AVENTURA EQUÍVOCA DE UN PROLETARIO DEL LENGUAJE

Una novela capaz de aunar academia, timba y baños públicos

 

Cuando en 1917 Marcel Duchamp intenta exhibir en un museo de Nueva York un mingitorio invertido, no solo horroriza a la burguesía artística biempensante sino que inaugura una modalidad en las artes visuales en la que el artista retira el cuerpo para trasladar el hecho estético al discurso, a lo que se dice de él. Animismo del objeto que abandona su escatológico hábitat natural y pasa a convivir en la solemne atmósfera de los museos (por más que el readymade original se halle perdido). Depósito de asociaciones libres, sobresaturado de significaciones, el vulgar meadero quedó encuadrado como un monumento crítico a lo establecido, un paradigma del humor cínico. Nadie nada dijo jamás de ese plus, de harina de otro costal, sapo de otro pozo, en fin, de los sentimientos del pobre mingitorio instalado de prepo en un lugar que nada que ver.

Circunstancia que rescata Martín Lombardo (Buenos Aires, 1978) al convertirlo en efecto emocional, en el rasgo distintivo de Pentacker, el protagonista de su novela, un latinoamericano que trota por Europa intentando hacer algo con su existencia; por lo pronto, sobrevivir siguiendo a rajatabla la ley del menor esfuerzo. Eso sí, dignamente. A tal fin se codea con la elite del mediopelo intelectual, asiste a sus fastos y, aun así, nunca logra dejar de percibirse “como un mingitorio cualquiera, el de un estadio de fútbol, por ejemplo, pero arrojado a los leones del circo; nadie sabía bien qué hacer con él, pero ya ni siquiera suscitaba verdadero interés, ni tampoco asco; en todo caso, de a ratos, algo de curiosidad y desconcierto, cierto desprecio y suspicacia”. Adopta entonces la impostura del “catrín”, voz centroamericana que define al dandy de refinados modales y que en la novela surge como un tímido chanta de veleidades aristocráticas.

 

 

Publicado por una pequeña mas vigorosa editorial universitaria, en Silencio Pentacker o una breve historia europea, Lombardo aplica localismos provenientes de diversas comarcas de habla hispana. Junto a berreta, tanguero, paparula, pibe, fetén fetén, se mezclan tragaperras, guateque, cáspita, pamplinas, gachis, ordenador, bodorrios. Mecanismo que sostiene el relato en el ámbito del artificio al mostrar y ocultar al mismo tiempo el engranaje de una forma que recuerda aquél transatlántico de Fellini que, alternativamente, el director figuraba en la tormenta y descubría el dispositivo que lo movía en un mar de polietileno. Verosímil espejismo que emerge a cada rato, incluyendo —en dos oportunidades a lo largo del texto— la confesión de que el héroe es él, el autor, sin que por ello aparezca siquiera la duda de que se trata de una verdad.

Una escritura capaz de bullir entre semejantes paradojas requiere de precisión, que el autor alcanza merced al desarrollo de una tercera persona de alta intensidad, construida en párrafos plagados de subordinadas. Recurso eficaz, poco apto para el lector estival de best-sellers de góndola, que deberá tomarse su tiempo para adentrarse en el relato y descubrir que se trata nada menos que de un estilo. Ni héroe ni antihéroe, Pentacker protagoniza el desconcierto mismo, en sus fugaces certezas actúa y ante la vacilación silenzio stampa, nombre catrín del apagón informativo, de la censura profiláctica, “sin demasiada poesía pero con justeza”.

Tampoco la voz de la conciencia ni del inconsciente, ni de la ética ni de la moral, ni de la circunstancia ni de la Historia, la que en forma constante describe a Pentacker es la de la literatura. Despojada de toda pretensión canónica —más aún, de toda pretensión— se atreve hasta con la mismísima literatura, para quien es “una elevada forma de desquite. Un acto de violencia, como el amor”, algo que “sobrevive porque es un asunto de muertos, son mensajes del más allá que nos llegan para ser descifrados. Lo más contemporáneo viene de lejos: la literatura es distancia. La idea de despachar novelas como si fueran panecitos calientes había caducado tiempo atrás. Como la Unión Soviética”. Escepticismo militante, evita filosofar, desprecia la moraleja, abjura de todo didactismo. Razón que lleva al protagonista a dirimir las calificaciones de sus alumnos en una universidad alpina mediante el resultado a las carreras de caballos; a confeccionar informes editoriales dando a leer los originales a su amante y escribiendo según lo que ella le cuente; a redactar crónicas policiales con lo que ve al dar la vuelta a la manzana.

Proletario de la palabra, Pentacker incursiona en sus múltiples modalidades salvo en una que conoce, aunque sólo como paciente, y hace bien: el psicoanálisis. Porque Martín Lombardo, su creador, es en la vida civil un psicoanalista, actividad que perpetra en las tierras de Asterix. No es tan grave: Nabokov era entomólogo; Melville, marino mercante; Vonnegut, vendedor de autos; Kafka, oficinista; Joyce, músico en bares; Faulkner, cartero; Borges, bibliotecario. Poco abundan los psicoanalistas que son buenos escritores de ficción: Luis Gusmán, Germán García, Carlos Chernov y, entre los dramaturgos, Jorge Palant y el inolvidable Tato Pavlosky. Cuya excelencia, entre muchas, reside precisamente en que no se les nota que son analistas. Si algún concepto o idea afín surge en alguno de sus textos nunca rebasa las fronteras del sentido común, tan esquivo. Como ahora Lombardo, pese al accidente profesional contagian al lector su fervor por el lenguaje, esa herramienta universal tan compleja de maniobrar en la construcción de la belleza.

 

 

FICHA TÉCNICA

Silencio Pentacker o una breve historia europea

 

 

 

 

 

Martín Lombardo

Buenos Aires, 2018

198 págs.

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