Entre Córdoba y York

La medievalista, el pintor y el cartero

 

Estas descargas musicales se expanden en ondas amorosas, que vale la pena compartir.

La del domingo 2 de septiembre motivó unas líneas de Flavia Dezutto, la medievalista que es vicedecana de la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad de Córdoba, una provincia por la que tengo debilidad, porque me trata de forma maravillosa.

Flavia cuenta que Richter nunca quiso grabar las Variaciones. "Dicen que después de escuchar a Gould se negó a hacerlo pues no podía superarlo... Vaya a saber si es así. Si tenés tiempo y ganas —tiempo lo veo difícil, dadas las circunstancias—, va el link a una favorita. Me gustan las rusas tradicionales, esta es una gigante". De modo que hoy seguimos con las Variaciones, pero ahora en la versión de Tatiana Nikolayeva.

 

 

También recibí una devolución de Andrés Jaroslavsky, uno de los fundadores de HIJOS de Tucumán que desde hace muchos años vive en York. Esa es la ciudad del norte de Inglaterra donde Constantino el Grande fue proclamado emperador en 306 y en cuya universidad me invitaron a exponer sobre el proceso de justicia por los crímenes de la última dictadura. Le pedí que convirtiera esa carta personal en una nota, y aquí va el texto que me mandó. El pintor del título es Jaroslavsky (quien además es un pasable pianista aficionado) y el cartero el personaje al que se refiere. El retrato inconcluso es de Lisa, la pareja del artista.

 

Cohete musical

Por Andrés Jaroslavsky

Todos los domingos temprano, antes de que mi pareja y los chicos despierten, leo los diarios. Cuando uno se adentra en los cuarentas la vida comienza a poblarse de pequeños rituales. Algunos simpáticos, otros no tanto. Todos los domingos, cuando termino de leer la nota de HV en El Cohete, como si fuera un Sertal para digerir ‘las últimas aventuras del malón mafioso’, me tomo “La música que escuché mientras escribía esta nota”.

Hoy, apenas abrí el enlace, me sorprendió una simpática coincidencia: toda esta semana trabajé con las Variaciones Goldberg. Y no fui el único.

Vivo desde hace más de 18 años en una pequeña ciudad en el norte de Inglaterra. Paso al menos ocho horas todos los días en mi estudio entre alumnos y mis pinturas, aunque todavía me cuesta decir que soy pintor. Estoy terminando un retrato que empecé hace unos meses atrás. Es el momento de los detalles, mate y las Variaciones Goldberg en el fondo.

El jueves me preguntaba cómo se incorporó el nombre Goldberg a estas Variaciones. Al igual que tantas otras obras clásicas —“Claro de luna” de Beethoven, por ejemplo— las Variaciones Goldberg recibieron este nombre gracias a alguna historia apócrifa.

Durante mucho tiempo creí como cierto aquel mito fundacional de las variaciones. Según esta historia, el conde Keyserling encargó a Bach una obra para escuchar durante sus noches de insomnio. Esta obra era interpretada por un joven músico en una cámara vecina al dormitorio del conde, cada vez que este no podía dormir. El nombre del joven —alumno de Bach— era Johann Gottlieb Goldberg.

Hoy los historiadores desconfían de este relato. Yo creía recordar que algo de este mito tenía origen en las primeras ediciones del diccionario Grove de música. Sir George Grove era un ingeniero civil inglés que tras casi 15 años de trabajo completó su “Diccionario de la música y los músicos” en 1873. Como no podía chequear esta historia —Grove no se edita más— le escribí a Patrick Crozier.

Hace 15 años Patrick era mi cartero y durante un tiempo breve fuimos vecinos. Un día comenzamos a hablar y pocas horas después ya éramos amigos. Es muy posible que tenga algún grado de Asperger. Para entretenerse, durante sus caminatas como cartero, jugaba a recordar a qué obra de uno o dos compositores correspondía el numero de una casa o la patente de un auto. La casa 331 de la avenida equis puede ser la sonata K331 en La mayor de Mozart o la cantata 331BWV de Bach. He conocido a muy pocas personas con la memoria y la voraz curiosidad de este hombre.

Se buscó un trabajo de cartero para poder trabajar a la mañana (desde las cinco) y así poder estar libre a partir del mediodía. Esto le permitía estudiar el resto del tiempo.

Ahora con casi ochenta años, jubilado, vive en un departamento de dos por dos en donde esta esponja humana lee todo el día. Muchas veces le propuse regalarle la conexión a internet y encargarme del trámite, pero para Patrick internet es un gran cabaret al que no le interesa entrar. Ni siquiera le interesa superar este prejuicio, ama los libros. Los ama tanto que, cuando camina por la ciudad, entra a la librería de usados de algún amigo o a la biblioteca y comienza a colocarlos en orden alfabético.

Lo llamé el viernes y le pregunté su opinión sobre el origen de la historia detrás de las Variaciones.

Como siempre, al día siguiente recibí una de sus cartas con posibles respuestas. Como siempre el sobre solo lleva mi nombre en el centro. Las cartas nunca tienen estampillado o sea que las deja debajo de mi puerta en algún momento de la noche. Guardo sus cartas por lo inteligentes y porque este es otro género, como el diccionario de Grove, en vías de extinción.

El año pasado, cuando murió el hermano de mi padre en Barcelona, no pude conseguir pasajes para llegar al funeral. Esa noche un pianista inglés —de quien ahora no recuerdo el nombre— tocaba las Variaciones en esta ciudad. Me pareció bien ir y desde entonces el Aria de las variaciones está ligada para siempre a ese último adiós. A la salida encontré a Patrick, siempre desaliñado, como emergiendo de los escombros de algún derrumbe.

A los dos nos había gustado el pianista. Le comenté que me había llamado la atención la última de las variaciones, colorida, simpática, no tan seria como otras interpretaciones que conocía.

Patrick, siempre sorprendido ante la ignorancia ajena, me señaló que ‘¡ese era precisamente el punto!’ La variación 30, la última, es una broma, ‘a musical joke’… Un par de días después recibí la carta de Patrick con la explicación. La última variación es ‘quodlibet’ (muchas melodías al mismo tiempo), una tradición en las reuniones familiares de los Bach.

La carta menciona un párrafo de Forkel —biógrafo de Bach— quien había escuchado la historia de boca de los hijos del músico: cuando había reuniones familiares, a los postres los Bach cantaban algún coral ‘serio’ que después comenzaban a variar con temas más picaros, improvisando con canciones populares y chistes. (¡Forkel dice “temas indecentes”!) Tonteras que hacían estos seres primitivos antes de pasarse las tardes familiares cada uno en su celular…

La variación 30 comienza con una canción popular alemana:

Kraut und Rüben haben mich vertrieben
Hätt' meine Mutter Fleisch gekocht
Wär' ich länger g'blieben. 

Traducido al ‘argentino’ sería algo así como: "Repollos y nabos me hicieron huir. / Si mi madre hubiera cocinado asado / Me habría quedado ahí. 

La imagen no deja de producirme cierta emoción: ‘los Bach’ sentados alrededor de la mesa, comiendo, riendo, improvisando canciones sin ni siquiera luz eléctrica... Ajenos totalmente a que cientos de años mas tarde las personas compartirían esas melodías a través de satélites que sobrevuelan el planeta.

Patrick, quizás como Vivienne Meier, aquella niñera americana que tomó más de 150.000 fotografías sin jamás compartirlas, muchas de ellas simplemente geniales, atesora la intimidad de su experiencia.

Christopher McCandless, aquel joven norteamericano que renunció a la universidad, a una carrera prometedora y a todas sus pertenencias para adentrarse en los bosques de Alaska en una búsqueda personal —para comer por accidente hongos venenosos y morir pocos días después— escribió en el diario de su viaje: “Happiness is only real when shared”. (La felicidad solo es real cuando se comparte.) Con la música quizás sucede algo similar: para muchos, compartir con otros la experiencia aumenta el sabor.

 

     

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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