El fundador

El patafísico Alberto Manguel inauguró un banner donde antes había un museo

 

Despejar el lugar. Que el piso brille. Que las voces resuenen en el hueco. Altisonantes. Casi solemnes. En Las Heras al 2500 se cometió un acto de inauguración de un banner que promete un centro que aún no existe pero que fue colocado en un lugar donde había un museo que sí existía, muestras y exposiciones que fueron desalojadas para poner el dichoso cartel. ¿Qué imaginación destructora y banal guía las acciones de un director de la Biblioteca Nacional que ya renunció y que en dos años solo se dedicó a destruir lo que antes funcionaba, para despedirse con un acto tan singular como presentar un banner en sociedad, en un espacio vacío? ¿Heredero, quizás, de las vanguardias? ¿Hombre que confía en el carácter performático de las palabras, entonces una inauguración ya construye, en ese instante, el centro inaugurado? Manguel es patafísico. Cada paso que da no lo camina, lo inaugura; cada vez que se pone su sombrerito, no se lo pone, lo funda.

En 2015 el Museo hizo una muestra temporaria basada en las ficciones de la eternidad: Borges, Bioy Casares, Macedonio Fernández, Piglia, eran convocados para pensar esa conjura contra el tiempo. Poca imaginación tuvimos. Porque de lo que se trataba era de abolir el tiempo, destruir el pasado y declarar al presente pura entelequia, promesa vacua de un futuro que llegará, con el gesto de inaugurar lo que no existe.

¿El banner mismo será la obra y por eso despejar a su alrededor de toda muestra y toda idea, para que fulgure en su prístina existencia? Dicen que cerca de Belo Horizonte hay un gigantesco predio museístico, en el que cada artista elegido tiene su propio edificio. El director de la Biblioteca Nacional fue más allá: vació un museo entero para colocar un banner. Y todo eso sin citar a Duchamp. Al salir del baño, Manguel dice: acabo de inaugurar un mingitorio.

¿Entenderá la cultura como puro anuncio y la gestión como publicidad? Quizás no se equivoque, ya que el periódico centenario no trepidó en dedicar una página entera a la inauguración del banner que promete que alguna vez un centro de literatura infantil se construirá donde antes hubo un Museo del libro y de la lengua.

¿Periodistas ávidos de novedades —y qué mayor novedad que la que anuncia lo que aún no existe—, cronistas de noticias del futuro, o asalariados de una máquina de producir simulacros para que funcionarios de la devastación no sean vistos como lo que son? En el reino de la posverdad, la inauguración de un banner es noticia. Y claro, si el banner era lindo, colorido y con un hermoso título de un libro.

¿Cómo contar esta historia que es la historia sedimentada en miles de visitantes a lo que fue un Museo? ¿Cómo narrar que hubo discusiones sobre la lengua que un escritor que honra los formatos de la industria transnacionalizada no puede comprender ni atisbar? ¿Cómo explicar que ese Museo no era patrimonial ni conmemorativo, sino una suerte de laboratorio y hospitalidad para las producciones literarias y poéticas más nuevas? ¿Alcanzará mencionar a Arlt y los siete locos, los cuartitos del encierro y las muestras más arrojadas? ¿O recordar Rayuela, a Talita suspendida de un tablón en una ventana, y las niñas y niños que visitaban la muestra queriendo leer después esa novela? ¿O acaso decir que la primera muestra temporaria de ese Museo que existía fue sobre las lenguas indígenas del Gran Chaco argentino? Todo eso se desguazó y su memoria quiso ser borrada de las páginas oficiales y del edificio mismo. Un equipo de trabajo capaz de crear cosas hermosas y lúcidas fue desmantelado y sus integrantes dispersos en distintas oficinas. No es tan fácil, lleva un esfuerzo construir desierto y espacios vacíos, aniquilar la vida previa y la algarabía surgida de otro modo de pensar las instituciones públicas.

El actual director de la Biblioteca Nacional se retira después de una gestión deslucida. Es posible que sea contradictorio con la preservación de su prestigio internacional, la pertenencia a un gobierno que está llevando a cabo una brutal destrucción del país. ¿Lo imaginan diciéndole a Margaret Atwood que la vicepresidenta solo se fue un poco de boca? ¿O si tuviera, por estas horas, que comentar la decisión de incluir a las Fuerzas Armadas en seguridad interna? Mejor irse. Pero antes, destruir un poquito más, crear irrealidad allí donde había realidad, declarar evanescente la misma tensión de la cultura para liquidarla con un ademán publicitario.

No sabe que su gesto destructivo y banal es imborrable, que deja su nombre en la historia nacional de la infamia, que lo pone en sintonía con un gobierno que llama sinceramiento a su respetuosa adhesión a los poderes existentes, mientras construye escenas farsescas para encarcelar las almas. Si en el octavo círculo del infierno Dante condena a Ulises por haber tramado la artimaña del Caballo de Troya, es aconsejable que el director de la Biblioteca Nacional, renunciante en ejercicio, consulte mañana a la mañana la Divina Comedia, como de costumbre, para ver que penalidad le toca, menos truculenta que la de los guerreros de la Antigüedad, pero infinitamente más ridícula. ¿Destruir museos y en vez de caballos huecos introducir banners en salones previamente vaciados, no merece la condena de dar cuerda eterna a un caballito de juguete con la figura de latón de un policía montado de Canadá?

 

 

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