La bandera en alto

A 20 años de la Masacre de Avellaneda, crónica del último día de Darío Santillán, por uno de sus compañeros

 

Darío Santillán llegó a las 8 de la mañana, puntual. Martina calentaba el agua para el mate cocido. Yo había llegado unos minutos más temprano.

Nos saludamos con camaradería, aunque sin efusividad. El centro comunitario del barrio La Fe, en Lanús, era una heladera. Costaba sacar las manos de los bolsillos. Nos quedó pendiente el abrazo. Después de todo, nos habíamos visto la tarde anterior, y la anterior. Y casi todos los días del último mes.

–¿Qué se sabe? –preguntó Darío.

–Lo que hablamos anoche, no mucho más –respondí.

Habíamos estado en contacto hasta entrada la madrugada. Un periodista amigo nos había alertado: el gobierno nacional decía que esperaba una protesta violenta, fuera de control. Era fácil decodificar el mensaje: estaban preparando el terreno para justificar la represión.

De a poco fueron llegando otras personas que participaban del Movimiento de Trabajadores Desocupados, el MTD. Carlos se sumó a Darío en los ajustes de la organización. Jorge saludó con un “buenas” e hizo una pregunta que me desconcertó: quería saber cómo iba el partido que esa mañana Brasil jugaba contra Turquía por el pase a la final del mundial Corea-Japón. Averigüé y le dije que los turcos habían empezado ganando pero el árbitro les expulsó a dos y faltando pocos minutos pitó un penal a favor de Brasil. Jorge pensaba que, cuando no jugaba la selección, había que hinchar por los equipos más pobres. “Qué injusticia”, me respondió.

Darío no prestó atención a esa conversación. Siguió concentrado en la organización de la columna piquetera. A nuestro movimiento, que integraba la Coordinadora de Trabajadores Desocupados “Aníbal Verón”, le tocaba ser parte del corte del Puente Pueyrredón.

Compartimos el mate cocido humeante. Martina le había puesto mucha azúcar para que no se le notara el gusto desagradable a yerba cruda; la yerba mate, como todo lo que enviaba el gobierno provincial a los centros comunitarios, era de pésima calidad. Mucho más ricos estaban los pancitos recién horneados. Ese sería nuestro único alimento hasta bien entrada la tarde. Aunque llevamos a la protesta los cacharros y los ingredientes para el guiso, ese mediodía no se pudo hacer la olla popular.

 

* * *

 

A esa misma hora, en el bar más cercano al Puente Pueyrredón, otro grupo de personas también se alistaba para lo que iría a suceder.

El comisario inspector Alfredo Fanchiotti eligió la mesa redonda más alejada de los ventanales. Se sentó mirando a la puerta de entrada. En seguida vio llegar al comisario Néstor Benedettis, jefe de la Comisaría 1ª de Avellaneda. Entre los dos uniformados se ubicó un hombre joven que vestía zapatillas, jean azul y buzo a rayas, estilo rugby: el oficial de la policía bonaerense Mario de la Fuente. Se sumó a la mesa alguien más, un agente de los servicios de inteligencia.

Pidieron cuatro cafés con leche y abundantes medialunas.

Supimos de esa reunión durante el juicio que se realizó a los policías cuatro años después. Así lo contó el cabo Alejandro Acosta, chofer del comisario Fanchiotti.

El agente describió lo que hizo su jefe al salir del bar: “Fanchiotti vino al móvil y agarramos las escopetas y los chalecos antibalas”. Lo que no dijo Acosta es que, además de tomar las escopetas y chalecos, cambiaron los cartuchos disuasivos de color verde, que contienen postas de goma, por otros rojos, con munición de plomo, para que la represión fuera letal.

Sobre el misterioso cuarto hombre no se supo, aunque durante el juicio quisimos averiguar. Los servicios de inteligencia tienen la potestad de no revelar la identidad de sus agentes. Pero en el expediente judicial se develó que la Secretaría de Inteligencia del Estado (SIDE) había elaborado informes que mencionaban la tenencia de armas de fuego por parte de grupos piqueteros. Aunque la información era falsa, eso le sirvió al gobierno para crear el clima enrarecido sobre el cual montarían los asesinatos.

Pero eso sucedería después. Hasta entonces, la mañana en ese bar transcurría en calma. Apenas se escuchaba el murmullo de un relator de fútbol desde un lejano televisor.

 

* * *

 

La “jornada nacional de lucha” había logrado amplia difusión. En Buenos Aires las organizaciones piqueteras habíamos planificado bloqueos masivos en los puentes Pueyrredón y Alsina, de Avellaneda; en el puente La Noria, de Lomas de Zamora; en el acceso a la Capital por Liniers, en el oeste; y en General Paz y Panamericana, al norte. También habría movilizaciones en Córdoba, Corrientes, Chaco, Tucumán, Mendoza, Neuquén y Santa Fe.

Iba a ser el día de mayores protestas coordinadas desde la rebelión popular que seis meses atrás había forzado a Fernando De la Rúa a abandonar la presidencia del país.

“El tema de los piquetes y del posible corte simultáneo de los accesos a la ciudad es una de las mayores preocupaciones del Gobierno”, tituló el diario Clarín. “Si se cortan todos los accesos al mismo tiempo será tomado como una acción bélica”, declaró el Jefe de Gabinete del gobierno nacional, Alfredo Atanasof.

Sin embargo, los reclamos eran urgentes y llevaban tiempo sin ser atendidos. No había margen para desactivar ni moderar las protestas. Exigíamos asistencia alimentaria inmediata y programas de empleo. En los barrios había hambre. Además, veníamos del “que se vayan todos” y “que el estado de sitio se lo metan en el culo”. No nos iban a amilanar así nomás.

Las amenazas del gobierno eran claras, pero la masividad y la cobertura mediática podían jugar a nuestro favor. Aún nos quedaba la esperanza de que no hubiera represión. En el peor de los casos, pensábamos, nos tocaría esquivar gases lacrimógenos, balas de goma, algún bastonazo o algún mal rato en un calabozo. Eran tiempos violentos, ya habíamos aprendido a lidiar con eso.

 

* * *

 

A las 12.01 del mediodía de aquel miércoles de junio el comisario Fanchiotti dio la orden, y uno de los agentes a su cargo descerrajó el primer escopetazo sobre la primera línea de la movilización. Mi rol era de vocero de la Coordinadora de Desocupados. Estaba a dos metros de ese disparo, pero Darío, Carlos y los demás estaban a nada, cara a cara con el cordón policial.

La primera sangre que vi correr fue la de Aurora Cividino, una asambleísta de San Telmo herida en la pantorrilla izquierda. Una vez iniciado el caos, yo me había sumado al grupo de seguridad para replegarnos organizados. Le pedí a Eduardo, compañero del MTD de Lanús, el pañuelo con que se cubría el rostro para limpiar la pierna de la mujer. Lo que me dio era el trozo de una bandera. Se le veía la costura que unía el pliego celeste con la parte blanca.

Hasta ese entonces me mantenía tranquilo. Pensaba que la herida de Aurora había sido provocada por postas de goma. En otras protestas había visto heridas sangrantes producidas por disparos de ese tipo hechos a corta distancia, que lastiman, pero no son letales. Solo muchas horas después supe de mi error de apreciación. Ese día aprendí cómo es la perforación que deja una bala de plomo en el cuerpo humano.

La jauría policial logró consolidar su posición a fuerza de gases lacrimógenos y disparos. Eso hizo cambiar nuestra estrategia. Ya no buscábamos cortar el Puente Pueyrredón, sino resistir y replegar. En nuestra columna había cerca de 2.000 personas. Nuestra responsabilidad era que pudieran ir saliendo de ese caos con la mayor seguridad posible. Ese objetivo defensivo coincidía con otro, más político: el gobierno debía pagar el costo de esa represión. Teníamos que aguantar todo lo que pudiéramos para que la sociedad viera cómo respondían al hambre del pueblo. Para eso eran las piedras y las barricadas. Como habían sido tan claras las señales de represión, algunos grupos piqueteros también habían preparado botellas molotov.

Nos tocó replegar por Hipólito Yrigoyen, paralelo al ramal del tren. La estación de servicio Shell que está sobre esa avenida había quedado abandonada, como casi todo lo demás. Los empleados habían huido. Cuando pasamos por allí vi a un muchacho encapuchado que se acercó a los surtidores. Tomó una manguera, y gritó:

–¡Reguemos todo de nafta, así la yuta no puede avanzar!

–¿Cómo que reguemos todo de nafta, sos boludo vos? –le respondí. No se echaba atrás, así que imposté autoridad–. Dame eso. ¿No ves que ahí nomás, bajando la calle, estamos encendiendo barricadas? ¡Vuela todo si prendés nafta acá!

Tiré fuerte para sacarle la manguera de las manos. Molesto, pero asumiendo la derrota, el muchacho se alejó.

Pregunté a los compañeros de los distintos grupos de seguridad si conocían a ese pibe. Pensé que podía tratarse de un infiltrado. Hasta que alguien me dijo: “Es fulano, de tal barrio”. Me dio tranquilidad confirmar que no se trataba de una persona ajena a la movilización.

Poco después alguien propuso reforzar las barricadas cruzando un colectivo sobre la avenida, para que los vehículos policiales no pudieran avanzar.

–Tenés que bajar, vamos a cruzar el bondi acá– le dijo un piquetero al chofer. Otro compañero subió a explicar la situación. Los pasajeros salieron asustados, pero sin escándalo. Fue todo bastante amable.

Dando por cumplida la tarea, retomamos el repliegue. A poco de retroceder, alguien arrojó una molotov que incendió el colectivo. Ahora, con el bus en llamas, la policía debía acudir a los bomberos y demorarse para sortear el obstáculo. Necesitábamos ganar tiempo para garantizar la retirada. A diferencia de la situación con el surtidor de nafta, este fuego sí me pareció que estaba en su lugar.

 

* * *

 

Mi último diálogo con Darío lo tuve después de que pasamos de largo frente a la estación de trenes de Avellaneda.

–Estos hijos de puta van a entrar a reprimir a la estación– me dijo.

No sé bien qué le respondí. Tal vez que sí, que nos iban a correr hasta donde fuera. O algo por el estilo. Desde entonces hago el esfuerzo por recordar mis palabras con más precisión, pero no lo logro. No quiero inventar una literalidad que no sea fiel a lo que realmente fueron las últimas palabras que crucé con él.

Darío sabía algo que yo no: que allí, en la estación, estaban compañeros y compañeras del barrio, y que correrían riesgo apenas entrara la policía. Sabía, o intuía, que allí estaba Leo, su hermano, y Claudia, su pareja. De todo eso me enteré después.

La última imagen de Darío que retengo es él dando vueltas después de ese diálogo fallido. Yendo y viniendo sobre sus pasos. Dudando. Decidiendo qué hacer.

Finalmente decidió volver a la estación. No convocó a otros compañeros de seguridad para que volvieran con él. Simplemente se desprendió del grupo y fue. Tal vez porque no estaba seguro, o porque resolvió que no había más tiempo.

Lo que sucedió allí es conocido. Darío llegó y se encontró con compañeros y compañeras del barrio, entre ellos su hermano Leo y su compañera Claudia. Les gritó que se fueran. Eso hicieron. Pero también vio a Maximiliano Kosteki tirado en el piso. Darío tomó su mano, buscó su pulso. Sonaron nuevos disparos. Él se quedó allí, firme, sin abandonar al pibe malherido. Fanchiotti le apuntó con su escopeta. El cabo Acosta lo imitó. Le gritaron que se fuera, ahora a él. Sin soltar la mano de Maximiliano, Darío extendió su otra mano y también gritó: "¡Paren!" El comisario volvió a increparlo. Le apuntó a la cara. Ya no quedaba nadie más. Cuando no había más por hacer, Darío resolvió salir del lugar. Lo fusilaron por la espalda apenas giró para ir hacia los andenes del tren.

 

* * *

 

En 2006 fueron llevados a juicio los policías que apretaron el gatillo. Alfredo Fanchiotti y Alejandro Acosta fueron condenados a cadena perpetua. Otros policías tuvieron penas según lo que se les pudo demostrar.

Pero quienes diseñaron la represión para que hubiera muertes, quienes buscaron domesticar al movimiento popular a través de un “hecho aleccionador” que dejó como saldo más de 30 heridos con postas de plomo y se cobró dos jóvenes vidas piqueteras, no fueron juzgados.

Esa historia aún está abierta. El reclamo por el juicio y castigo a los responsables políticos, a 20 años, es una bandera que el movimiento popular mantiene siempre en alto.

 

 

 

* El autor integró el Movimiento de Trabajadores Desocupados, fue coautor del libro “Darío y Maxi, dignidad piquetera” y participó en la investigación junto a los abogados para el juicio de Lomas de Zamora.

 

 

 

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