Viaje al fin del Conurbano

Mientras esperamos la continuación del folletín 'Los buscas', otra ficción autónoma de Incardona

 

Corre mayo de 2110.

Camino solo por las calles de La Matanza.

Abajo el suelo está anegado de ácido sulfúrico; arriba, descargas eléctricas cruzan el cielo, de norte a sur y de sur a norte.  Sobre la Autovía Riccheri y los bosques de Ezeiza, otros relámpagos alumbran el fondo de la tormenta, encima de nubes saturadas de dióxido de azufre.

Por momentos pareciera que entre los chaparrones brillaran rayos de sol, formando arco iris petroquímicos. Pero la lluvia no cesa; al contrario, el cielo está tan cargado de los gases escapados de los depósitos y las naves sin mantenimiento, de los tanques abandonados por las empresas, de las fugas del cementerio de fábricas, que a los líquidos se suman las piedras.

Suena el granizo de cristales y vitriolos azules, hechos de sulfatos cúpricos. El clima, corrompido, se ensaña con la zona y lanza cada vez más objetos contundentes, lapidando casas, iglesias, escuelas y clubes.

Corro por la colectora y bajo por la calle Olavarría para refugiarme debajo de Puente 7, que todavía soporta el calor de los incendios cercanos.

Me arranco una por una las esquirlas del cuerpo. Los dolores son intensos y siento que voy a desmayarme, pero atómicas crías empiezan a crecer en los tajos y las raspaduras, rompiendo las cáscaras de sus huevos minúsculos, que se derraman a los costados. Primero se calcifican los huesos, luego se bifurcan venas y nervios, después brotan gránulos de carne hasta que finalmente las heridas se recubren de piel, de pelo y de uña. Ya recuperado, me siento en una parte seca del piso y respiro hondo: oxígeno mezclado con gas venenoso.

Mi nombre es Juan sin Tierra, soy un hombre regenerativo, mutado por acción de las aguas residuales de la Cuenca Matanza-Riachuelo. Si me corto un dedo, vuelve a crecer; si me corto la oreja, vuelve a crecer; si me corto la lengua, vuelve a crecer.

De pronto ha dejado de llover. Me levanto y dejo el puente. Empiezo a caminar por la Riccheri. A la derecha, los monoblocks de Tapiales se han derrumbado; a la izquierda, los edificios de Villa Celina, aún en pie, son dragones de cien bocas, exhalando humo de todas las ventanas. En sus terrazas, los pararrayos están al rojo vivo, chispeando estáticas.

Cruzo lo que queda de los puentes y peajes. En el aire, los aromas de azufre se han mezclado con el olor de la carne quemada. Alrededor, seres humanos y animales carbonizados cubren el paisaje. Prefiero dejar la autovía y seguir a campo traviesa por los terrenos baldíos, más allá de Camino de Cintura, hacia el interior de la Provincia, así que me interno en los basurales, las carboneras y los campos galvanoplásticos.

Los hombres gatos se esconden asustados en los árboles. Los infracaballos, equinos del tamaño de hormigas, galopan histéricos entre pastos transparentes.

Yo escalo montañas de basura y me abro paso a través de los charcos aceitosos de vitriolo, que burbujean como si la tierra hubiera alcanzado su punto de hervor, puesta a fuego máximo en una inmensa olla de aluminio, que bien podría haber sido fabricada en otra época en CAMEA, cruzando la General Paz.

Probablemente, de sus galpones deschapados y edificios en ruinas, de sus viejas fraguas y hornos de fundición, también escapen gases y líquidos contaminantes por la falta de cuidado, afectando el clima. Igual que sus vecinas INTA, Pirelli, EGP, Química Helium y Jabón Federal, hace tiempo que la Compañía Argentina Metalúrgica de Estaño y Aluminio es una bomba a punto de estallar, abandonada y librada a la suerte, o apenas custodiada por uno o dos serenos dormidos junto a sus radios, cuyas agujas, enloquecidas por los climas paranormales del cordón suburbano, rebotan sintonías entre los monoblocks de los barrios vecinos mezclando tiempos, en un dial que salta del 2000 al 2100.

A lo lejos me parece ver una cara dibujada sobre la tierra, al fondo de un valle artificial, formado por las paredes residuales que acumula la lluvia. Debo estar en el Partido de Esteban Echeverría y aquel deber ser Barrio Busto, una localidad construida a semejanza de un prócer.

Avanzo cien metros, haciendo equilibrio sobre las murallas de chatarra. Las suelas de las zapatillas se derriten poco a poco, no por acción del ácido, ya que mi calzado es de goma y resiste la corrosión, sino por la temperatura del metal. Tengo que apurarme.

Bajo a los saltos, pisando techos y capós de camionetas y autos antiguos, Peugeot, Renault, Ford y Chevrolet de los años 2040, 2050, 2060.

Ahora voy por una llanura de basura petrificada. Los residuos se cierran en pequeños montículos hasta que la erosión los parte al medio, quedando el piso salpicado por geodas de basura abiertas, donde brillan, como cuarzos y amatistas, latas oxidadas, vidrios de botellas, miembros descuartizados de muñecas, juguetes en general y, sobre todo, muchísimos papeles y cartones petrificados.

Por curiosidad me pongo a leer un libro abierto, pero sólo un fragmento, porque es imposible dar vuelta las páginas, así que no puedo saber de qué año es ni quién es el autor.

Levanto la vista. Alrededor, cientos de libros, petrificados azarosamente, cuentan parte de sus historias. Entre ellos camino, leyendo un poco de amor, un poco de guerra, una historia policial, una historia de aventuras. Este me cuenta el final; ese me cuenta el principio; aquel no me cuenta nada, porque quedó abierto entre páginas en blanco.

Sigo adelante, hasta que por fin llego al Barrio Busto. En la entrada un cartel me da la bienvenida. Debajo yacen cuerpos.

El fondo del paisaje sopla nubes de humo negro y los muertos desaparecen de la escena igual que yo. No queda otra alternativa más que caminar sobre los cadáveres invisibles, pisar las piernas, espaldas y cabezas que imagino, llorar por ellos o por mí, pedir el sol o la luna, mientras tanteo con las manos la negrura, el aire espeso casi como el agua, que me obliga a dejar de caminar y a empezar a nadar, brazada tras brazada, en la atmósfera líquida que reina en el Conurbano Bonaerense, cuando yo, regenerándome, muero y resucito, muero y resucito, en el último de los barrios y en el último de los años.

De a poco el humo se disipa y vuelvo a ver. Ahora estoy en una calle bulevar. En su división, adornada de canteros, se oxidan distintas flores galvanizadas.

Rosas de cobre, jazmines de bronce, malvones de alpaca, deshojándose o quebrándose en los tallos por acción de los ácidos. A los costados, la mayoría de las casas siguen en pie. Son llamativamente bajas, hechas para niños o para enanos.

No veo a nadie vivo. En las veredas las carnes se pudren y los huesos se carcomen. Las caras yacen desfiguradas o cubiertas de ceniza. Entre la gente, cientos de pájaros caídos corren la misma suerte. En el aire flota lo que queda de ellos, plumas blancas, negras y grises que, levantadas por alguna ráfaga de viento, dan la sensación de una nevada.

Explorando, doblo en una calle interior. En esta parte no hay cadáveres. Me asomo a la ventana abierta de una casa y después me meto, con dificultad, debido a su pequeño tamaño. Entro al living y después voy a la cocina, en busca de comida y agua. Abro la heladera y el ambiente se inunda de olores nauseabundos.

Abro las alacenas y mi suerte mejora, ya que encuentro varias cosas: galletitas, paquetes de arroz y fideos, latas de picadillos y atún, incluso botellas de jugos y gaseosas. Destapo una y tomo con desesperación, pero la garganta, sensibilizada por el humo y los gases tóxicos, me arde terriblemente, pese a mi capacidad regenerativa, como si me la hubieran prendido fuego. Con sufrimiento, bebo despacio, gota a gota, porque estoy muerto de sed.

Me pongo a buscar un bolso donde cargar los víveres. Atravieso un pasillo y me meto en una pieza. Investigo los placares y las cajoneras y encuentro varias mochilas. Agarro dos. Cuando estoy a punto de salir de la pieza, descubro en un rincón a un gato manchado. ¡Está vivo!

Al principio, me asusto; después me acerco con cuidado. Me mira fijo; no parece tener miedo. Sus ojos me llaman la atención. Son tan grandes que le ocupan casi la mitad de la cara. Me acerco más, hipnotizado.

Sus pupilas verticales se dilatan y ahora lucen redondeadas y profundas, como pozos. Observo en sus profundidades. Atravieso lluvias de grises y chispas de rojo hasta que los colores cobran formas en las pantallas. Entonces empiezo a ver imágenes mezcladas, cosas que he visto en el pasado y otras que jamás han sucedido, pero que, en este instante, comprendo que en algún momento pasarán.

Lo que veo al principio volveré a verlo mañana, o la semana que viene, o el mes que viene, nada que me sorprenda: ruina, fuego, lluvia ácida. Pero, de pronto, una escena imprevista me descoloca. En los ojos del gato manchado me veo a mí mismo, riendo y en paz, junto a una mujer y tres chicos. No los conozco, pero comprendo que formamos una familia.

Salimos de nuestra casa y paseamos por un barrio donde nada está destruido. El cielo es azul y los jardines están verdes. Los vecinos nos saludan y nosotros los saludamos. Todos estamos vivos y contentos.

Desconcertado, aparto la vista de los ojos del felino. ¿Será posible lo que me muestra este oráculo?

Vuelvo a la cocina y cargo las mochilas. Antes de salir, abro una lata de picadillo y la dejo en el piso. Después salto por la misma ventana que usé para entrar.

Retomo la calle y vuelvo al bulevar entre cadáveres.

Emprendo camino hacia el final del barrio, en dirección sudoeste, bajo la nevada de plumas y la lluvia de fuego, pensando en aquella mujer y en aquellos chicos que me mostraron los ojos.

 

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