Gritos y balbuceos

El camino a desandar

 

En abril del 2014, Gabriel Boric, actual Presidente de Chile y por entonces joven diputado, presentó junto a otros colegas noveles un proyecto de ley para reducir en un 50 % las dietas parlamentarias. “Creemos que el debate de la desigualdad en Chile no se toca solamente bajando los sueldos más altos, sino también incrementando los sueldos más bajos”, explicó el diputado, aunque su proyecto solo contemplaba la reducción de “sueldos altos”, limitados además al sector público, específicamente, a los ingresos de los representantes del pueblo.

Boric había sido elegido diputado junto a otros líderes de la revuelta estudiantil del 2011, como Camila Vallejos y Giorgio Jackson, quienes unos años después lo acompañarían al Palacio de La Moneda. Aquellas manifestaciones estudiantiles pusieron en jaque al gobierno del conservador Sebastián Piñera y exigieron terminar con el modelo educativo chileno, controlado mayoritariamente por el sector privado; un legado de la dictadura de Augusto Pinochet nunca modificado del todo por los sucesivos gobiernos democráticos.

Ser llevado al Parlamento por la ola de la revuelta estudiantil y elegir como uno de los primeros proyectos legislativos la reducción de la dieta parlamentaria fue una honesta declaración de principios que, al menos en parte, podría explicar la difícil coyuntura actual del Presidente Boric.

En realidad, reducir los ingresos de los parlamentarios es una idea tóxica que en nada mejoraría la vida de las mayorías y solo extraería recursos legítimos de la política. Los ingresos de un legislador no sólo están destinados a solventar sus propios gastos, sino también a financiar la actividad política. Es un ingreso esencial, sobre todo en el caso de los políticos progresistas, quienes no gozan, como sus colegas de derecha, de la generosidad del sector privado. Limitar esos recursos responde a una letanía anti política que los medios hegemónicos suelen vender como ética ciudadana.

Como refiere el escritor chileno Rafael Gumucio, la izquierda de su país fue modelada por el neoliberalismo de la dictadura de Pinochet. Siente afinidad hacia las ONG y el sector privado, del mismo modo que desconfía de los sindicatos y de los partidos políticos tradicionales.

Luego de conseguir una victoria histórica en las elecciones de 2021 sobre su rival de extrema derecha José Antonio Kast, Boric no logró consolidar desde la presidencia la enorme expectativa popular generada a partir del estallido social de 2019, ocurrido durante la segunda presidencia de Piñera y calificado como “una invasión alienígena” por Cecilia Morel, por entonces primera dama.

El oficialismo no pudo imponer el proyecto de nueva Constitución presentada como progresista y destinada a reemplazar la Constitución de Pinochet, lo que dio lugar a un plebiscito para definir a los consejeros constitucionales que redactarán un nuevo proyecto de Carta Magna. El partido Republicano de Kast fue el ganador de la elección, lo que constituyó no sólo una derrota para Boric, sino también para los referentes progresistas que lideraron la revuelta del 2019 y apoyaron el primer proyecto de Constitución. Hoy, quienes tienen la llave del nuevo proyecto apoyan la Constitución de Pinochet. Aunque nada está definido, ya que la nueva Carta Magna deberá ser revalidada por otro plebiscito, la sensación es la de haber vuelto a foja cero, como si las revueltas populares del 2019 nunca hubieran existido.

Por supuesto, son muchas las razones del fracaso de la izquierda chilena a la hora de dejar atrás el legado de la dictadura, pero aquel proyecto tan candoroso como nefasto de reducción de las dietas parlamentarias puede servir como hoja de ruta y dar un principio de explicación.

Algo similar ocurrió de este lado de la cordillera en los últimos años. El gobierno de Alberto Fernández no supo capitalizar el descontento popular generado por las políticas de Cambiemos ni tampoco pudo consolidar la enorme legitimidad de la victoria del Frente de Todos en primera vuelta en 2019. El “volver mejores” se tradujo en anuncios unilaterales de diálogo, en la creación de instancias de reflexión y de mesas amplias para debatir acuerdos imaginarios destinados a evitar el rechazo de cualquier factor de poder.

Esa propensión al consenso antes que a la acción —presentada como un cambio virtuoso, frente a la supuesta confrontación kirchnerista— logró enfriar a los propios sin conseguir seducir a los ajenos. Pese a la tibieza oficialista, Juntos por el Cambio siguió su derrotero hacia la extrema derecha y el odio explícito. La condena extravagante a la Vicepresidenta y el intento de magnicidio no son ajenos a la deriva extremista opositora.

La relación del gobierno con la Corte Suprema ilustra la inacción política de uno frente a la audacia creciente de la otra. En algo más de dos años, el albertismo —por llamarlo de alguna manera— pasó de desear que la Justicia federal se “autodepure” y descartar el juicio político a los cortesanos, a lamentar los avances de esa misma Corte sobre los otros poderes y aceptar a regañadientes el juicio al máximo tribunal.

Los causales de juicio político ya existían al asumir la presidencia Alberto Fernández, cuando disponía de legitimidad y poder, pero la decisión, como en tantos otros frentes, fue esperar el milagro de la autorregulación mientras se perdía aquella legitimidad y aquel poder.

Mientras en nuestra región la derecha se polariza en las palabras y en los hechos, conectándose con su electorado más extremo y con mayor presencia en las redes sociales, la centroizquierda parece tenerle miedo a su propia sombra y se dirige con insistencia a una audiencia imaginaria, desencantando a sus propios votantes. Más grave aún: al hacerlo no sólo pierde potencia electoral, sino que también evapora la idea de la política como instrumento de cambio, ese gran legado del período liderado por Néstor Kirchner, Evo Morales, Lula da Silva, Hugo Chávez y Rafael Correa.

El hacer, es decir, la posibilidad de modificar la realidad con iniciativas concretas e incluso de imponer una utopía, parece quedar así del lado de la derecha más extrema. De un lado, gritos; del otro, los balbuceos.

Ese es el camino que hay que desandar.

 

 

 

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