Del ardor a la pasión y vuelta

Una historia romántica que crece más allá del amor

 

Por más consensuado que sea el encuentro sexual no necesariamente implica enamoramiento, como éste tampoco requiere que se pase a la etapa siguiente, la del amor. Del mismo modo el erotismo puede o no contener ternura y esta incluir o no a la pasión. Los ingredientes resultan variados, sus combinaciones arrojan resultados múltiples, prácticamente infinitos y, en el mejor de los casos, los efectos equiparan la panza llena al amor correspondido (como decía el etnólogo). Corolario que no siempre se logra; más aún, raramente. Lo que de ningún modo quita que el mismo camino se recorra en forma reiterada, aún pateando las mismas piedras.

No por conocida la receta pierde su imán ni el plato su sabor: colóquese al rescoldo la estofa unos treinta años, añórese el aroma otro tanto, figúrese transitando el paladar y, a la postre, al momento de destapar la olla, la delicia será más, mucho más que cogestible. Tal el esquema trazado por Inés Garland en Una vida más verdadera, cuento largo o novela corta (nouvelle le llaman algunos obsesivos genéricos) que arranca como una historia romántica hasta que el lector se va percatando que se trata de algo bien diferente: de la estructura de un mito. Podría ser el del amor pasión, el del amor loco, el del erotismo cooptado por la imaginación, algo así; difícil catalogarlo. “Es probable que él me vuelva a decepcionar. No sabe escuchar mi cuerpo. Es bruto y avasallador y no me miró mientras se golpeaba contra mí. Había perdido la erección y le parecía imposible recuperarla. Me fue difícil saber qué pasaba por la cabeza de él cuando seguía arremetiendo con los ojos cerrados”.

Una señora de clase media acomodada, con prole ya mayorcita, independiente, feizbuc mediante vuelve a toparse tres décadas después con un romance furtivo de la adolescencia. Como corresponde se trata de un hombre casado, católico, padre de familia, pudiente, formal & cortés: “Ahora tiene cuatro hijos. Quiere a su mujer. Quiere a su familia. Y también quiere verme a mí. Y yo lo quiero ver a él. Cómo no. Una cosa es otra cosa y otra cosa es otra cosa. El problema es que después mezclamos todo”. Hay un juego con el lugar común destinado a instalar cada escena en un espacio que parezca conocido para que, de repente, se abra una ventana donde había una columna e ingrese el día cuando se aguardaba la noche.   Donde hubo fuego cenizas quedan, desde ya, la chispa se hace llamarada, todo arde y hace arder en derredor, siguiendo el derrotero que corresponde a toda épica: “Sostengo que el sexo es sagrado. Las cosas se me mezclan, también. Pedirle a Dios que mire con buenos ojos el adulterio es un pedido raro. Pero P. tiene derecho a lidiar con sus conflictos como mejor le parezca”.

Probablemente sin proponérselo, Garland construye un mito en el cual —cual corresponde, otra vez— al principio hay una suerte de estado de naturaleza: no pasa nada. El sol se eleva por el Este y se pone por el Oeste, los mamíferos se reproducen, las plantas crecen, las aguas fluyen. La tierra se conmueve cuando aparece el héroe creacionista —o el antihéroe, no importa— que hace surgir las fuerzas soterradas. El conflicto explota, sobreviene la batalla sobrenatural, triunfan los que tienen que vencer y, finalmente, se impone un nuevo orden, dotado de una distinta racionalidad. Lo que no es ni bueno ni malo, pues los antiguos dioses que juzgaban han caído; simplemente es así. Se pasa del “Sé que sabe que sé, pero no es lo mismo que cuando nos miramos abiertamente” al “Sé que esto es morirse por un hombre y yo sabía que esto era así”.

Que la historia esté narrada en primera persona por una voz femenina sin nombre es tan trascendente como que su partenaire sea nombrado sólo como P. Bien podría ser a la inversa pues el proceso de erupción de la fantasía que conlleva el ardor propio del enamoramiento no reconoce géneros. Se va dando manija hasta enroscarse en si mismo, en si misma, de modo que en un punto no atine a dar un paso sin tropezar; y cada golpe al caer le eleva, es gozoso. Crescendo que alcanza un clímax equivalente a aquella batalla titánica, en la que el torbellino de la fantasía de modo paulatino, en ida y vuelta, va reemplazando los datos empíricos que ofrece la percepción. De la vacilación se pasa a la certeza en una construcción que no alcanza la categoría de delirio ni de locura pero que no les es ajena: “Cuando su mujer le diga que está cansada y que se va a ir a dormir y él le diga que él tiene que ir, que cómo no va a ir, y ella —que no sabe que el director es mi profesor— le diga claro, cómo no vas a ir, andá, yo no doy más. Él va a venir y cuando me vea se va a dar cuenta de que no puede seguir viviendo sin mí, y vamos a saludarnos como si nada…”. Una vida más verdadera acaso sea la que está al principio o al final o que para convertirse en tal necesita atravesar un proceso de cocción que de extenso pasa a intenso, tiene que bullir para, después, detenerse a decidir qué cuernos se hace con eso, ahora.

 

FICHA TÉCNICA

 

 

 

 

 

Una vida más verdadera

Inés Garland

Buenos Aires, 2017

111 págs.

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