Rosario siempre estuvo lejos

La percepción sobre el “mundo narco” como espejo del racismo social

 

“En esta puta ciudad / todo se incendia y se va / Matan a pobres corazones / En esta sucia ciudad / no hay que seguir ni parar / ciudad de locos corazones (…) Tu inmenso reino y tu ansiado dolor”

Fito Páez, en Ciudad de pobres corazones, 1987.

 

Rosario es una de las ciudades más hermosas del país. Pero Rosario son muchas ciudades acopladas que no siempre se cruzan. Cualquiera que vaya a turistear a Rosario podrá comprobarlo. Hay una ciudad muy segura, con rascacielos, llena de cultura y bohemia, vidrieras y gastronomía, una Rosario que, salvo que se alquile una lancha, hizo del río una bonita postal para caminar o trotar a su lado; y otra donde se mata y se muere, se patina entre charcos. Claro que, si vamos de paseo a Rosario, nunca o muy difícilmente vamos a enterarnos de la desgracia con la que se miden la mitad de los rosarinos. Incluso, más allá de su gran circunvalación hay otros pedazos de Rosarios rigurosamente vigilados o custodiados con personal de vigilancia privada, camaritas de seguridad y radares verificando la velocidad. Rosario, como otras grandes ciudades, se fue fragmentando bajo el auspicio de los desarrolladores inmobiliarios y las arterias públicas que organizan la auto-segregación de las elites y los profesionales que viven de las elites.

Los homicidios siempre están distribuidos desigualmente en la gran ciudad, y Rosario no es la excepción. Pero Rosario es la ciudad donde más homicidios dolosos se cometen. A veces son el resultado de disputas barriales entre grupos de jóvenes; otras veces, son la manera que tienen algunas de las organizaciones que componen el universo transa de disputarse el control del territorio. Se sabe: cuando la policía es inoperante o baja los brazos, la mano invisible de los mercados la pondrán sus protagonistas. Esa violencia salpica a la política, pero no enchastra al resto de la ciudad.

Rosario siempre estuvo lejos, tiene que quedar lejos. Para muchos porteños es una ciudad que queda en otro planeta. Las cosas que suceden en esa ciudad nunca suceden en la ciudad amarilla. Por eso, los nuevos expertos que viven del pánico moral acuñaron categorías para transformar a la ciudad de Rosario en una jungla llena de brumas, en un mundo aparte. Prueba de ello son “los monos”, mañana serán las jirafas o los elefantes. Siempre habrá alguna especie en la fauna silvestre que se encargue de hacer la tarea sucia, que más riesgos genera para los negocios vinculados a las drogas ilegalizadas. Siempre habrá una fiera suelta que convierta la investigación del delito en la “guerra a las drogas”. Sobre todo cuando los funcionarios se sienten súper poderosos o se suben a la película taquillera que permea los imaginarios sociales.

 

 

Batallas culturales

Oswaldo Zavala acaba de publicar Una historia intelectual del “narco” en México (1975-2020), que es la continuación del libro Los carteles no existen, narcotráfico y cultura en México. Zavala nos llama a estar atentos a determinados juegos de lenguaje que no son inocentes y que pueden costarnos muy caros. La metáfora de la “guerra contra las drogas” ha desempeñado un papel productivo en la construcción de la realidad “narco”: no solo da forma a las prácticas discursivas y propone marcos para interpretar y valorar los problemas que quieren mostrarse, sino que aporta rudimentos que habilitan y legitiman la militarización de los conflictos; esto es, implica a las policías paramilitares o grupos de tareas especiales en la “lucha contra el delito” a través de operaciones que van de las “redadas policiales” al “barrido de calles” o patrullamiento intensivo en las llamadas “zonas calientes”. Se trata de operaciones agresivas a los efectos de recoger pruebas del interior de residencias privadas o despejar el espacio público de las llamadas “pandillas” o “juntas de pibes”. Hay que “limpiar los barrios”, “pacificarlos”, para que luego las policías comunitarias o de proximidad puedan hacer el resto de las tareas de prevención. Sobran ejemplos en el país y otras ciudades del sur global.

La cultura de masas es la continuación de la guerra por otros medios. Allí donde la política bajó los brazos o se quedó sin ideas o sin tiempo, la televisión, el cine y los noticieros se convierten en la arena previa para ensayar las batallas culturales: no hay agresión sin degradación. Para hacerle la guerra de policía a determinada población o sectores de ella, primero hay que demonizarla.

Dicho con las palabras de Zavala: “La narco-narrativa ha sido parte integral de la política militarista que ha conseguido con éxito inventar la amenaza de los carteles de la droga y la necesidad de combatirlos con un permanente estado de excepción”.

Para Zavala el narcotráfico ha estado siempre determinado por el lenguaje, por narrativas que imaginan organizaciones criminales que se convierten en el enemigo doméstico para justificar un conflicto armado o el desembarco de policías militarizadas que, lejos de resolver los problemas, los agravan y crean nuevos problemas para la sociedad civil.

 

 

Economías tabicadas

Eso, por un lado, porque me pregunto: ¿cuántas de las categorías que construimos para hablar sobre la comercialización de drogas ilegalizadas en la gran ciudad están vinculadas a expresiones del racismo perenne y solapado, es decir, son tributarias de imaginarios sociales de larga duración que están para reproducir las desigualdades sociales, para evitar que el mundo de los negros se confunda con el mundo de los blancos? Porque en la Argentina, también y parafraseando a Fanon, se es pobre porque se es marrón y se es burgués porque se es blanco.

El universo de las drogas ilegalizadas es un mundo maniqueo. Lo dijo el criminólogo italiano Vincenzo Ruggiero en el libro Delitos de los débiles y de los poderosos: “Los ricos y los pobres tienen que estar aislados unos de otros”. Para ello “existen una serie de obstáculos que impiden la movilidad ascendente de las minorías en las economías ilícitas”. El primer obstáculo está vinculado a la visibilidad, que expone a determinados actores a la atención selectiva de la justicia y las fuerzas del orden. Actores que, al poseer determinados rasgos étnicos, estilos de vida y pautas de consumo, merecerán la atención y el presupuesto de las agencias que componen el sistema penal. Dicho sin eufemismos: son negros y pobres o, mejor dicho, negros que vienen del mundo de la pobreza, con otro capital cultural, social y simbólico.

Por eso conviene distinguir entre los actores que se dedican al comercio exterior y a montar la trama financiera para desapercibir y lavar las ganancias que reporta el narcotráfico, de todos aquellos otros actores abocados al narcomenudeo y a surtir el consumo local. Ambos tienen plata, y a veces mucha plata, pero viven mundos distintos, separados y tabicados por un muro social y racial. Los poderosos son blancos y hacen cosas de blancos, visten con ropa de blancos y frecuentan los lugares para blancos. Los débiles son negros o morochos y hacen “cosas de negros”, se visten como negros y tienen dificultades para salir de las villas sin llamar la atención. Mientras los negros se dedican al chiquitaje y a estoquear el mercado interno, los blancos seguirán viviendo en los barrios cerrados y fortificados, edificando torres, metiendo la plata en los fideicomisos, viajando por el mundo, abriendo cuentas offshore en el exterior, invirtiendo en la soja industrial, comprando campitos que cada año van a incendiar para que pasten sus vacas. Tienen a su disposición a decenas de profesionales exitosos que fueron entrenados en la universidad privada y en las facultades de derecho del país para evadir impuestos y blanquear la plata, esto es, para volver invisibles sus cuantiosas ganancias, por lo menos frente a la gran pantalla.

No es solamente la policía la que compartimenta el mundo de los transas, sino los hábitos y costumbres que tienen las elites. Hay otras barreras morales que preceden a la intervención policial y bloquean las carreras criminales, negándoles así a las minorías plebeyas la posibilidad de adquirir los rasgos de empresas ilícitas y jugar en otras ligas.

Los negros, por más exitosos que puedan ser en el procesamiento, distribución y venta de drogas ilegalizadas, chocarán contra esa pared: no podrán mudarse a un country, andar en autos lujosos, comprarse un yate, aviones, pasearse por las fiestas de la high society. Sus bienes tienen fecha de vencimiento, son lujos esporádicos, llaman la atención, atraen al fisco, los exponen y delatan. No tienen una trama social que proteja o disimule sus riquezas. Son, además, negros, tienen otros gustos, “no saben vestir”, “no saben hablar”, tienen otros modales. Quiero decir, la carrera criminal de las minorías plebeyas en las economías ilegales, sean transas, narcopolicías o barrabravas, tienen una serie de obstáculos que impiden la movilidad social ascendente.

El narcotráfico, entonces, es un mercado estructurado social y racialmente. Los negros son los que se encargan de las tareas que implican mayor riesgo: la guarda, fraccionamiento y venta al público, y la negociación con las policías desmadradas. Son los que deben lidiar con los riesgos que implica estar en la calle, sobre todo cuando la corrupción es muy barata, cuando la policía demostró ser ineficiente para regular las economías ilegales plebeyas, y cuando los funcionarios se llevan por delante a las policías y al Estado de Derecho. Mientras tanto, los blancos seguirán jugando en otras ligas, van a otras fiestas, tienen un linaje que los preserva e invisibiliza.

 

 

Fuegos de artificio

Las palabras que usamos para nombrar los problemas están preñadas de prejuicios raciales y sociales. Estas categorías le cuidan las espaldas a la elite rosarina, toda vez que postulan al mundo de las drogas como un mundo separado y separable de los empresarios exitosos dedicados no solo a la comercialización al por mayor de drogas ilegalizadas con destino for export, sino al tráfico ilegal de granos, al mundo de la construcción que necesitan los empresarios para lavar sus activos de dudosa procedencia. Negocios, todos ellos, que requieren de los servicios profesionales de bufetes prestigiosos (de abogados, escribanos, contadores, asesores financieros, agentes de bolsa) que los vuelvan invisibles y garanticen la reputación de los emprendedores.

Los estereotipos de narcotraficantes no están hechos para aprehender al blanco sino para cazar al negro. El blanco puede haber hecho la fortuna de un día para el otro, pero las relaciones que cultivaron –ellos o sus familiares–, los vínculos promiscuos que mantienen con el mundo de la Justicia y la política, que heredaron y trasmitirán entre la parentela y sus amigos, compañeros de escuela o de rugby, les hacen saber de antemano que tienen menos chances de merecer la atención de las pesquisas de todo el mundo.

El narcotráfico, la percepción que construimos sobre el “mundo narco”, es un espejo del racismo social. Es fácil pegarle a “los monos”, nos metemos con ellos porque son negros débiles, pero dejan en pie a los blancos poderosos. Estos tienen familiares con carreras profesionales intachables, que velan por su inocencia y disimulan sus ganancias.

En definitiva, las palabras que usamos para nombrar las economías ilegales ocultan más de los que muestran, desvían el centro de atención antes que asestar en el clavo. Y si a eso le sumamos las armas, la novela estará completa. No negamos que la violencia letal sea un gran problema, pero forma parte de los fuegos de artificio, de la distracción que necesitan algunos sectores, del espectáculo que reclaman algunas audiencias. Mientras circulen armas, los muertos los pondrán casi siempre los mismos actores sociales: los jóvenes pobres y morochos. No sólo los varones, sino –está visto– también las mujeres. Son los muertos que necesitan las elites para mantener compartimentados sus mercados ilegales, para que no se metan en sus negocios.

 

 

Bipolaridad

Necesitamos abordar estas conflictividades sin contar cuentos y entendiendo que se trata de universos compuestos por actores sociales distintos y contradictorios, con prácticas e intereses diferentes. Necesitamos hacerlo, además, dentro del Estado de Derecho, sin espiar a nadie, sin carpetazos, en el marco de investigaciones impulsadas por el Ministerio Público de la Acusación y controladas judicialmente. Y hacerlo sin hacerle el juego a las derechas, es decir sin matonear, evitando el uso de lenguajes contaminados, cancheros y agresivos. Está visto que no son momentos para andar ostentando armas, jugando al sheriff. La bipolaridad de aquellos funcionarios que pendulan entre el reformismo y el autoritarismo le ha hecho muy mal a los rosarinos: basta observar el aumento de los homicidios, los femicidios, las balaceras, las amenazas y la población encarcelada en esa provincia en los últimos años, que pasó de tener 3.700 personas privadas de libertad en 2018 a 9.100 en 2022. La bipolaridad no solo reproduce la brecha securitaria sino que expone el tratamiento desigual de los ilegalismos. Una bipolaridad que dinamitó los diálogos entre los distintos poderes, necesarios para elaborar una política criminal democrática que contribuya a desacelerar la conflictividad social.

Las intervenciones del Estado deberían leer un problema al lado de otro problema: no se puede hacer frente a la comercialización de drogas sin atender al tráfico ilegal de granos, sin la estatización de los puertos, sin la especulación inmobiliaria, sin el control de los fideicomisos y otras estructuras financieras desarrollados en torno a la obra privada, el turismo y el fútbol que se montan para blanquear las ganancias que no se declaran al fisco. Si algunos grupos criminales extranjeros o locales referenciaron a Rosario como un lugar excepcional es porque Rosario tiene todo lo que se necesita: un Estado desorganizado, con poderes sin presupuesto o presupuestos destinados a la persecución del delito de los débiles, mucha marginalidad, pero también mucha circulación de plata en negro y una economía pujante y a la vez flojita de papeles.

 

 

 

 

* El autor es docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes y la Universidad Nacional de La Plata. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control, La máquina de la inseguridad, Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
** La ilustración de esta nota fue especialmente realizada por el artista Augusto Falopapas Turallas.

 

 

 

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