Déficit, deuda y default

La convergencia oficialista, coartada para el desarrollo desigual del mundo

 

En un desayuno de trabajo con empresarios españoles que acompañaron a Mariano Rajoy en su reciente visita a la Argentina, el ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne (foto), manifestó que “creciendo al 3 por ciento o 4 por ciento por año, de manera sostenida y estable, evitando crisis, la Argentina va en camino a convertirse en un país desarrollado en 10 o 15 años”. Hay dos asuntos con esos 3 o 4 por cientos. Uno, inmediato, es si los datos avalan lo aseverado por Dujovne. Avancemos por ahí. Con los dólares técnicos de la Total Economy Database (TED), que en su homogeneidad posibilitan la comparación internacional, se puede examinar el derrotero en los próximos tres lustros del producto bruto per capita (PIBpc), en tanto indicador inmediato de bienestar. Si el PIB total crece al 4 por ciento anual, como la población crece al uno, el PIBpc, redondeado, crece al 3 por ciento anual. El valor de los PIBpc 2018 está proyectado por la propia TED. Comparando la diferencia del PIBpc argentino 2018 con el alemán, el japonés y el norteamericano, da que el promedio de esos tres resulta 2,5 veces de mayor magnitud que el nuestro. Para proyectar el crecimiento medio anual del PIBpc de los tres desarrollados hasta el 2033, usemos el 1 por ciento anual, promedio del crecimiento del PIBpc correspondiente al lapso 2008-2018; particularmente malo por la crisis. El de la Argentina fue del 0,8 por ciento, en igual período. Y para aplicar el escenario más favorable a la proyección del ministro, consideremos el muy optimista 3 por ciento anual. Hechas las proyecciones hasta el año 2033, el PIBpc promedio de los tres países entonces será 1,8 veces de mayor magnitud que el nuestro. En 1970 el promedio de los tres daba un PIBpc 1,5 veces mayor que el nuestro, y a nadie se le hubiera ocurrido declarar como país desarrollado a la Argentina.

 

Convergente

Los datos desmienten la proyección del Ministro, aún con los que le son más favorables. Fantasía aparte, la proyección hace aflorar la segunda y más importante cuestión. El funcionamiento del mundo, ¿impide, facilita o es neutral para el desarrollo argentino? El gobierno cree que lo facilita. Esa convicción proviene de la llamada hipótesis de la convergencia, a la que está anclado el gobierno. Al igual que en los ’90, esta rationale es la que enhebra el accionar del gobierno en materia de crecimiento. Conforme la hipótesis de la convergencia, la velocidad del crecimiento de cualquier economía se encuentra en proporción inversa a la distancia que le falta recorrer hacia la situación donde el producto crece a la misma tasa que la población. Ni más ni menos. A este punto de llegada se lo denomina: estado estacionario. En el inicio, las tasas de crecimiento de las economías más pobres son mayores a las de las prósperas. Como hay muy poco, toda inversión que arriba, toda tecnología que se incorpora, poca amortización (todo es nuevo), impacta en las tasas de crecimiento más que en las economías maduras.

En principio se podría suponer que en un período a determinar, según esta óptica, las economías atrasadas terminaran indefectiblemente alcanzando a las que en el punto de partida eran adelantadas. Se trataría de una convergencia absoluta. No es así. En rigor de verdad, a lo que se refieren es a la convergencia condicional. ¿Condicional a qué? A que cada país tiene el estado estacionario que se merece. Si es un pobre estado estacionario y quiere uno similar al de los países ricos deben tender a comportarse como país rico. El llamado Consenso de Washington, y su actual legado, están impregnados de convergencia. Del absurdo de estar desarrollado antes de ser desarrollado. Por caso, es imposible tomarse en serio de que el crecimiento florecería automáticamente en el Congo, y la espantosa guerra civil cesará, si se ponen en práctica derechos de propiedad al estilo anglosajón. O que cayeron tan bajo porque se desentendieron del common law. Cuando los heraldos del gobierno hablan de tener buenas instituciones, ese es el significado que tiene el sambenito. Las instituciones sobre las que hacen hincapié —y enfatizan— se concentran únicamente en el lado de la oferta (fundamentalmente los derechos de propiedad). Según entienden, eso es lo que genera el incentivo clave para las inversiones. La importancia de la demanda es siempre minimizada, cuando no, lisa y llanamente desdeñada. La convergencia también hace del acto de inversión un fetiche. Puesto que el capitalismo funciona normalmente anticipando las ventas, o sea mediante el crédito, y como los que tienen esa capacidad son los empresarios, el gasto toma la forma de inversión. Con buen sentido los clásicos llamaban a la inversión: consumo productivo. Las oportunidades de inversión son una función creciente de las dimensiones del mercado, a su vez proporcionales al nivel de los salarios. Por lo tanto, a los países de bajos salarios el resultado del movimiento de capitales les es desfavorable. La realidad se impone. Natural. La brecha entre países pobres y ricos en vez de achicarse, tal como predice la hipótesis de la convergencia, en el mejor de los casos se mantuvo sin cambios. Los países que hoy son pobres continuaran así. Los países que hoy son ricos continuaran así.

Desigual

Entonces, ¿el mundo no convergerá? Así parece. Lo que pasó, ¿seguirá pasando? ¿Por qué no? Es que los movimientos de capitales son una función decreciente de la diferencia de ingresos. A menos producto per capita menos capital invertido. Esta diferencia de niveles entre el mundo desarrollado y la periferia fue establecida a fines del siglo XIX. En este estado de cosas, ni siquiera hace falta el ejercicio de la violencia imperialista para bloquear el desarrollo. Una vez puesta en funcionamiento la diferencia de niveles, continúa reproduciéndose a través de las impersonales fuerzas del mercado. Para conservar las cosas como están, la superestructura hace el resto.

El capital no es atraído por un nivel bajo, similar al líquido en los vasos comunicantes. Opera un efecto sifón que succiona al capital hacia los mercados dinámicos y de altos niveles de consumo. El capital va a la periferia cuando tiene que explotar yacimientos y/o necesita otras materias primas. Esta realidad le marca límites muy precisos a la estrategia de sustitución de importaciones. Por su propia prosperidad, los países desarrollados no tienen ningún problema en engullirse todo el capital que crean y el extra que importan. Por su propia pobreza, los países de la periferia no ofrecen proyectos rentables a este mismo capital, salvo situaciones muy puntuales. Encima, el poco excedente nacional del que disponen al no enfrentar perspectivas de inversión atractivas, termina offshore. Más pobres se vuelven todavía.

Este es un mundo de desarrollo desigual. El desarrollo de unos pocos supone el mantenimiento en el subdesarrollo del abrumador resto. La convergencia absoluta, relativa o condicional, o como quiera llamársela, resulta así coartada. Aliviar discursivamente una dolorosa realidad material les sirve a este y otros gobiernos para decir como ahora y hacer como siempre. El proceso de endeudamiento externo es ilustrativo de tal proceder. Durante el transcurso de las últimas seis décadas, considerando únicamente los 75 países en desarrollo con más participaciones en las exportaciones mundiales, casi sin excepción para el conjunto y el período, estos registraron déficit comercial. El superávit a cargo de los desarrollados. En este cuadro de situación, el desarrollo desigual inscripto en el orden económico internacional reinante se expresa repitiendo la secuencia: déficit, deuda y default. Una maldición en 3D. En el principio, el proteccionismo en los países desarrollados hace que los países periféricos se endeuden a consecuencia de financiar la demanda de importaciones básicas para su crecimiento económico. A continuación, la deuda se acumula por efecto del refinanciamiento y queda cada vez menos margen para importar lo básico. Aumenta el desempleo, los salarios se estancan y retroceden y el crecimiento del producto se esfuma. La tercera etapa arriba por la presión sofocante de la carga de los servicios de la deuda externa y la no menos acuciante necesidad política de retomar el crecimiento. Entonces defaultean de muchas maneras, que incluye o no la cesación de pagos declarada. Los países desarrollados acreedores, ante la disyuntiva de conservar un estropeado deudor de ayer o ganar un comprador para mañana, convalidan. Y todo vuelve a empezar para que el subdesarrollo continúe. Eso sí, con más fondos depositados offshore.

Algunos países periféricos, más bien pequeños, han zafado del destino periférico por cuestiones geopolíticas. No es el caso de la Argentina. ¿Puede entonces la Argentina desarrollarse o la realidad signada por el desarrollo desigual le bloquea la salida como al resto de la periferia? Hay dos razones para fundamentar que la Argentina es uno de los pocos países de la periferia que está en condiciones de ascender. Si se examina con cuidado el origen del déficit comercial de los 75 países señalados más arriba y se le suma el resto de los periféricos, estos se producen porque con el crecimiento aumentan la demanda de alimentos y energía. En uno, somos histórica y largamente superavitarios. En el otro, no hay mayores inconvenientes para lograrlo. Aunque el desfiladero sea muy estrecho y transitarlo muy difícil, el desarrollo es materialmente posible para la Argentina. Hasta ahora, la herida que nos hicimos por mano propia es grande.

La segunda razón es la más decisiva. Las consecuencias culturales del 17 de octubre de 1945 y las del frente del 23 de febrero de 1958, (las de este último con tantos prejuicios abordados, peor historiados), se hacen sentir hoy con la fuerza política potencial de principal contradictor de la convergencia. La Argentina desigual por un tiempo es factible pero no es viable. A tal punto le teme tanto el gobierno a la base cultural del electorado argentino, que se ve obligado a ahondar la guerra psicológica en que está empeñado, porque además de no acertar con el rumbo, desalentando a la propia tropa, entiende, con razón, que si pregona y no oculta lo que realmente promete, la convergencia que persigue, el poder se le escurra como agua entre las manos. Las tensiones provenientes de la pulsión cultural, entre las posibilidades de seguir en potencia o pasar a acto, configuran el verdadero núcleo dinámico de la disputa política argentina.

 

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