Conexiones

Grandes sectores de la clase dirigente argentina cooptados por la miopía del marginalismo

 

El aquí y ahora viene signado por una macroeconomía taladrada por la pandemia que se niega a dejar de infectar, el prominente endeudamiento externo y un proceso inflacionario renuente a salidas fáciles o, al menos, en las antípodas de la obtusa sencillez de imaginar conspiradores sinvergüenzas. Esa realidad navega en el mar de fondo de una caída muy pronunciada del nivel de vida. Como en toda encrucijada, la gran cuestión está en la ruta hacia la salida y en quién o quiénes tienen la capacidad de timonear la nave con eficiencia. Ahí se localiza el serio problema político por el que se atraviesa. En la cara de esa moneda, de acuerdo a las encuestas, se observa al electorado convocado para las legislativas de mediano término como transpirando desconfianza y resignación. En la ceca se encuentra traducida la cuestión de fondo, la que atañe a grandes sectores de la clase dirigente argentina y que taran su comportamiento.

Esa cuestión de fondo es el conservadurismo que caracteriza a grandes sectores de esa clase dirigente local. Se asienta sobre una visión del funcionamiento mundial de la producción de bienes y servicios voluntarista y una aceptación acrítica de lo que ofrece la sabiduría convencional acerca de cómo analizar los vaivenes de la economía. En su aptitud política interna y su actitud ante la globalización, esos grandes sectores recuerdan a las reflexiones de George Orwell sobre el poeta imperial Rudyard Kipling, plasmadas en un ensayo de 1941. El autor de las célebres novelas Rebelión en la granja y 1984 afirma que Kipling, pese a que “no tenía conexión directa con ningún partido político (…) era un conservador, algo que no existe hoy en día. Los que ahora se llaman conservadores son liberales, fascistas o cómplices de los fascistas”. Orwell encuentra el origen de esa opción del poeta en “su sentido de la responsabilidad, que le permitió tener una visión del mundo, aunque resultó ser falsa”. Kipling creía que, mediante la conquista, el hombre blanco expandía la civilización y el progreso para bien de la humanidad.

Por eso entiende que “se identificó con el poder gobernante y no con la oposición, (lo que) tenía la ventaja de darle a Kipling un cierto control sobre la realidad. El poder gobernante siempre se enfrenta a la pregunta: “En tales y tales circunstancias, ¿qué harías?”, mientras que la oposición no está obligada a asumir responsabilidades ni a tomar decisiones reales (…) Además, cualquiera que parte de una visión pesimista y reaccionaria de la vida, tiende a estar justificado por los acontecimientos, porque la utopía nunca llega (…) Kipling se vendió a la clase gobernante británica, no financieramente, sino emocionalmente”. Aunque uno u otro rasgo de Kipling identificado por Orwell no encaje perfectamente en la descripción de grandes sectores de la clase dirigente argentina, se puede apreciar que el conjunto sale airoso.

 

George Orwell y el significado político entre nosotros del peso de la responsabilidad del hombre blanco de Rudyard Kipling.

 

 

 

Suma y sigue

Una panorámica de cuáles son las conexiones que animan la economía mundial es el parámetro para evaluar la afirmación realizada sobre la visión defectuosa de grandes sectores de la clase dirigente argentina. En la actualidad, el total de ingresos del planeta (o producto bruto mundial) es de alrededor de 129 billones de dólares, que es la suma de los salarios y beneficios mundiales. Siempre de acuerdo a los datos del Banco Mundial y del FMI, los Estados Unidos, Canadá, la Unión Europea y Japón (el G7, digamos) explican el 36% del producto mundial, o sea, 46 billones de dólares, pero albergan el 12% de la población mundial: 905 millones de seres humanos. A este cuadro hay que agregarle que China, con el 17% de la población mundial, explica el 16% del producto mundial. El grado de desigualdad estructural de este mundo se puede inferir al considerar que el 71% de la población mundial tiene para repartirse el 52% del producto mundial.

Ahora bien, como el total de ingresos del planeta (o producto bruto mundial) es la suma de los salarios y beneficios mundiales, se desprende que cualquier variación de los salarios en un país o región determinada –lo que lleva a una variación idéntica en el total mundial de los salarios– implica una variación opuesta en la suma total de los beneficios mundiales y, por lo tanto, en los beneficios del país o región bajo análisis. Sin embargo, esta variación de los beneficios se extiende a todos los países y es sólo una parte la que afecta a los productos del país en cuestión, mientras que la variación equivalente, pero opuesta de los salarios, repercute en su totalidad sólo en estos productos. En consecuencia, los precios relativos de estos productos varían en la misma dirección en que variaron los salarios, mientras que la tasa general de ganancia varía en sentido contrario.

Este proceso nunca debe perderse de vista, y menos ahora, si en la economía-mundo la situación de la lucha de clases finalmente enfila para la síntesis basada en el fuerte aumento en las remuneraciones del trabajo. Si el POTUS Joe Biden logra que se aumenten los salarios en los Estados Unidos, está probado que las conexiones de vasos comunicantes del G7 hacen que tal aumento se trasmita más o menos rápidamente para todos los trabajadores del colectivo núcleo del poder mundial. A su vez, el gigantesco dador de bajos salarios que es China perdería su atractivo.

La economía mundial, al procesar ese potencial impacto, muestra su ley clave de funcionamiento: la del desarrollo desigual. Al permanecer las remuneraciones al trabajo que paga la periferia en el bajo nivel de siempre, cederá el excedente no remunerado a los consumidores de los países centrales. Por esa vía se achica el mercado de la periferia y, al mismo tiempo, se agranda el del centro. Ese mayor poder de compra de los salarios del centro, por efecto de los bajos precios de la periferia –a su vez, generado por los salarios periféricos de morondanga– consolida las perspectivas del desarrollo de la economía-mundo y del subdesarrollo de la economía mundial de forma indirecta. Esa es la conexión real de la globalización. Las versiones alternativas son relaciones públicas.

 

 

Verdad y consecuencia

Por estar consciente o inconscientemente intoxicados de la sabiduría convencional de la teoría neoclásica o marginalista, grandes sectores de la clase dirigente argentina no están en condiciones de avizorar esta realidad. Frente a la circunstancia de que jamás los hechos concuerdan con lo esperado, el olfato conservador acendrado los hace optar para el más malo conocido que bueno por conocer. Sucede que los marginalistas no consideran al salario como un objeto teórico particular. Se trata de un precio, al igual que cualquier otro precio, y todos los precios son endógenos. Esto es: se forman en el mercado simultáneamente. Cada precio es determinado por los otros precios en la cadena circular de la interdependencia y el equilibrio general. Si es que existe alguna anterioridad a todo, esta se aplica a los precios de los bienes y servicios utilizados para consumo final con relación a los precios de los bienes y servicios utilizados para la producción (los factores de la producción).

En esta concepción, el salario es una variable endógena y dependiente, en dos sentidos. En un primer sentido, como un precio, en general, vinculado a otros precios. En un segundo sentido, como el precio de una mercancía que sólo sirve para producir otros bienes y cuya utilidad, en consecuencia, deriva de la de estos últimos. El efecto de la fijación de los precios sobre la distribución del ingreso es, de acuerdo con este punto de vista, un efecto secundario y subordinado.

Para los clásicos y los marxistas –con mayor claridad para los últimos– el sistema está dotado, antes que nada, con un patrón de distribución. Es este patrón, además de las condiciones técnicas de producción, el que constituye los dos datos principales exógenos para determinar la formación de todos los otros precios. Entonces, el salario como precio de la fuerza laboral no es justamente un precio como los otros precios. Al representar la parte de los ingresos nacionales que correspondan a la clase trabajadora, no es sólo el precio de una mercancía, sino que –al mismo tiempo– es el elemento constitutivo necesario y suficiente de distribución, siendo el ingreso de los no-asalariados (la ganancia) un residuo. Así es como el poder de compra del salario constituye uno de los principales elementos de las luchas políticas dentro del sistema capitalista. En tanto que tal, se fija de manera extra-económica, por lo tanto exógena. Como la dirección de todas las determinaciones es desde lo exógeno a lo endógeno, el salario posee una precedencia lógica sobre los otros precios.

El salario es desde el principio (y por lo tanto, antes de que cualquier proceso de igualación se ha llevado a cabo) negociado y fijado a escala nacional y muy a menudo sobre una base interprofesional. Incluso, lo es tanto más en la medida que entren a tallar ventajas accesorias para los trabajadores. La experiencia enseña que el asunto de la negociación (violenta o no violenta) entre empleadores y empleados depende más de las normas y de un cierto cúmulo de aprendizaje previo que del estado del mercado o de la rentabilidad y situación financiera de las empresas. Estas normas y aprendizajes reflejan en cada momento del tiempo determinadas relaciones de poder entre las clases sociales.

Desde la más remota antigüedad hasta el comienzo del siglo XIX, el salario, en términos reales, apenas varió en algún país. Desde el principio del siglo XIX hasta el presente lo ha hecho, en algunos países, moviéndose lenta y constantemente hacia arriba. Esa constancia en ciertos períodos o en algunos países, esa regularidad y un carácter unidimensional tal en el movimiento en ciertas otras épocas y otros países son incompatibles con la determinación económica endógena, que es plástica y multiforme. Sólo un tinglado extraeconómico (institucional) puede engendrarlo.

 

El poeta imperial Rudyard Kipling.

 

 

 

 

Proceso más político que económico

Se puede concluir, entonces, que la determinación de los salarios es un proceso más político que económico. Sus variaciones expresan las fluctuaciones en las relaciones de fuerza entre las clases sociales. Esta determinación extra-económica, institucional, hace posible una diferenciación durable entre el precio y el valor de la fuerza de trabajo. Sin embargo, estas dos magnitudes continúan estando conectadas entre sí en una interacción dialéctica. Un salario mayor que el valor de la fuerza de trabajo, si prevalece durante mucho tiempo, termina por conducir al alza este mismo valor, ya que el consumo extra es lo que permite que sea transformado en necesidades vitales –lo que Marx llama una segunda naturaleza– y, por lo tanto, se lo incluye en el costo real de la reproducción de la fuerza laboral. Recíprocamente, al ser un componente de la relación de poder en sí mismo, el aumento en el valor de la fuerza de trabajo desplaza los términos de la negociación. En efecto, más se aproxima el punto que, en cada época y en cada país, es considerado como el mínimo vital, mejor es la resistencia de la clase trabajadora y más fuerte el respaldo de los otros estratos sociales, mientras que la oposición de los empleadores disminuye. Por el contrario, cuanto más uno se aleja de este mismo mínimo vital, menos eficiente se muestra la acción sindical de los trabajadores, mientras que la resistencia de los empresarios se endurece más y más.

Este es el tema clave que hace al mal comportamiento de grandes sectores de la clase dirigente argentina. No ven con la claridad que hace falta que su responsabilidad política indelegable es la de llevar al alza los salarios argentinos. Eso no incluye a los mandamases de Juntos (por la represión), puesto que, directamente, quieren salir del marasmo a costa de hundir el nivel de vida de los trabajadores. Que semejante falta de cordura y sensatez reciba un favor electoral –impensable por su reciente malparida experiencia de gobierno– es un síntoma inequívoco del tipo y profundidad de la crisis en que estamos metidos.

En el mundo tal cual es y, hoy por hoy, con la bomba de tiempo de los salarios del centro yéndose potencialmente para arriba, llevar adelante la salida de la crisis sobre la espalda de los trabajadores es deshacer la integración nacional e ir en contra de cualquier perspectiva de desarrollo. Es que los bajos salarios dan lugar a una transferencia de valor desde los países atrasados a los países avanzados, y esta pérdida reduce, a su vez, el potencial material de una futura mejora en sus salarios. En contraste, esto provee, en los países receptores del G7, la necesaria potencialidad para que las concesiones de los empleadores amplíen aún más la brecha entre los salarios nacionales. Esta ampliación de la brecha empeora la desigualdad del intercambio comercial, y, eventualmente, el valor resultante transferido. Al igual que en las relaciones entre trabajadores y empresarios dentro de una nación, del mismo modo, entre los países, la pobreza condiciona la explotación y la explotación reproduce su propia condición a través de sus efectos. El mundo regido por el intercambio desigual no es ni simpático, ni dócil. Y tampoco permite actitudes conservadoras tan marcadas. O se va para adelante o las fuerzas inmanentes de la acumulación a escala mundial empujan hacia al fondo del tacho.

 

 

 

 

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