados en Buenos Aires—, la cacería judicial contra funcionarios de la anterior etapa política y, en fin, la existencia de presos y presas políticas en el país.

A pesar de todo, los días finales del año trajeron novedades importantes. La reacción social contra el ajuste a jubilados, pensionados y beneficiarios de distintas políticas sociales del Estado puede constituirse en un punto de inflexión para la política argentina. La masividad de la protesta se unió a la insinuación de nuevos realineamientos políticos en el Congreso; el presidente estuvo a punto de concretar un paso de muy difícil regreso, como es la firma de un decreto que ponía en marcha la “reforma previsional” y dejaba a los representantes parlamentarios en el poco digno rol de comparsas del autoritarismo presidencial. El gobierno persevera en su ser, no parece tener ningún recurso alternativo. Hasta ahora su marcha no se ha detenido en lo fundamental. El hecho envalentona a los halcones y neutraliza a las palomas, que por ahora no dan muchas señales de vida. Elisa Carrió parece haber percibido fielmente el escenario que se abre y se dispone a colocar a Macri frente a una disyuntiva: o detrás de sus planes políticos personales, o sometido a su reconocida furia lenguaraz que, por razones dignas de ser investigadas, sigue mostrando su eficacia.

Todo indica que el relato oficial va a enfrentar duras pruebas en tiempos muy cercanos. Después de dos años de gobierno, empieza a ser muy evidente que las penurias populares actuales no se explican por ninguna crisis previa a su asunción. A diferencia del neoliberalismo de los noventa, no hay en el origen del macrismo la condición previa de una crisis terminal como fue la hiperinflación en el último período del gobierno de Alfonsín. La derecha argentina está pagando el fracaso de lo que constituyó su plan rector desde 2008 a 2015: el final de la experiencia kirchnerista envuelta en las llamas de la crisis y la violencia. Es difícil atribuir la situación actual a una crisis previa que nadie vivió. Es por eso que la proporción entre las dosis en las que se combinan la publicidad y la violencia están cambiando progresivamente.

Por ahora la fuerza del gobierno está en la debilidad de la oposición. O, para decirlo más fielmente, en la existencia de una corriente política muy influyente, que sigue experimentando más temor por el resurgir del populismo que por el rumbo que va asumiendo el país. Pero eso también empezó a resquebrajarse dentro y fuera del Congreso durante este diciembre de movilización popular y salvaje represión estatal.

Crédito de foto de portada: Roberto Juárez

 

Edgardo Mocca es politólogo y periodista

 

 

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