Nacer en Madrid

El comienzo del Semanario CGT

 

Una tarde Perón le encomendó a un joven linotipista la normalización de la CGT, congelada por una dictadura militar. Antes había recibido a un escritor que, de paso por Madrid, tenía curiosidad por conocerlo. El linotipista y el escritor, ambos muy formales, se cruzaron en la antesala y Perón los presentó. “Todos los peronistas estamos en deuda con el autor de Operación Masacre”, dijo. Raimundo Ongaro asintió mientras Rodolfo Walsh sonreía con timidez, detrás de los lentes de marco grueso, cuyo recuerdo ayuda a entender que han pasado mas de cincuenta años de ese encuentro que les cambió la vida a ellos tres y a muchos millones más.

Cuesta ubicarse en aquel momento, fines de 1967, comienzos de 1968, porque muy pronto todo dejaría de ser como era. Perón, que a poco del golpe de 1966 había elogiado al general Juan Carlos Onganía, seguía los asuntos argentinos con una atención cada día menos correspondida. Le sobraba el tiempo para ordenar papeles y pensar en sus memorias, como recuerda Tomás Eloy Martínez. La dictadura había puesto en práctica un plan de estabilidad que contuvo la inflación. Disolvió el Congreso y la Corte Suprema de Justicia, intervino sindicatos y facultades, suprimió la actividad política, el derecho de huelga y la libertad de expresión. Ongaro acababa de ganar la secretaría general del sindicato gráfico. La policía controlaba el largo de las faldas de las mujeres y del pelo de los hombres en las calles y el estado civil de unos y otros entre las sábanas de los hoteles por horas.

Me tocó ser el cuarto eslabón de esa cadena. Por un lado trabajaba en diarios, revistas, radio y televisión en los que podía expresar muy pocos sentimientos e ideas. Por el otro, militaba en ese magma tibio y agitado que era el peronismo, con gente tan distinta como José Miguel Buzeta, Jorge Paladino, Osvaldo Agosto, Pedro Leopoldo Barraza, el Negro Lamborghini y el Sordo Eichelbaum. En 1964, el dirigente de los taxistas Roberto García llevaba a Madrid las cartas de Andrés Framini, que Buzeta dictaba y Barraza y yo escribíamos, denunciándole a Perón que Augusto Vandor trabajaba secretamente en contra del anunciado retorno. A todas las redacciones en que trabajaba venía a verme un opositor a la conducción amarilla del sindicato de Comercio, hijo de un intelectual anarquista que le había puesto Oriente de segundo nombre para ostentar sus creencias masónicas. Era tan inteligente como tenaz. Traía carpetas de denuncias contra el secretario general Armando March, que coleccionaba cuadros, perros y caballos de carrera y yo le publicaba lo que me permitían en cada medio. Se llamaba Armando Cavalieri, en cuanto su lista recuperó el sindicato se arrojó sobre los negocios con la fruición juvenil que no ha perdido en la madurez. Es el prototipo de la gente que no tenía lugar en la CGT de los Argentinos.

Conocí a Walsh cuando regresó de Cuba donde participó en la creación de la agencia Prensa Latina y, sin más ayuda que un manual de criptografía para aficionados conseguido en una librería de viejo de La Habana, descifró los cables secretos con el plan de la invasión organizada por la CIA desde Guatemala, que entraron por casualidad en una radioteletipo que la agencia noticiosa usaba para monitorear el servicio de la competencia.

Una noche en casa de Leopoldo Torre Nilsson y Beatriz Guido dos escritores muy a la moda elogiaron su cuento “Esa mujer” pero observaron que si no le modificaba algunas partes resultaría incomprensible en francés. Walsh contestó: “No sé si quiero que se traduzca al francés”. Cuando sus interlocutores se distrajeron, me guiñó un ojo y nos escapamos juntos a comer y charlar. Nos veíamos en la librería de Jorge Alvarez en la calle Talcahuano, en el departamento que su compañera de entonces, Pirí Lugones, ocupaba en El Hogar Obrero de Caballito y, cuando no quedaba más remedio, también en la casita que Rodolfo usaba para escribir, en el Tigre, donde hacíamos concursos de pesca. Por si alguien piensa que se trataba de un deporte, los ganaba Laura Yusem, que nunca había empuñado una caña. En 1967, cuando se publicó “Cien años de soledad” organicé en casa de Berta Sofovich, que fue la única suegra de mi vida, una comida que Gabriel García Márquez recuerda como la parranda babilónica de su despedida de Buenos Aires. Como de costumbre, mis intenciones eran más modestas: quería propiciar el reencuentro de Rodolfo con su viejo compañero en Prensa Latina, que de la noche a la mañana se había convertido en una celebridad mundial. Se miraron todo el tiempo y casi no se hablaron. Les bastaba olerse como perros para reconocerse grandes escritores. A ninguno le resultaba fácil. Una cosa es admirar a Faulkner o a Joyce, otra conceder méritos a un contemporáneo. No recuerdo otra cosa de esa noche que según se cuenta fue tan divertida, porque hice poco más que mirarlos, fascinado por semejante encuentro.

Nunca vi a Rodolfo tomar tanto como esa vez. El viento de la política le revolvía los papeles de la literatura y se los llevaba por la ventana. Un camino posible para su vida se había cerrado. La presencia triunfal, el aura y el tumulto que ya rodeaban a García Márquez le ratificaban lo distante que se sentía, no del arte de la palabra pero sí de la carrera literaria. Acababa de contraer a Lilia y a la militancia, a las que se entregó con pasión los últimos diez años de su vida. En un viejo arcón que le regalé después de una mudanza enterró los originales de una novela de inmigrantes de la que nunca escribió más de ochenta o noventa páginas. Volvió a La Habana, donde un fragmento filmado de pocos segundos lo muestra reconcentrado escuchando algún discurso, cerca de Cortázar, Ricardo Piglia, el amigo del Ché, Pepe Aguilar, y un rubio sin barba pero con mucho pelo en la cabeza, que según parece era Eduardo Galeano. Rodolfo advierte algo, gira la cabeza y se termina la película, tan fugaz que hay que pasarla en cámara lenta para apresar algún detalle. En el viaje de regreso pasó por Madrid y Jorge Antonio le consiguió sin demora la entrevista con Perón.

Ya en Buenos Aires Ongaro lo llamó, le explicó su decisión de organizar a las bases obreras para enfrentar a Onganía y a la dirigencia sindical participacionista y lo invitó a colaborar de la redacción del documento con que, en el Día del Trabajo, se anunciaría la reorganización de la CGT. “A los universitarios, intelectuales, artistas, cuya ubicación no es dudosa frente a un gobierno elegido por nadie, que ha intervenido las universidades, quemado libros, aniquilado la cinematografía nacional, censurado el teatro, entorpecido el arte. Les recordamos: el campo del intelectual es por definición la conciencia. Un intelectual que no comprende lo que pasa en su tiempo y en su país es una contradicción andante, y el que comprendiendo no actúa, tendrá un lugar en la antología del llanto, no en la historia viva de su tierra”, escribió allí Rodolfo el manifiesto de su propia entrega y de la de tantos otros que responderían al llamado. El Congreso normalizador de la CGT se realizó a fines de marzo y Ongaro fue electo secretario general. La dictadura lo desconoció porque se había admitido en las deliberaciones a representantes de sindicatos intervenidos y de otros que no estaban al día con la cuota sindical. Ese fue el primer acto de rebeldía de esa central que, en palabras de Walsh “no se proponía simplemente el reemplazo de hombres envejecidos en la táctica y la entrega, sino la transformación radical del sindicalismo en instrumento de liberación nacional, aunque ello exigiera la destrucción formal de los sindicatos que la encaraban”.

Mientras ambos discutían el texto del documento del 1º de mayo, surgió la idea del periódico, que debía articular ese proyecto revolucionario en todo el país. Rodolfo no se desprendía de un volumen de Lenin “Acerca de la prensa”, que leía y anotaba con esa letra de caligrafía exquisita que hoy nos conmueve encontrar en libros y cuadernos, reflejo de su rigor, lucidez y elegancia. “La prensa es el partido” repetía, pero no era tan dogmático como para pensar que algún partido pudiera hacer la prensa, más bien lo imaginaba a la inversa.

A mí me costaba cada vez más el divorcio entre las convicciones y el trabajo y aborrecía tanto los medios comerciales en los que me pagaban un sueldo como los pasquines escandalosos de la militancia peronista de entonces que bien merecida se tenían la clandestinidad, de modo que asentí cuando me preguntó si podía garantizar la aparición semanal del diario. La fórmula era máxima calidad profesional, con nulos recursos. Ni plata ni prestigio, pero sí riesgos. Imposible algo más simple de enunciar. Así me convertí en el primer infiltrado en la orga familiar con que Rodolfo encaró la tarea, a la que enseguida se sumó Pajarito García Lupo y también Andrés Alsina, que noviaba con Vicky Walsh. Entre los colaboradores que recuerdo estaban Milton Roberts, José María Pasquini Durán, Miguel Briante, Quito Burgos, el abogado Mario Landaburu.

Ongaro consiguió que el diario se imprimiera a precio de costo en Cogtal, el taller donde había sido delegado y que, al borde de la quiebra se había convertido en cooperativa. El mejor amigo que Ongaro tenía allí era Roberto Aguirre, que nos esperaba ansioso cada jueves cuando llegábamos a las cuatro de la mañana con la pila de originales de la edición y decía lo que pensaba sobre cada artículo que le tocaba tipear. Un tren le llevó una pierna de pibe y no se le notaba al caminar hasta que pegó el estirón y le quedó chica la artificial que le consiguió la Fundación Evita y que nunca pudo reemplazar. Era un taller a la antigua, con tubos fluorescentes y ni una ventana, con las linotipos contra las paredes, las ramas de armado en el centro, la prensa en un rincón, el fundido y el fresado no me acuerdo dónde y las rotativas en el sótano. Era tal el apuro que el 1º de mayo de 1968 salimos felices de Rivadavia y Maipú con los primeros ejemplares del Número 1 y recién en la calle nos acordamos de pensar cómo se distribuiría la parte del tiraje que no fuera a través de la estructura de los sindicatos y las regionales. García Lupo escribía para “Marcha” de Montevideo y nos dijo cómo encontrar al revendedor que colocaba sus ocho mil ejemplares semanales en Buenos Aires. Sólo sabíamos que le decían El Cigüeño, que paraba en el umbral de la entrada de Pluna en la calle Lavalle y que era una buena persona. Fuimos a paso firme con Rodolfo por Florida, acalorados porque habíamos entrado a la imprenta con el abrigo necesario para la madrugada y ya era el mediodía, hasta que la primera lluvia del otoño nos obligó a cubrirnos la cabeza con los ejemplares del diario que llevábamos para mostrárselos al señor Sáenz. Los recibió sin resistencia y durante el tiempo en que el periódico fue legal pagó puntualmente las liquidaciones de una venta que fue creciendo en los quioscos más allá de nuestras expectativas.

El taller estaba desactualizado técnicamente aun para los clientes con solvencia económica, de modo que el primer problema fue inventar un esquema que sacara el mejor partido de su pobreza. Tenía un solo tipo de letra pasable, un Romano antiquísimo que repetimos en todos los títulos, salvo cuando necesitábamos un cuerpo catástrofe para anunciar los primeros paros fuertes que se le organizaron a la dictadura, y que en esa tipografía no teníamos. Había una buena bastardilla bodoni y la usamos para los destaques que, como teníamos mucho material y poco papel, no eran repeticiones sino partes del texto. Raimundo también nos dio un contacto con un taller de fotograbado de unos compañeros que se habían instalado por cuenta propia con una indemnización. En alguna de las entregas de los grabados nos cruzamos con la policía, que no estaba interesada en nuestras latitas sino en unas planchas para imprimir dólares, que por suerte no encontraron. No podíamos ni pensar en un presupuesto semanal para grabados, de modo que hubo que prever algunos que se repitieran de número en número, dando identidad al semanario: números enormes en cada página, signos de interrogación o exclamación, alguna estrella, barras gruesas que enmarcaban los titulares de cada página. Los grabados con las fotos de los funcionarios de la dictadura y de los burócratas sindicales se repetían de número en número, combinados cada vez de otra manera: Onganía, Lanusse, Alsogaray, Vandor, Borda, Gotelli, Díaz Colodrero. Varias veces convertimos una página o la doble central en afiches convocando a movilizaciones, que invitábamos a usar para la propaganda de la CGTA. Publicamos dibujos como el de Lanusse montado en una vaca o el del ministro de Economía Krieger Vasena disfrazado de Superbank, que nos hacían grandes ilustradores con la curiosa condición de que no figuraran sus firmas. Por supuesto no había diagramas sino un esquema que se repetía obsesivamente, siguiendo la dirección del ojo en la lectura, como si fuéramos suizos: todos los títulos alineados a la izquierda, toda la composición a una columna, en cada página el títular principal a la izquierda. Hace unos años la Federacion Gráfica hizo una edición facsimilar en DVD, que también debería estar online.

En las escuelas de periodismo todavía estudian el Semanario. Pero hay algunas cosas que no se ven en la colección. Rodolfo escribió allí en entregas semanales su investigación sobre la pelea entre burócratas sindicales y peronistas de base en la pizzería La Real de Avellaneda, con el título “¿Quién mató a Rosendo?”. Cada capítulo incluía fragmentos biográficos de los militantes agredidos, apuntes históricos sobre la clase obrera, y detalles de la reconstrucción del tiroteo, con los que fue estrechando el margen hasta hacer foco directamente en Augusto Vandor, que estaba en el apogeo de su poder. Walsh lo invitó a presentarse y confesar. Una vez que los cilindros estaban cargados, la rotativa se ponía en marcha lentamente. Los obreros tomaban los primeros ejemplares, los abrían sobre un mostrador de madera lustrosa por el uso y pasaban las páginas a toda velocidad para verificar si el entintado era correcto, si tenían que aumentar o disminuir la tensión del papel o ajustar algún cilindro. Pero siempre había alguno que se detenía en la contratapa, donde salía la serie de Rodolfo, y en vez de controlar leía, abstraído de todo y de todos. Con una pizca de celos, dos de ternura y tres de admiración, García Lupo me codeó y con el nivel de voz exacto para que lo oyera Walsh, pero no el lector, expelió: “Ja, el folletín de la clase obrera”. También el insuperable Pajarito escribía su propio folletín por entregas o, como se decía entonces, sobre la entrega de la economía argentina a los monopolios. “Mercenarios y monopolios” se llama el libro en que compiló la serie.

A mí me tocaba redactar, a menudo en el mismo taller para cubrir los últimos acontecimientos, la crónica de coyuntura bajo el título “La semana política”. Ni quiero volver a leerla, porque sé que la encontraría trivial. Sólo un recuerdo tolerable tengo de aquellas columnas. Casi todas las dictaduras que desplazaron a gobiernos civiles, se repartieron el trabajo entre sus alas nacionalista y liberal. Desde allí los exhortamos a trocar de roles: que por una vez los liberales se hicieran cargo del ministerio del Interior y la Policía, y los nacionalistas del ministerio de Economía. Pero no se dieron por enterados. Andrés Alsina seguía “La semana gremial”, Miguel Briante escribió una nota perfecta sobre el sistema de explotación del trabajo en el puerto y Pasquini denunció los métodos de cooptación ideológica del sindicalismo por los organismos de Inteligencia norteamericanos. Pocas páginas conservan tanta actualidad como otra serie de notas en la que Walsh caracterizó a la Policía de Buenos Aires como “un hampa de uniforme que actúa en nombre de la ley”, y definió una regla áurea: “La secta del gatillo alegre es también la logia de los dedos en la lata”. En el resto del periódico se publicaban los informes preparados por los corresponsales populares de todo el país, que la redacción profesional reescribía, tratando de no quitarles en el proceso de edición la autenticidad del testimonio militante. Llegaban en forma espontánea o eran canalizados a través de las regionales de la CGT. Algunas, como la de Córdoba, eran más poderosas y orgánicas que la propia central. Muy pronto, por el peso específico de sus conductas ejemplares, Ongaro y Agustín Tosco constituirían la columna central que sostenía al resto. Entre quienes se acercaron a la sala de armado con una noticia urgente que no podía esperar una semana, apareció un día de cierre el papá de Malena Dalesio, José Luis, el Bebe Dalesio, que era mi primo político y sería desaparecido por la próxima dictadura. Entonces tenía poco más de veinte años y su militancia no era conocida en la familia.
Ese taller fue también el lugar de bautismo de Walsh como Capitán Delirio, por la seriedad irlandesa con que emprendía disparates temerarios y por el capote verde de general soviético que le llegaba casi a los tobillos y cuya principal virtud eran los pliegues en los que era fácil disimular un arma de puño. Por eso se sorprendió al abrazarlo y chocar con la culata Leonidas Barletta, que seguía haciendo allí su diario progresista “Propósitos”, en el que Walsh había publicado algunos de los primeros artículos de su “Operación Masacre”, dos golpes militares antes.

Cogtal era un Arca de Noé política, poblada por un par de animales de cada especie que convivían lo mejor posible, cuando aún no prevalecía la locura. Entre otros, ajenos a la CGTA, imprimían sus diaritos Marcelo Sánchez Sorondo, de impecable traje gris, que siempre parecía estar llegando a un cocktail de embajada o una reunión de academia, y Patricio Kelly, que evacuaba las fobias del ministerio del Interior. Alguna vez esa picaresca de canalladas también salpicó a Sánchez Sorondo, por lo cual todos esperábamos con curiosidad el posible encuentro en el taller. Se cruzaron una mañana. Marcelo llegaba con un petitero y el rufián jovial salía con la satisfacción del encargo cumplido. Sánchez Sorondo se había roto un pie, estaba enyesado y se ayudaba con un bastón. Cuando le advirtieron con quién estaba por toparse comenzó a apostrofarlo, con voz estridente pero muy correcto en la elección de las palabras y tratándolo de usted. “Calmate viejito”, resopló Kelly, en forma apenas audible. Enardecido por el tuteo Marcelo enarboló el bastón y se lo descargó encima. Kelly paró el golpe con el antebrazo izquierdo y llevó la mano derecha a la cintura, de donde comenzó a extraer un 38 tan largo que no terminaba de salir nunca. Sin más palabras disparó al cielorraso y siguió su camino mientras una nube de yeso descendía sobre Sánchez Sorondo.

La prensa no era el partido, por supuesto. Pero el diario sirvió para propagar por una pradera que estaba reseca, por decirlo con una metáfora de aquella época remota, la chispa de la insurrección que Ongaro sintetizó en una consigna bellísima que repetíamos a rabiar: “Unirse desde abajo, organizarse combatiendo”. Cada una de esas palabras significaba algo preciso, alejado de la retórica. En la CGT de los Argentinos confluyeron experiencias históricas, clases sociales, ideologías y tradiciones culturales distintas, por primera vez desde el golpe de 1955. Fue el primer lugar en el que pudieron coexistir sin subordinaciones jerárquicas católicos y marxistas, obreros y estudiantes, peronistas y radicales. Discutían hasta caerse de cansancio, porque además cada uno militaba en un sindicato, un partido o un grupúsculo, una proto--orga, un barrio o una agrupación, pero se respetaban porque tenían una tarea compartida. Ese pluralismo no sectario fue el secreto de la huella persistente que aquella gesta dejó en la sociedad argentina, hasta hoy, en que casi todo ha cambiado. En los dos años que siguieron al encuentro del escritor y el linotipista la sublevación se extendió a todo el país. Pero la CGTA no era un partido ni surgió de ella una conducción que pudiera conducir esas rebeldías a una victoria transformadora. Todas las miradas se dirigieron entonces a Madrid, incluyendo las de la dictadura que no sabía como replegarse salvando al menos la ropa. Comenzó entonces una nueva historia, que no se contará aquí.

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