Medio siglo ya

De Rawson a Trelew: crónica de la fuga y de los fusilamientos en la base Almirante Zar

 

Con gritos y golpes en las puertas se despertó a los prisioneros en medio de la noche. Todavía entre sueños, una de las mujeres preguntó qué hora era. Alguien le contestó que eran las tres y media. Se les ordenó salir al pasillo y formar fila. Eso era novedoso: en días anteriores los verdugueos se habían hecho dentro de las celdas: despertarlos cuando empezaban a dormirse, obligarlos a ponerse en puntas de pie y con las manos contra la pared, o hacer cuerpo a tierra, o pararse y sentarse mientras llovían las amenazas, los insultos y las provocaciones.

Desde que los llevaron allí estaban aislados del mundo. Sin embargo, el día anterior el juez Jorge Quiroga, de la Cámara Federal, había estado con ellos para hacer un reconocimiento. Eso abría una luz de esperanza. María Antonia recordaría que le pidió al juez hablar con él. Como estaban rodeados de soldados reclamó que la conversación fuese sin esas presencias. Quiroga les pidió a los militares que se retiraran y estos no se movieron. A pesar de la anécdota, los prisioneros imaginaron que en un par de días se levantaría la incomunicación y que volverían a hablar con sus abogados, tal vez hasta los devolvieran al penal del que se habían fugado una semana antes. Salieron al pasillo que separaba las celdas enfrentadas y formaron dos filas…

 

 

El penal de Rawson

En abril de 1972 comenzó el traslado masivo de los presos políticos al penal de máxima seguridad, pomposamente llamado Instituto de Seguridad y Resocialización número 6. Los nuevos prisioneros fueron llenando los pabellones. Eran integrantes de distintas organizaciones revolucionarias, partidos políticos progresistas o dirigentes estudiantiles y sindicales combativos. Hasta ese momento la cárcel ubicada en la provincia de Chubut estaba considerada a prueba de fugas. Había buenos motivos para suponerlo: el penal de Rawson es una sólida construcción rodeada por un descampado; unos 60 metros más adelante está la garita de entrada con el personal de custodia y el edificio de la guardia de reserva, y un poco más adelante un paredón de cuatro metros de altura con otros guardias armados.

Era imposible pensar en una fuga como la que los Tupamaros habían hecho el año anterior desde el penal de Punta Carretas. Aunque los presos pudieran cavar un túnel, sólo habrían conseguido transponer el muro perimetral. Pero el penal de Rawson no está en una gran ciudad sino en una ciudad pequeña en medio de una zona casi desértica. Yendo hacia el norte la primera urbe de grandes dimensiones es Bahía Blanca, a 700 kilómetros. Hacia el sudoeste está Comodoro Rivadavia, pero a 400 kilómetros, y si la huida se hacía hacia el oeste debían atravesar 600 kilómetros antes de llegar a la frontera con Chile. Ni grandes ciudades, ni bosques, ni sierras donde esconderse. Y por si todos esos obstáculos no fueran suficientes, también había una compañía anti-guerrillera de unos 120 hombres acampada a tres cuadras del penal.

Todo preso sueña con recuperar la libertad. Si ese preso es un prisionero político tiene un incentivo adicional: volver junto a sus compañeros para reintegrarse a la lucha. Desde que llegaron a Rawson los detenidos comenzaron a pensar cómo salir de allí. Y salir no sólo era transponer los muros: lo que venía luego era casi tan difícil como lo primero. Había que alejarse lo más rápido posible y alejarse varios cientos de kilómetros, porque apenas se supiese de la fuga se lanzarían detrás de ellos todas las fuerzas del régimen. “Nos habían puesto justamente en una zona tan alejada para que no pudiéramos irnos”, dijo María Antonia. Había que salir volando, nunca mejor aplicada la expresión.

 

 

La preparación

El camino tenía que hacerse desde adentro hacia afuera. Pensar en un rescate organizado desde el exterior sólo agregaba complejidad a un problema que ya era complejo por sí mismo. No sólo estaba la compañía acantonada a tres cuadras del penal, también había que tener en cuenta la base aeronaval ubicada a unos 20 kilómetros, desde donde podrían enviarse centenares de efectivos que llegarían en un cuarto de hora. No se descartaba el apoyo externo a la fuga, que era indispensable, aunque el peso fundamental recaía sobre los propios presos. Desde el principio se pensó en una fuga masiva. Cuando se ajustaron los números en función de la retirada se decidió que poco más de 100 prisioneros recuperarían la libertad. En la operación participarían las tres organizaciones con mayor desarrollo y experiencia combativa: el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo), las FAR (Fuerzas Armadas Revolucionarias) y Montoneros.

Varios planes se fueron armando y desechando a medida que se avanzaba. Como dicen los teóricos militares, el mejor plan de combate debe reajustarse después de la primera acción. En este caso las acciones eran los propios preparativos. Cuando se llegó a la conclusión de que el copamiento del penal era posible, se estableció una coordinación más estrecha entre las organizaciones político-militares. El penal sería copado por los propios presos y luego vendría la retirada. Allí entraba en escena la participación externa. Había que disponer de vehículos para que pudieran alejarse, pero los automóviles no garantizaban una retirada veloz. Con la información disponible se decidió que la huida sería en avión.

El aeropuerto de Trelew estaba a unos 20 kilómetros de la cárcel. La idea era copar un avión que venía desde Comodoro, operación en la que participaría un grupo externo. Los evadidos llegarían en automotores hasta la base aérea y subirían a la aeronave, que sería desviada hacia Chile. Precisamente el número de prófugos fue determinado por el número de plazas disponibles en el avión. Ese vuelo llegaría a Trelew a las 19, horario que sirvió de punto de referencia para planificar las acciones dentro del penal. Se iría reduciendo al personal, encerrándolo y avanzando hacia la salida. Cuando esa etapa estuviera cumplida se enviaría una señal para que se acercasen los vehículos que los llevarían hasta el aeropuerto.

 

 

“Vamos, que nos vamos”

El día de la fuga se estableció un comando unificado, todos pasaron a depender de ese comando y cesaron los vínculos orgánicos. El grupo que inició la operación partió del último de los pabellones y a partir de allí fueron tomándose los distintos puestos. A medida que se tomaban, los guardias se reemplazaron por presos encargados de controlar todos los movimientos. Fue un copamiento por zonas: se avanzaba tomando un centro y todo lo que dependía de él, hasta llegar al centro neurálgico. Ese centro era el pasillo de dirección donde se encontraban las oficinas administrativas y de los oficiales, y donde podía estar el director del penal. El grupo de vanguardia se encargó de tomar ese pasillo y los que le seguían iban ocupando los espacios secundarios. Hasta ese momento el plan se desarrolló sin problemas, el personal que fue reduciéndose estaba desarmado.

Después se copó la sala de guardia junto al hall de entrada. Un integrante de la vanguardia iba vestido con un uniforme de capitán del Ejército, los efectivos armados no tuvieron tiempo de reaccionar y fueron reducidos. Por una escalera se subió al primer piso y los prófugos irrumpieron en la sala de armas. Allí estaban unos 20 guardias armados que se quedaron inmovilizados al ver el armamento que portaban los presos.

Al ir a tomar la garita externa se produjo un enfrentamiento, se ordenó a los guardias que no se resistieran pero uno de ellos hizo fuego y tuvo que ser abatido. Los disparos fueron escuchados por otros efectivos; se consiguió que no intervinieran haciendo que uno de los guardias prisioneros se comunicara telefónicamente diciendo que sólo se habían escapado unos tiros pero que no ocurría nada. Quienes también escucharon esos disparos fueron los conductores de los camiones que tenían que recoger a los prófugos. Ese sonido más cierto retraso en las señales y algunos malos entendidos harían fracasar una parte importante del plan de fuga.

En la evasión debían participar cuatro vehículos: un automóvil, una camioneta y dos camiones. Pero sólo llegó el automóvil. Según el conductor, los otros transportes estaban en camino hacia el penal. En realidad sus choferes habían dado por caída la operación y estaban alejándose. Siguió un momento de confusión: los integrantes de la vanguardia debían partir para ocupar el aeropuerto, pero resolvieron esperar unos minutos más. Cuando ya estaban al filo de la hora partieron a toda velocidad hacia Trelew.

Unos taxis locales fueron obligados a ingresar al penal. En esos vehículos partieron los 19 combatientes que llegaron al aeropuerto cuando el avión que debía llevarlos a la libertad ya estaba volando.

Las contingencias estaban previstas desde un principio, también se habían asignado roles para los que no pudieran escapar. En el penal los presos debían organizar la posible rendición ante el enemigo. Tenían que evitar el enfrentamiento armado. La diferencia numérica, la inferioridad del armamento y el estar totalmente cercados sólo podía concluir en una masacre. Había que rendirse pero tratando de conseguir todas las garantías posibles de que las vidas serían respetadas. Las mismas recomendaciones valían para los que pudieran llegar a quedar cercados fuera del penal.

 

 

“Palabra de honor”

Cuando la vanguardia llegó al aeropuerto el avión estaba a punto de partir. Con un subterfugio consiguieron abordarlo y todavía obligaron a los tripulantes a esperar unos minutos más. Sin embargo no podían seguir demorándose, ya todo era muy anormal y permanecer en la pista podía significar el fracaso total. Cuando los otros prófugos estaban llegando vieron que el avión levantaba vuelo.

Los que quedaron en tierra coincidieron en descartar cualquier otra posibilidad de retirada; aunque en el aeropuerto había muchos automóviles, escapar con ellos habría sido suicida: antes de que pudieran alejarse ya tendrían encima a todos los militares y policías de la zona. Otro avión llegó en ese momento pero intentar su abordaje no ofrecía ninguna garantía. Los prófugos se replegaron hacia el edificio central, donde está la torre de control. Desde allí se intentó hablar con los que ya habían conseguido partir para enviarles un “saludo revolucionario”. Después se atrincheraron y comenzaron las negociaciones.

Para entonces el aeropuerto estaba rodeado por efectivos de la Armada al mando del capitán de corbeta Luis Emilio Sosa. Llegó el juez local, Alejandro Godoy, y el jefe de policía. También un buen número de periodistas y camarógrafos deseosos de cubrir la noticia. Los evadidos nombraron un triunvirato negociador: María Antonia Berger, Mariano Pujadas y Pedro Bonet. Uno de los reclamos fue ser revisados por médicos que comprobaran el estado físico y que luego los devolvieran al penal. El juez aceptaba las propuestas, pero el capitán Sosa no quería saber nada y gritaba tratando de imponerse. Casi con sorna intervino Mariano para decirle que no gritara.

La pretensión de Sosa era llevarlos a la base Almirante Zar. Los evadidos no querían ir allí porque pensaban que los riesgos serían mucho mayores. El juez Godoy terminó poniéndose del lado de los prófugos y Sosa dio su palabra de que los devolvería a Rawson. Después Bonnet brindó una conferencia de prensa y se depusieron las armas. El juez, los directores de varios periódicos locales y el abogado Mario Abel Amaya fueron los garantes del acuerdo.

Pero la promesa del jefe militar duró lo que un suspiro. El ómnibus que transportaba a los prisioneros no se dirigió a Trelew sino a la base aeronaval. Ante las protestas, Sosa argumentó que ese sitio de reclusión sería transitorio, que en el penal de Trelew todavía continuaba el motín y que no ofrecía condiciones de seguridad. La violación de los acuerdos se completó cuando Sosa impidió que el juez, los periodistas y el abogado Amaya acompañaran a los recapturados hasta la base.

 

 

La masacre

En la madrugada del 22 de agosto de 1972 la orden fue salir al pasillo y ponerse en fila. Los presos abandonaron las celdas y se alinearon unos detrás de otros. Pero la indicación fue poco clara, en lugar de una fila se formaron dos. Alberto Camps recordaría que en la más corta, la de la izquierda, “quedamos Susana Lesgart, Clarisa Lea Place, Alfredo Kohon, Ricardo Haidar, Mario Delfino y yo.”

Al levantar la vista vio en la otra fila el pulóver blanco de Mariano Pujadas, pero no pudo ver mucho más porque en ese momento comenzaron las ráfagas. Eran ráfagas largas, de ametralladoras, y los disparos se concentraron sobre la fila de la derecha, que era la más larga. La reacción de varios fue tirarse cuerpo a tierra dentro de las celdas. En el pasillo se escuchaban quejidos, estertores, algunas puteadas. Después se oyeron los disparos aislados: los marinos estaban rematando heridos o tirando sobre los que hasta ese momento estaban ilesos.

Pasaron varios minutos hasta que se escuchó a oficiales que llegaban a la carrera preguntando “qué mierda pasó acá”. El teniente Roberto Bravo, que hasta entonces había estado rematando heridos, les contestó que los prisioneros habían querido sacarles las armas y se produjo un tiroteo generalizado. Era lo que los oficiales querían escuchar, lo que estaba pactado de antemano. Detrás llegaron los enfermeros, cargaron a los heridos y los llevaron hasta la enfermería de la base. Hasta ese momento los sobrevivientes eran por lo menos seis. A los de mayor gravedad se los dejó morir y sólo sobrevivirían tres: María Antonia Berger, Alberto Miguel Camps y Ricardo René Haidar.

 

Los tres sobrevivientes, Ricardo Haidar, María Antonia Berger y Alberto Camps, en conferencia de prensa en Trelew en agosto de 1973. Los tres caerían durante la dictadura. Foto: diario Jornada.

 

Fue un crimen atroz perpetrado contra prisioneros indefensos dentro de una base militar, un cruel anticipo de lo que se generalizaría pocos años después. Recordar sigue siendo una obligación. Reclamar justicia es un mandato imprescriptible.

 

 

 

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