La constitución y la ley                        

Un asunto demasiado importante para dejárselo a los jueces

Los que tienen un gusto por la moral son los que tienen un gusto por el juicio. Juzgar siempre tiene una instancia superior al Ser, implica siempre algo superior a una ontología, implica siempre un más que el Ser.

Gilles Deleuze, En medio de Spinoza.

 

La creencia en lo incognoscible, accesible al creyente por una experiencia singular, incomunicable, designa la clave del pensamiento mágico. La superstición y el animismo presiden las demandas generales sobre el sistema de justicia. Se espera que se resuelva desde una instancia superior al Ser los conflictos entre personas y sujetos. Se demanda Justicia y no resoluciones en el marco de un sistema jurídico acotado. Se va a la Justicia y no a los tribunales.

Lo grave es que los jueces pretendan colocarse en la posición de sujetos capaces de satisfacer esta demanda sin límites. El efecto inmediato es el cambio de la posición subjetiva que pasa de ser la de un operador jurídico a la de un sacerdote o profeta.

El flamante Presidente de la Corte pareciera señalar algo similar cuando indica que los jueces no deben considerar inconstitucional una norma en referencia a las propias consideraciones políticas, morales y religiosas. Sin embargo, el acto de enunciación desmiente el enunciado.

En primer lugar este enunciado está en el contexto de la pregunta: ¿cómo se construye un consenso para el desarrollo equitativo y sustentable y, en particular, cuál es el rol de los jueces en ello?

En segundo lugar, la afirmación de un deber atribuido a los jueces tiene la misma forma del deber moral cuando indica lo que los jueces deben hacer desde el lugar de poder que ejerce el enunciante (o, peor aún, de la afirmación de un discurso con consecuencias) que lo coloca en el mismo púlpito al que era afecto su antecesor.

Lo que debe analizarse en este tipo de discursos no es la declaración o no declaración de la inconstitucionalidad de las leyes, sino el tipo de preguntas que nos hacemos para valorar el ejercicio de esta facultad que la Constitución actual brinda al Poder Judicial.

Lo que hace a la existencia de un poder judicial laico y republicano es la inmanencia de la respuesta al marco que delimita el orden jurídico. Esta es la diferencia entre moral y ética que postula Deleuze a propósito de Spinoza. El principio republicano exige justamente la inmanencia de la respuesta a la ley conocida y pública.

Si el fundamento de la respuesta fuera algo exterior al sistema jurídico, este fundamento no podría ser reconocido pues la condición de reconocimiento de una proposición como jurídica es que ella resulte interna al propio sistema. Por otra parte, si el orden público significara algo distinto de la normatividad pública admitida por vías constitucionales, ello importaría la constitución de una ley nocturna que contradice el principio de gobierno republicano/democrático.

Por este motivo es inadmisible hablar de las condiciones para la declaración de inconstitucionalidad de las leyes en el marco de la pregunta sobre cómo construir un consenso para el desarrollo equitativo y sustentable. Justamente, se está introduciendo un bien deseable que no está marcado al interior del sistema jurídico, cuyos principios se encuentran en el preámbulo o en los derechos humanos reconocidos en los tratados internacionales que la Constitución reconoce como integrantes de la misma.

No se declara la inconstitucionalidad de la ley para dar respuesta a esa pregunta sobre el consenso, sino por la incompatibilidad entre la ley y las reglas de derecho de jerarquía superior. Aun suponiendo que este consenso formara parte del programa constitucional (a través de la cláusula de progreso), identificar a un elemento del sistema jurídico con el orden público qua totalidad (las disposiciones legales deben ajustarse al orden público económico que encarnaría así la razón de ser del sistema jurídico) es la operación política ideológica por excelencia.

Esta operación retórica que coloca a uno de los elementos del sistema como el equivalente del orden público ha sido analizada por Laclau en los siguientes términos.

Supongamos que en un cierto momento, en un país del tercer mundo, se propone la nacionalización de las industrias básicas como panacea económica. Pues bien, esta es una forma técnica de administrar la economía y, si permaneciera como tal, nunca pasaría a ser una ideología. ¿Cómo puede transformarse en esta última? Solo si la particularidad de la medida económica comienza a encarnar algo más y diferente de sí misma – por ejemplo, la emancipación de la dominación extranjera, la eliminación del despilfarro capitalista, la posibilidad de justicia social para sectores excluidos de la población, etc. En suma: la posibilidad de constituir a la comunidad como un todo coherente. Este objeto imposible – la plenitud de la comunidad aparece así como dependiendo de un conjunto particular de transformaciones a nivel económico. Este es el efecto ideológico stricto sensu: la creencia en que hay un ordenamiento social particular que aportará el cierre y transparencia de la comunidad. Hay ideología siempre que un contenido particular se presente como más que sí mismo. Sin esta dimensión de horizontes tendríamos ideas o sistemas de ideas, pero nunca ideología.

De esta manera, el acto mismo de reclamar la insuficiencia de las creencias morales del juez para fundar la inconstitucionalidad de las leyes, coloca en ese lugar a las creencias particulares del señor Presidente de la Corte.

El lugar de enunciación, desde la jerarquía administrativa máxima del Poder Judicial, indicando lo que deben hacer los jueces en los actos jurisdiccionales constituye de por sí el acto de enunciación moral que niega el contenido del enunciado. Lo que el  Presidente indica desde el púlpito como deber moral es precisamente aquello de lo que carece de potestad jurídica para imponer en nuestro sistema constitucional.

Esto, sin analizar los dichos del cronista que comenta la nota en el diario Clarín. “Ahora, el nuevo Presidente remarca que se trata de una función del máximo tribunal”. Más allá de la discusión futura sobre la conveniencia del sistema difuso de control de constitucionalidad de las leyes, en el sistema vigente, la concentración de la función en el máximo tribunal es expresión del führerprinzip. Esto es, la creencia en que las decisiones sólo corresponden a las jerarquías, frente a las cuales no haya otra alternativa que acatar, cualquiera fuera la opinión que tenga el subordinado sobre la legalidad de la decisión del superior. Por supuesto, esta enormidad es imputable al periodista y no al juez.

Para finalizar, debo puntualizar que la conformación de un consenso (un consensus, un sentido común) es la práctica totalitaria por excelencia. Las repúblicas necesitan del diálogo, de la pluralidad de voces, del conflicto que se ha de dirimir en la plaza pública. No hay un bien señalado, por lo que no puede haber un consenso, un sentido de lo Uno. Ya lo sabían los griegos, el bien es plural y pretender reducirlo a una sola moneda común hacía caer en la hybris, en el desequilibrio de creer en un bien mayor que siempre resta indecidible.

Por otra parte, la ley es un texto, una materialidad significante que, como tal no es nada sin un sujeto que lea. Por supuesto que no se puede leer otra cosa que el texto, pero hay pluralidad de lecturas. La primera función del orden jurídico es constituir un orden, un campo de previsibilidad a partir del cual es posible cualquier otra demanda social. El investimiento de determinados elementos del conjunto como point de capiton del sistema normativo es el ámbito de la acción política. Los resultados de esta lucha por la hegemonía se constituyen en sistema normativo, en orden jurídico que, al mismo tiempo que –efecto del agonismo de intereses, creencias y tradiciones– constituye un orden simbólico, un tercero en la relación meramente agonística y especular de los contendores sociales. Por supuesto que el derecho como tal es ideología, concretamente una hipóstasis pero ella es una dimensión necesaria del ser social. Sin esa terceridad que opera como regla, como espacio político autónomo, se produce una implosión del ser social y una vuelta (falsa) al estado de naturaleza, a un estado cimarrón (no natural) en la que la racionalidad y la ética se pierden.

Esto señala también la conveniencia, en una reforma constitucional futura, de la conformación de un órgano ajeno al poder judicial que tenga a su cargo la declaración de inconstitucionalidad de las leyes. Las reglas centrales de la convivencia no pueden sustraerse a la discusión democrática y la constitucionalidad de las leyes resulta ser un asunto demasiado importante para dejárselo a los jueces.

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