¿Supermercado del mundo?

En eso de exportar con mayor valor agregado hay gato encerrado

 

En las ocasiones que invoca el destino buscado por su administración para el perfil productivo del país, la lacónica voz presidencial la resume en la idea de convertir a la añeja Argentina granero del mundo en “supermercado del mundo”. Es una expresión alternativa a la similar más frecuente de “exportar con más valor agregado”. En su sinonimia, una y otra conllevan una singular lectura de la categoría “valor agregado”; que, a su vez, comprende un serio asunto de fondo sobre el connubio precios de exportación-salarios.

Es más rentable para los intereses nacionales exportar fideos envasados en vez de granos o harina, esgrimen, a modo de sintético ejemplo práctico, los que habitualmente expresan la necesidad de exportar con mayor valor agregado; dando a entender, entre ellos el primer magistrado, que por no proceder en esa dirección estratégica venimos empobreciéndonos desde hace décadas. Para no embrollar las cosas con sutilezas necesarias, pero no para este caso, el valor agregado se define como la suma de los salarios, las ganancias y los impuestos indirectos de una economía registrados durante un período de tiempo, usualmente un año. Es sinónimo de producto bruto y también de ingreso bruto. La materia prima y los insumos no se contabilizan en el valor agregado o producto bruto.

Tomando como punto de partida esta definición, que es la universalmente aceptada, exportar con “más valor agregado” sí o sí implica que previamente aumentaron los salarios o la ganancia o ambos y nada tiene que ver con el tipo de producto, primario o industrial, que se exporta. He ahí uno de los gatos encerrados en esa expresión tan corriente en los cenáculos interesados en estas cuestiones. Se pueden envasar todos los fideos que quieran, pero si en el mismo momento el objetivo de política —como el actual— es bajar los salarios, en vez de exportar con mayor valor agregado se va a exportar con menos valor agregado y eso aunque la ganancia tenga que necesariamente subir, dado que se puso más capital en juego. En este mar de contradicciones del supermercado del mundo, la marejada se torna fuerte, porque por un lado se declama la necesidad de ser más “competitivos” y sea lo que fuere que se quiera entender por ello, esa meta gira alrededor de bajar los precios, y por el otro se quiere exportar con “más valor agregado”, o sea a mayor precio. El contrasentido nuestro de cada día.

 

Precio político

Los que con buena fe hacen suya la meta de exportar con mayor valor agregado en la versión tal como corre, la sostienen con la esperanza de que sea la llave que abra la puerta hacia la prosperidad de los sumergidos. Lo sepan o no, están diciendo objetiva e implícitamente dos cosas. Primero, que son los precios internacionales los que determinan los salarios nacionales. Entonces, si los asalariados argentinos son bastantes más pobres que sus pares europeos o norteamericanos se debe a que los productos que ponen a disposición del mercado mundial son más baratos que los de los otros dos. Segundo, para que sean más caros deben ser industriales en vez de primarios. Lo primero parece una enormidad y lo es. Lo segundo, un puro espejismo.

En consecuencia, dar cuenta sobre la alternativa de si el precio mundial se forma previamente a los parámetros del desarrollo socio-económico de la Argentina y de sus condiciones nacionales de distribución o si, en cambio, depende de estas condiciones, deviene en una cuestión clave. Al respecto, el primer dato que se constata es que el salario es un precio político. Su nivel, bajo o alto en comparación a los establecidos en otras sociedades, expresa el trato más profundo alcanzado por la lucha de clases en el seno de la nación. En la mercancía fuerza de trabajo su precio precede a su valor, en tanto el valor de cualquier otra mercancía viene precedido del o los precios de las otras mercancías que intervienen en su producción. Es más, el "costo de la reproducción" de la fuerza de trabajo no lo fija el costo de reproducción del conjunto de las calificaciones laborales sino el del costo de reproducción de la jerarquía social, todo lo cual supone que el salario se fijo con anterioridad, previo a todo trámite.

De hecho, desde que el capitalismo sentó sus reales nunca hubo una tal cosa llamada “mercado de trabajo”, en razón de que el precio del trabajo no se instaura de acuerdo a la oferta y la demanda de empleo. Además, los diversos tipos de ingresos que pueden ser englobados dentro del concepto de ganancia, y que abren las disputas entre los dueños de los distintos gajos de la pelota, sobrevienen después de que la sociedad instituye el salario. Por cierto, hay quienes refutan el carácter “político” del salario amparándose en la productividad. Argumentan que en la economía mundial hay un número de horas durante las cuales el trabajador produce un valor igual al valor de los productos que consume. Más aumenta la productividad, mayor es la cantidad de bienes producido en ese tiempo total mundial. Si el salario real es mayor en Europa y los EE.UU. que acá, se debe al carácter creciente y proporcional de la productividad de allá. Falso. El valor de la fuerza de trabajo se determina por una canasta de bienes, no por las horas para producirla. El aumento de la productividad baja las horas para producir esa canasta. Para que aumente la canasta debe darse y ganarse la disputa por la distribución del ingreso. Y esos cambios cuantitativos al alza, cuando se acumulan, son los que cambian la calidad de vida. Como bien dijo Marx, el enriquecimiento de los seres humanos no es más que la multiplicación de sus necesidades.

De resultas, el conjunto de estas observaciones significa que la variable nacional de la distribución del ingreso deviene tan autónoma y rígida como las condiciones técnicas de producción y, desde ese momento, no son más los precios de los productos los que determinan los ingresos de los argentinos, sino los ingresos de los argentinos los que determinan los precios de los productos que venden al mercado mundial. Vendemos barato porque estamos empobrecidos y no estamos empobrecidos porque lo que vendemos es barato.

 

Espejismo

La desconfianza hacia los bienes primarios y su supuesta responsabilidad en el mantenimiento de la mala hora proviene de no sacar las consecuencias necesarias de postular que, cuando el ingreso sube la demanda por bienes primarios, también lo hace en menor proporción. En la jerga de los economistas, se habla entonces de que los bienes primarios tienen una elasticidad ingreso de la demanda inferior a la unidad. Así se tiende a mostrar una inferioridad intrínseca de los productos naturales. La realidad es que si, a partir de un cierto punto, algunos de estos productos responden a una demanda que se acrecienta menos que proporcionalmente al aumento de los ingresos, no es por "naturales" o primarios, sino simplemente porque son productos específicos. Por más que los ingresos aumenten, una familia tipo argentina no va aumentar su consumo promedio semanal de manteca, huevos o bola de lomo.

Sin embargo, descontando la fase de difusión, la que puede para ciertos productos ser muy extendida en el tiempo, por caso reciente: la computadora, este es en el largo plazo el destino de todos los productos, ya sean primarios, secundarios o terciarios. La misma familia tipo no va a tener más de cuatro televisores o cinco o seis tablets. Esto es matemáticamente inevitable, porque la elevación del nivel de vida implica la ampliación de la canasta por la creación de productos nuevos y bastante menos por el crecimiento de las cantidades de cada uno de los productos contenidos en una canasta determinada.

Al costado de estos hechos están los que continúan defendiendo la industrialización como si fuera valiosa en sí misma. Es su manera de sumarse al club de los bajos salarios. Para su coleto, señalan que la proporción de manufacturas en la producción, el consumo y las exportaciones mundiales de hoy es mayor que la de hace veinte años o un siglo. Eso no significa nada, ya que los productos industriales de hoy son mucho más numerosos que los de entonces, mientras que entre las dos fechas, los productos agropecuarios y mineros siguen siendo más o menos los mismos. Por lo tanto, de lo puntualizado se sigue que si la industrialización es de hecho inseparable del desarrollo eso no se debe a que los productos industriales, tomados uno por uno, vendrían a ser más rentables y más dinámicos que las materias primas, sino simplemente porque a medida que aumenta el bienestar de la población estos productos ocupan, por su número, un segmento más y más grande en el espectro del consumo promedio. Así es como materialmente el consumo determina el ingreso. Menos consumo menos ingreso y viceversa.

 

Tiempo perdido

¿Todo esto significa que, en vistas del desarrollo, no importa qué tipo de producto se exporte? Significa exactamente eso. Mientras se lo haga con altos salarios, da lo mismo caramelos que acero o soja. Pero los altos salarios necesitan acero porque si no, no hay balanza de pagos que aguante. Es la simple tautología que no pueden entender los liberales argentinos, que si consumimos el 60 por ciento de productos industriales y nuestras exportaciones no puede ir más allá del 30 por ciento del producto bruto, o sustituimos importaciones o retrocedemos. La especialización internacional agropecuaria realmente existente o las promesas de la minera no impiden nada, al contrario: parece que facilitan la sustitución de importaciones.

El delicado problema que el gatomacrismo en general —Carbone dixit— le genera al interés nacional bien entendido en general y a la macrieconomía del supermercado del mundo en particular, procede de la determinación política del salario que lo hace rígido a la baja y también al alza. Es el conflicto inútil al que nos viene sometiendo la reacción; por las malas como en el ’76 o, ahora, por las buenas pero no tanto. A corto plazo pueden bajar el salario, cosa registrada en el prontuario de la reacción como su marca en el orillo, pero una vez que las fuerzas sociales se acomodan, el salario tiende a volver a su nivel histórico y con él, el desorden en los precios y la percusión en la balanza de pagos. Gran parte de la conflictividad global vivida por la democracia argentina, desde su reinstalación en el ’83, puede ser explicada por esta dinámica.

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