Derecho a tener derechos
Los pibes que incendian Francia no buscan destruir el sistema, sino ser parte
A mediados de los ‘80, Rachid Taha –cantante argelino que emigró con sus padres a Francia cuando tenía diez años– lanzó una versión exitosa del clásico de Charles Trenet Douce France, mezclando ritmos de rock y de raï, género musical argelino. En medio del ascenso político de la extrema derecha liderada por Jean Marie Le Pen, fue una manera de reivindicar con humor sus raíces francesas.
Diez años más tarde, a finales de los ‘90, Taha volvió a reversionar temas clásicos pero esta vez con hits del cancionero árabe, entre los cuales eligió Ya Rayah, un alegato contra la emigración.
La evolución artística de Taha –un ferviente admirador de The Clash– ilustra el cambio de paradigma ocurrido en Francia en los últimos 30 años, desde la reivindicación más o menos optimista de una edad de oro francesa hasta la vuelta a las raíces árabes, no sin cierta desilusión.
El 27 de junio pasado, en Nanterre, ciudad ubicada en las afueras de París, el joven de 17 años Nahel Merzouk fue asesinado por la policía mientras conducía un automóvil, tras negarse a parar en un control vehicular. Pese a que el agente fue detenido de forma preventiva e imputado por homicidio, la reacción de furia ciudadana fue casi inmediata y se propagó a la periferia de varios distritos del país.
Según el ministro del Interior de Francia, la edad promedio de los más de 2.000 detenidos durante los disturbios es de 17 años, la misma edad de Nahel. El panorama desolador no difiere mucho de las crisis sociales recurrentes que suele padecer Francia, un país que, como el nuestro, logró asimilar con éxito varias generaciones de inmigrantes polacos, italianos, españoles, portugueses, pero que parece no poder con los hijos y nietos de inmigrantes de las antiguas colonias africanas y magrebíes. La extrema derecha marcha en medio del incendio y exige que “Francia sea devuelta a los franceses”, olvidando que franceses son todos, tanto los jóvenes que tiran piedras o mueren bajo el gatillo fácil policial como los policías que los apalean y reciben sus piedrazos.
Dos sindicatos policiales que representan a cerca del 50% de los uniformados se declararon “en guerra” y llamaron al “combate” contra las “plagas” y las “hordas salvajes”, un lenguaje que sin duda aportará la necesaria calma.
Por su parte, la Oficina del Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos criticó el accionar de la policía. En un comunicado emitido en Ginebra el 30 de junio, la portavoz de la Oficina, Ravina Shamdasani, expresó su preocupación por la muerte de Nahel: “Este es un momento para que el país aborde seriamente los problemas profundos del racismo y la discriminación en las fuerzas del orden y la aplicación de la ley”.
La prensa francesa recordó los disturbios del 2005, iniciados por el caso de dos jóvenes, Zyed Benna y Bouna Traoré –de 17 y 15 años respectivamente–, que fallecieron electrocutados en una subestación al escapar a un control policial. La primera versión oficial acusó a los adolescentes de un intento de robo, lo que luego se comprobó que era falso. En aquella oportunidad, Francia conoció tres semanas de enfrentamientos. La furia empezó en los alrededores de París y se extendió a todo el país. Pocos días después, el gobierno declaró el estado de emergencia, algo que no había ocurrido desde la guerra de Argelia.
Pese a la prédica bélica de los sindicatos policiales y de la extrema derecha, y a los destrozos generados durante las revueltas, tanto las protestas del 2005 como las actuales –bastante más acotadas– no fueron ni son antisistema. Los jóvenes que arrojaron cócteles Molotov sobre automóviles, supermercados y oficinas públicas no sueñan con volver al país de sus abuelos, ni buscan cambiar el sistema político o implantar la sharía, la ley islámica. Lo que exigen con impaciencia es exactamente lo contrario: entrar al sistema.
Los jóvenes manifestantes de hoy piden lo mismo que reclamaban sus mayores hace casi 20 años: igualdad de derechos. Algo tan elemental como acceder al consumo: poder ir a bailar sin que los rechacen o incluso los fajen en la entrada de los boliches, caminar de noche sin que la policía los detenga por portación de cara, tener un trabajo decente sin que los rechacen por “árabes” o “negros”, conseguir una vivienda razonable fuera de los barrios de las periferias urbanas más calientes, en los que sólo viven quienes no tienen otra opción. Lejos de querer destruir el sistema, exigen ser parte.
Es un gran desafío para el sistema republicano y un ejemplo a mirar con atención desde nuestro país. No hace falta haber tenido colonias para que una parte de la juventud sienta que el sistema ya no la contiene, mire hacia la sociedad integrada con la ñata contra el vidrio y defienda su derecho a tener derechos a piedrazo limpio. O lo que es aún peor, caiga en los brazos del primer terraplanista que pase por ahí, con su oferta de odio y resentimiento.
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