Justito lo necesario

Precios globales de las materias primas sin sosiego impactan en la inflación argentina

 

En lo que va del año, la devaluación del peso, los ajustes internos al alza de los precios que le siguen –para más, receptando la atenuada reactivación post-pandemia–, y los precios globales encabritados de las materias primas (no interceptados por retenciones suficientes), soliviantan la tasa de inflación, la que continúa horadando el espacio político de la coalición gobernante y, con ello, la posibilidad de revertir la pobreza reinante. Algunos cenáculos empresariales observan esa paliación del oficialismo como una oportunidad para caerle encima a los derechos de los trabajadores, alegando que ir por esa dirección impulsa el empleo, la productividad y, en definitiva, el crecimiento.

Aguardan los resultados de los comicios del 14 de noviembre como una bandera de largada. Los sectores muy reaccionarios de la clase política que cobijan esta actitud empresarial, y hasta cierta medida la impulsan, enancados en un monetarismo ramplón, suponen que nada de lo que está haciendo el gobierno en materia antinflacionaria tiene las mínimas chances de éxito. A ese diagnóstico se puede arribar desde una posición diametralmente opuesta a la de la derecha reaccionaria. Por caso, los precios globales de las materias primas no encuentran sosiego. Si la política económica no los intercepta en esa mediada presionan en los costos. Se le agrega la crisis mundial de los fletes marítimos y demás segmentos de la logística. La vuelta al ritmo normal pre-pandemia está llevando bastante tiempo.

El aumento más resonante ocurrido durante la segunda semana de octubre fue el de la avena. Clave del desayuno en mucha partes del mundo, en la Argentina –con consumo familiar muy acotado– se la usa principalmente como insumo para sopas industriales y en menor medida para panes de molde. También en todo el mundo se la emplea como insumo en productos de belleza y leche. La materia de preocupación para la Argentina proviene de sus consecuencias indirectas, porque en otros países es un ingrediente clave del pienso, y cuando sube el precio de la avena está probado que sube el precio de la carne. En ese hipotético caso, la oferta exportable argentina de ese rubro presiona de nuevo sobre los precios internos por recibir del mercado mundial la rúbrica de precios en alza.

De los granos, la avena fue el cereal que más aumentó en Chicago en los últimos 12 meses. En ese lapso, subió 120%; el maíz, 31%; el trigo, 18%; la soja, 17% y el arroz, 10%, conforme los datos recabados de fuentes privadas y públicas. El origen de estas alzas de precios de la avena y otros cereales está en la reducción fuerte de las cosechas a causa de las sequías sufridas en verano por los países productores en Europa y en los Estados Unidos y Canadá. Los analistas de estos mercados no ven segura la baja en la trayectoria de estos precios durante el próximo año. La siembra en el norte del planeta se realiza entre abril y mayo. El mix de la siembra entre avena y maíz será lo que defina una parte importante de la trayectoria del precio. Los indicios sugieren que los altos precios de la avena incentivan a sembrar de forma ajustada para conservarlos en ese podio y remplazar esas hectáreas con maíz.

La magnitud del aumento de la avena se ubica únicamente por debajo de los del acero y el gas natural en Europa, que en los últimos 12 meses se incrementó 446% por problemas en los ductos. La falta de gas determinó que varias plantas de fertilizantes, que lo tienen como insumo esencial, bajaran las cortinas. Sin fertilizantes suficientes, los costos de producción de cereales aumentan y estos incrementos finalmente van a reflejarse en las góndolas de los supermercados. Se suma a esto que el rubro energía viene complicado. El barril de Brent –referencia argentina– ronda los 86 dólares. En enero, estaba 54 dólares. El otro referente, el West Texas, sale unos dólares menos. Las opciones (mercados a futuro) que más se compran son las que fijan un precio de 100 dólares para finales de diciembre. Últimamente también se han realizado transacciones de opciones con precios de ejercicio de hasta 200 dólares para fines del próximo año, según The Wall Street Journal.

En estos escarceos hay cuestiones de largo plazo involucradas con la transición energética. En lo inmediato, el punto de si los precios del petróleo casi han alcanzado su pico máximo o están a punto de subir mucho más depende en gran medida del impacto que tenga la desaceleración de la economía de China y el grado de solidez de la recuperación de los Estados Unidos, así como también de las presiones inflacionarias en los países centrales. El tema luce estar comprensiblemente silente en el tope de la agenda norteamericana. El 27 de septiembre pasado en Arabia Saudita (factótum de la OPEP, la Organización de Países Exportadores de Petróleo), el asesor de seguridad nacional de la Casa Blanca, Jake Sullivan, se reunió con el príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman (MBS). Oficiosamente se dijo que era para normalizar las relaciones del Reino con Israel. El jueves 14 de octubre, el canciller saudí, Faisal Bin Farhan, se reunió en Washington con el secretario de Estado Tony Blinken. Trascendió que fue por el asunto Israel y el tema Irán. Del petróleo, nada en ambas. Este silencio tiene tanta acción que, a principios de octubre, Sullivan acusó a Rusia (OPEP plus) de utilizar la energía como un arma política.

 

 

Botellas de vino

Estos ramalazos van más allá de las commodities alimenticias o de la energía. Por estos días, los precios del algodón subieron a su máximo en 10 años, llegando a niveles que no se registraban desde mediados de 2011. El precio subió 6% la semana pasada y 47% en lo que va de 2021. Para el entuerto entre los principales exportadores confluyen desde malas cosechas hasta plagas, prohibiciones por trabajo esclavo y los problemas de los fletes de la post-pandemia. Los especialistas en este mercado afirman que la compra de futuros por parte de los especuladores que aprovechan la bolada hace que suba más y se mantenga ahí.

Incluso, los aumentos globales alcanzan también a los bienes finales. Los productores de vino de California, por efecto de los atascos en los puertos, carecen de botellas y corchos para embotellar y ya hay un notable faltante de oferta. No es sólo que tarda semanas lo que antes tardaba horas, sino que, además, el transporte por camión también anda flojo por falta de personal. Esta conjunción de malas nuevas obliga a los enólogos a dejar que el vino envejezca en barriles de madera más tiempo del necesario, lo que arruina el gusto. El costo del vidrio se ha disparado en un 45% en comparación con 2019, y ninguno de los elementos que hace al embotellado quedó sin aumentar, según datos del sitio Insider.

No sólo los norteamericanos ven escalar al cielo el precio del vino por cuestiones de costo. Los otros grandes productores también. Las menores cosechas en Francia, Italia y España, y que es previsible que el intercambio mundial de vinos a granel se mantenga muy fuerte, lleva a precios más elevados. Los reportes sobre estos mercados advierten que la recuperación mundial del consumo por el turismo y las celebraciones familiares son las que impulsan las ventas de vinos envasados, particularmente en valor. Dependen, en este caso, más de los tamaños de las cosechas de los distintos productores, de sus previsiones de vendimia y disponibilidades y sólo indirectamente de las tendencias y condicionantes del mercado final. Sería raro que nuestro país quede al margen del cimbronazo vitivinícola.

Con relación a las consecuencias políticas de este tema del vino y el precio de los alimentos, vale desojar la margarita del reciente premio de la SIHS (Society for Italian Historical Studies: Sociedad para los Estudios Históricos Italianos) que se otorga al mejor artículo de revista en inglés, revisado por pares, que se haga público. La edición 2021 del premio fue anunciada el 8 de octubre, cuando se dio a conocer que “el comité otorga unánimemente y con entusiasmo el premio SIHS de Historia Italiana Moderna a Brian J. Griffith por su artículo ‘Bacchus among the Blackshirts: Wine Making, Consumerism and Identity in Fascist Italy, 1919-1937’ (Baco entre los Camisas Negras: Elaboración de Vino, Consumismo e Identidad en la Italia Fascista, 1919-1937). El ensayo de Griffith muestra cómo el vino llegó a ser visto como la “bebida nacional” de Italia. Al descubrir los intensos esfuerzos del lobby industrial vitivinícola durante las décadas de 1920 y 1930 para disociar el consumo de vino de las clases bajas y asociarlo con el ‘gusto refinado’ de las nuevas clases burguesas y ricas, el análisis revela la historia desconocida de una tradición inventada y herencia nacional”.

Griffith, un historiador académico que enseña en la Universidad de California, publicó su artículo en un número de la revista Contemporary European History del año pasado. En el opúsculo premiado, señala que la Primera Guerra Mundial aceleró la tasa de inflación, pero que no todos los italianos experimentaron de manera uniforme tales aumentos de precios. Mientras que los salarios de los trabajadores industriales se habían mantenido más o menos al mismo ritmo con la tasa de inflación en tiempos de guerra, los salarios de los profesionales de cuello blanco habían disminuido drásticamente. En consecuencia, muchas familias italianas burguesas comenzaron a purgar varios artículos de sus presupuestos semanales, como el café, el tabaco y, por supuesto, el vino y otras categorías de bebidas alcohólicas. El precio inflado del vino, exclamó un contemporáneo, enfatizando los impactos de la crisis del costo de vida en los hogares de clase media de Italia, provocó que su consumo fuera casi eliminado entre “la pequeña burguesía en la categoría de asalariados fijos”, mientras aumentó significativamente entre los trabajadores de las fábricas y los trabajadores agrícolas.

La clientela política estaba servida para el fascismo: revivir a la clase media y bajarle el copete a los trabajadores. Subir algo los ingresos de los primeros y abatir algo más los de los segundos, para que, en una Europa aterida de nativismo patológico, la burguesía se viera obligada a volcar capital internamente porque extramuros era vivir peligrosamente de verdad, no de slogan. La atmósfera en la vida cotidiana con una gran dosis de violencia política, necesaria para la operación, la retrata muy bien la Novecento de Bernardo Bertolucci. De todas formas, debían darle una respuesta creativa a la canasta alimentaria que no la ampliara mucho para los pequeños burgueses ni que la bajara demasiado para los trabajadores. Eso fueron haciendo, mientras en el plano macroeconómico, en 1926 fijaron y atrasaron el tipo de cambio con el plan llamado Quota 90 (90 liras por libra esterlina) y la emigración no se detenía. Durante sus dos décadas en el poder, como han demostrado ampliamente los historiadores del fascismo, la dictadura de Benito Mussolini buscó remodelar las relaciones de los italianos tanto con el Estado italiano como entre sí, mediante el despliegue de austeros hábitos alimentarios como potentes símbolos de lealtad política e identidad nacional. De hecho, con frecuencia asociando los deberes del consumidor con los deberes nacionales, la dictadura proporcionó el impulso para crear una identidad y perfil típicos de un consumidor italiano, consigna Griffith en su análisis. La historiografía de Griffith llena el vacío en la reconstrucción del pasado, contrastando la presuntuosa afirmación del Duce de que “sólo el Estado puede dar a la gente un sentido de autoconciencia”, con la manipulación de las campañas del régimen para regenerar los cuerpos y comportamientos italianos de acuerdo con los objetivos comerciales en gran parte privados de sus industrias, tomando como referencia el sector vitivinícola. La intención del estudio es la de ampliar la comprensión de la compleja dinámica de la agencia política y el poder que configura la cultura en la Italia fascista.

También tiene unas cuantas enseñanzas para extraer y avizorar acerca de en cuáles trampas no hay que caer en una coyuntura argentina atenazada por la inflación, la deuda externa y la incertidumbre política, y en la que las circunstancias con el costo de los alimentos y el poder de compra de los salarios son pasto para el autoritarismo. Subir algo los ingresos de la clase media y estabilizar los de los trabajadores compromete a un sector de la clase dirigente versus otro que, directamente, quiere estabilizar a la baja ambos. Es una disputa entre conservadores populares versus conservadores despiadados. Los conservadores populares al menos son conscientes de que hay que volver a la canasta alimentaria histórica, o sea, aumentar los salarios justito lo necesario para eso. No más. Los conservadores despiadados ni eso. Tampoco muestran disposición para tomarse el trabajo que se tomaron los fascistas italianos de cambiar culturalmente la canasta alimentaria. Se entiende. Aquellos tenían un proyecto trastornado de poder mundial y necesitaban la industria. Estos lo único que quieren es pertenecer a la sociedad civil global sobre la base de sobreexplotar a su propio pueblo. Su éxito únicamente puede provenir de una seria defección de los trabajadores o de una espantosa represión. Parafraseando a Cristina, cuando se pinchan los globos festivos se presenta el temperamento al crimen que denunciaba Rodolfo Walsh. El movimiento nacional, en un mundo de intercambio desigual, necesita salarios al alza, no meros aumentos que sean justito lo necesario. La integración nacional debe negociar con el FMI frenando la inflación con retenciones suficientes, el tipo de cambio fijado y un programa que contemple la financiación estatal de los aumentos paritarios privados.

 

 

 

 

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