Black Mirror es una serie de televisión de ciencia ficción creada en 2011 por Charlie Brooker, periodista, escritor y también entusiasta del humor satírico; afinidad que se percibe en el tono con el que describe el futuro distópico.
Según advierte la propia productora, Brooker se inspiró en Relatos de lo inesperado, una antología de dieciséis cuentos cortos escrita por su compatriota Roald Dahl. Dahl, autor de Charlie y la fábrica de chocolate, James y el melocotón gigante y Matilda –entre otros cuentos y novelas– era también un apasionado del humor negro. Como ocurre con otros grandes autores relegados a la mal llamada literatura infantil (en la que podríamos agregar, por ejemplo, a Quino y a René Goscinny, guionista de Asterix y Lucky Luke), su obra tiene niveles de lectura diferentes, que apuntan a diferentes momentos de la vida del lector. Descubrimos en Dahl, al leerlo de adultos, aspectos que no habíamos percibido en nuestra infancia. Mafalda, Matilda, la aterradora Tronchatoro o Asterix y Obelix nos hablan de manera diferente de acuerdo a nuestro grupo etario. Algo parecido ocurre con Black Mirror: es una serie que puede ser analizada desde registros diferentes, como un simple entretenimiento o como un estudio sociológico sobre nuestra relación con la tecnología. A imagen de Julio Verne, que describió los viajes a la Luna un siglo antes de que el Programa Apolo consiguiera “un pequeño paso para el hombre pero un gran salto para la humanidad”, Black Mirror se ha transformado en un oráculo tecnológico. La inteligencia artificial es una de esas cosas que pasaron de la distopía de la ficción a nuestra realidad de todos los días.
“El hombre contra el fuego” (Men Against Fire) es el quinto episodio de la tercera temporada de la serie. Relata la historia de Stripe (interpretado por Malachi Kirby), soldado que integra una organización militar cuyo objetivo es exterminar mutantes, unos seres aterradores de aspecto humanoide. Como parte del equipamiento bélico, cada soldado posee un implante neuronal, llamado MASS, que desarrolla los sentidos, potenciando la vista, el oído y el olfato. El implante tiene una doble función: durante el día funciona como un dispositivo de realidad aumentada, que combina elementos reales y virtuales, y durante la noche actúa como un estimulador sensorial que permite tener sueños eróticos a voluntad. El merecido descanso del guerrero.
La forma de filmar las persecuciones y matanzas de mutantes, denominados roaches (cucarachas) por sus verdugos, es una clara referencia a los videojuegos. En una de esas persecuciones, al dañarse su implante neuronal, Stripe percibe la realidad sin distorsión: descubre así que está asesinando seres humanos, no cucarachas. Una lugareña le explica que se trata de una conspiración del gobierno para exterminar grupos étnicos considerados genéticamente inferiores. El soldado es finalmente detenido y un psicólogo militar le confirma la veracidad de lo que le contaron. La verdadera misión de la organización militar es la de una eugenesia global, destinada a proteger el linaje de la humanidad (o al menos el linaje de lo que el poder considera “humanidad”). Una especie de reedición de la “raza superior” soñada por Josef Mengele en el campo de exterminio de Auschwitz. Bajo amenazas, Stripe acepta que su memoria sea borrada y que le vuelvan a colocar el implante. Al final del capítulo es despedido con honores del ejército y vuelve a su hogar, una casa magnífica, donde lo aguarda una hermosa mujer. En realidad, vuelve a una tapera vacía, donde nadie lo espera. Lo que cree percibir es una realidad diseñada por el dispositivo neuronal, que ya lo domina por completo.
Hace unos días, el Tribunal Oral Federal 6 reveló los fundamentos de la sentencia contra Fernando Sabag Montiel y Brenda Uliarte, condenados por el intento de magnicidio de CFK. En un fallo de más de quinientas páginas, los jueces desestimaron la versión de los “loquitos sueltos” que buscó imponer María Eugenia Capuchetti, jueza a cargo de la investigación del atentado, quien se negó a investigar la pista de los autores intelectuales detrás de los autores materiales. “La paz social pudo haber pendido de un hilo”, advirtieron los magistrados.

Para la jueza Sabrina Namer, se trató de “matar a una mujer política con ideas que gustan a muchos y disgustan a otros tantos. De ser mujer y política en una sociedad machista y dividida políticamente. De las instituciones democráticas. De la grieta. De los medios de comunicación y las redes sociales. De la cultura de la cancelación. De la necesidad de sobresalir o ser reconocido por pares y de la necesidad de fama; de la tristeza y la desesperanza que afloró todavía más luego de la pandemia del Covid-19. De los ‘rotos’”. Por último, concluyó: “No se puede dejar de lado el hecho de que el odio en el discurso público fue una causal necesaria para que el hecho tuviera lugar; que la construcción de un enemigo común a través de un discurso de odio deja a la deriva la posibilidad de que se pase al acto fácilmente; que cualquiera puede transformarse en enemigo”.
Se trata de un fallo excepcional, que elude la opción del chivo expiatorio para ampliar la responsabilidad más allá de “los rotos”, la componente instrumental, hacia los factores de poder. Incluye en ese poder a los medios, los grandes propagadores del “odio en el discurso público” que menciona el fallo. El poder real que Capuchetti se negó a investigar.
Poco antes de que Sabag Montiel le gatillara dos veces una pistola en la cabeza a CFK, Brenda Uliarte le escribió a una amiga: “Hoy me convierto en San Martín, voy a mandar a matar a Cristina”. Después del fallido atentado, continuó: “Mandé a matar a la Vice Cristina. No salió porque se metió para adentro. Una bronca te juro la tenía ahí. Los liberales ya me tienen re podrida yendo a hacerse los revolucionarios con antorchas en Plaza de Mayo basta de hablar hay que actuar. Mandé un tipo para que la mate a Cristi”. Explicó que Sabag Montiel respondió a su pedido gratuitamente, sin cobrar nada, “porque también está re caliente con lo que está pasando. Te juro que a esa la voy a bajar. Me tiene re podrida que ande robando y quede impune”.
Como el soldado Stripe, Uliarte y Sabag Montiel también poseen un implante neuronal que los hizo sentir héroes frente a la posibilidad del magnicidio de CFK. “A esa la voy a bajar”, insiste Uliarte luego del fallido atentado. El implante es el discurso de odio repetido una y mil veces. Bajo esa mirada distorsionada, los kirchneristas en general y CFK en particular no son simpatizantes de un determinado modelo político; son enemigos que merecen ser enterrados vivos. Carecen incluso de condición humana, son apenas cucharachas. Y como el soldado Stripe –que asesina seres humanos convencido de que extermina, justamente, cucarachas–, Uliarte se siente San Martín liberando el continente del yugo español cuando es apenas el instrumento de un plan de negocios que necesita a CFK “presa o muerta”. El odio antiperonista, hoy circunstancialmente antikirchnerista, es sólo la parte instrumental de ese plan, así como los grupos de tareas y el genocidio impulsado por la última dictadura cívico-militar fueron solo herramientas de las grandes corporaciones (herramientas usadas y luego desechadas).
El dilema actual no es sólo la reacción de personas de psiquis lábil como Uliarte o Sabag Montiel, “los rotos”, frente al discurso de odio impulsado por los medios hegemónicos y hoy instalado en el discurso oficial, además de reproducido por la supuesta oposición republicana y coso. El dilema más grave es la impunidad de ese discurso de odio. Es decir, nuestra tolerancia a un dispositivo neuronal que reemplazó el debate político por el odio explícito, el desborde emocional y el moralismo selectivo.
Si asesinar a CFK equivale a convertirse en San Martín o a percibirse como revolucionarios que liberan al país de una feroz dictadura, lo extraño no es que haya habido un atentado sino que no hayan habido muchos más.
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