La sanación lleva más de un siglo

Se cumple un nuevo aniversario del inicio del genocidio armenio

 

La noche del 23 al 24 de abril de 1915 en Constantinopla, hoy Estambul, el gobierno de los llamados Jóvenes Turcos secuestró a  alrededor de 250 intelectuales armenios para asesinarlos, dar pie formalmente a una matanza que ya se había cobrado alrededor de 200.000 víctimas y que acumularía alrededor de 1 millón y medio más. Recordarlo desde una tierra lejana como la Argentina, en un tiempo lejano como el siglo XXI, tiene total sentido, porque los genocidios no prescriben y, sea cual sea el grupo social directamente afectado, son una afrenta contra la humanidad.

Lo llamativo (o no) de este genocidio con semejante cantidad de víctimas es su escasa difusión. Probablemente nadie ignora en nuestro país la Shoah u Holocausto. Sin embargo, la violencia brutal y sistemática que sufrieron los armenios no cuenta con miles de libros, ni cientos de películas. ¿Por qué la maquinaria de la publicidad no lo ha hecho suyo? Probablemente porque no le es funcional a las grandes potencias creadoras de contenidos y de sentido. Porque fue un genocidio perpetrado por el Imperio Otomano, Turquía, un país amparado por el poder, por la OTAN, por la prensa. Basta decir que recién hace un año, el 24 de abril de 2021, por primera vez en la historia un Presidente estadounidense usó la palabra “genocidio” para referirse a estos hechos.

Quizá si mañana en Armenia se encontrara sorprendentemente un pozo de petróleo o una mina de litio y Estados Unidos lo quisiera como socio comercial, pronto los tanques hollywoodenses estarían narrando el horror. Por el momento es una historia fundamental que se cuenta poco a poco, sin presupuesto, y con el agradecimiento de los descendientes que, decididos a no olvidar, siguen dando testimonio.

 

 

Allá lejos y hace tiempo

Cuando se empieza a hablar de personas lejanas a nuestra cotidianeidad como el sultán Abdul Hamid II, que ya había comenzado con las matanzas en 1894, o de regiones distantes como el Cáucaso o Anatolia, es difícil poder imaginar lo acontecido. Pero se puede simplificar sin perder rigurosidad porque todos los genocidios tienen algo en común, por eso responden a esta figura. Genos, en griego, viene de raza, pueblo o tribu. Cide, de matar o asesinar. ¿Qué esgrimían los turcos para explicar su determinación de exterminar al pueblo armenio? La pureza de la raza, como haría Hitler. ¿Qué había en el fondo de la cuestión? Un Imperio que se caía a pedazos. Si una fiera está peleando por no morir, sus últimos zarpazos, los más agónicos, serán también los más terribles. Toda cosa que está en el final de sí misma hiere con la voracidad de la vida que se niega a perder. Basta pensar en el dictador Galtieri o en Margaret Thatcher haciendo cualquier cosa con tal de sostenerse en el poder. El Imperio Otomano constituyó al pueblo armenio como lo otro, el enemigo, en un período de decadencia que se complejizó aún más tras una serie de derrotas en el frente ruso, durante la Primera Guerra Mundial.

Hay consenso en ubicar el genocidio contra los armenios entre 1915 y 1923, aunque nunca la opresión de un pueblo empieza de un momento a otro. En el marco del Imperio Otomano, los armenios de fe cristiana ortodoxa llevaban siglos con restricciones. Una de ellas, seguramente la menos terrible pero de las más fuertes a nivel simbólico, les prohibía hacer sonar las campanas de sus iglesias, no fuera a ser que interfirieran con el llamado a orar en las mezquitas. Cuánto espanto se habría ahorrado la humanidad si lo diferente no fuera asociado a un enemigo.

Luego de la noche del 23 al 24 de abril, otro hito sucedió a fines de mayo: la Ley de traslado y re-asentamiento, conocida como Ley de Deportaciones, habilitaba al Estado a desterrar a cualquier persona que representara una amenaza para la seguridad nacional. Así comenzó un lento y tortuoso éxodo de armenios que fueron obligados a caminar durante cientos de kilómetros hacia el desierto del norte de Siria. Mientras, los turcos decomisaron y expropiaron sus títulos de propiedad, tomando posesión de sus distritos, porque al margen de los motivos religiosos, políticos, ideológicos que se expongan siempre el móvil es también económico.

Estas forzadas caminatas hacia el desierto fueron llamadas las Marchas de la Muerte. Los cadáveres iban quedando a los márgenes del Eufrates, las mujeres eran violadas sistemáticamente, los moribundos sufrían el asalto de grupos kurdos. Duele de tan solo escribir. Hubo ahorcamientos, quemas, envenenamientos, y campos de concentración instalados en la actual frontera de Turquía con Siria e Irak. Mientras el genocidio se comía a los vivos, el Imperio Otomano se iba disolviendo. Al final de tanta muerte pareciera que no podía quedar nada.

 

La diáspora

Hoy en día viven más armenios fuera que dentro de su país. Las y los sobrevivientes encararon una enorme tarea: duelar lo intangible, llorar los muertos que no estaban, contar lo que nadie escuchaba. Rita Kuyumciyan, autora de El primer genocidio del siglo XX, regreso a la memoria armenia (Planeta, 2009) señaló hace algunos años en Diario Armenia: “Hay una perturbación en la elaboración del duelo, no hay presencia del cuerpo, esas personas no existieron y eso es difícil de elaborar. Repasé cómo los sobrevivientes y los descendientes tuvieron indicadores similares y en todo se veía esta alteración del duelo. El apoyo ahora es casi mundial con tantos Estados reconociendo el genocidio. Para los armenios, cada gesto de reconocimiento es una forma de sanación. Fue una herida sangrante, esos muertos eran muertos errantes que necesitaban una sepultura”.

Descendiente de armenios, Kuyumciyan reside en Buenos Aires, es psicóloga y ha trabajado la cuestión del genocidio armenio desde múltiples aristas. En cuanto a la elaboración del duelo, sostiene que quienes vivieron la diáspora pudieron transitar sus procesos individuales y colectivos con una mayor libertad.

La Argentina es uno de los países con mayor cantidad de población armenia en el mundo, y conforma el grupo de naciones que se han pronunciado respecto a lo ocurrido entre 1915 y 1923 como un genocidio. De hecho, el doctor Carlos Rozanski en el juicio a Miguel Etchecolatz en 2006 invocó el antecedente del genocidio armenio para demostrar que en la Argentina también hubo un genocidio.

Como en todo proceso de esta índole, hay en Turquía y en el mundo un sector negacionista, que como la palabra lo indica, niega que lo sucedido ocurrió. Los negacionismos muchas veces disputan, entre otras cosas, el número de víctimas. Cabe destacar en este sentido que los nacionalistas turcos más recalcitrantes reducen el número de armenios muertos a 300.000. Es decir la más baja de las estimaciones, por supuesto extremadamente alejada de la realidad, es 10 veces la cantidad de personas desaparecidas en la última dictadura cívico-militar argentina, dato que ayuda a dimensionar la magnitud de la que estamos hablando.

 

 

El caso Karhanyan

Lo siguiente no está vinculado al genocidio, pero es imposible cerrar esta nota sin mencionarlo: el policía de la ciudad de Buenos Aires, Arshak Karhanyan, nacido en Armenia y llegado a la Argentina cuando era un niño, está desaparecido hace 3 años, en una causa absolutamente plagada de irregularidades. Recientemente se confirmó que el gobierno porteño tenía en sus archivos los datos biométricos del policía desaparecido, fueron hallados en el sistema de reconocimiento facial allanado por la policía. Por supuesto la comunidad armenia se ha sentido particularmente atravesada por este caso en donde también reina el silencio. Celulares vaciados, 70 GB de filmaciones eliminadas, pericias mal hechas, y una policía que no busca a uno de sus propios miembros, caracterizan este caso que demanda justicia.

 

 

 

 

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