Teoría de Juegos (primer dilema)

¿Qué haría cualquiera de nosotros en una situación como esta?

 

Foto principal: el arquero alemán Jens Lehmann y su papelito misterioso.

 

Quiero empezar con una anécdota.

El segundo campeonato mundial de fútbol de este siglo se jugó en Alemania. Fue en el año 2006. La Argentina llegó hasta los cuartos de final y justamente en ese partido que debía decidir un ganador (no podía terminar en empate), le tocó jugar contra el país anfitrión.

Los 90 minutos reglamentarios terminaron empatados: 1 a 1. Se jugaron 30 minutos suplementarios. Como no hubo más goles, hubo que recurrir a la definición por penales. Cada equipo eligió cinco jugadores y el orden en el que habrían de ejecutar. Alemania ganó el sorteo y optó por patear primero [1].

¿Por qué estoy contando esta historia aquí y ahora? Porque el arquero alemán, Jens Lehmann, produjo un episodio inédito. Antes de que el primer jugador argentino pateara el primer penal (Julio Cruz), Lehmann sacó un ‘papelito’ que tenía guardado debajo de la media que usaba en la pierna derecha, y lo leyó. Este procedimiento lo repitió antes que pateara cada jugador argentino.

La Argentina no llegó a patear los cinco, porque mientras Alemania convirtió los cuatro que ejecutó, Argentina erró dos de los primeros cuatro y por lo tanto quedó eliminada antes de llegar al último. Los dos que convirtieron fueron Julio Cruz y Maxi Rodríguez, y los dos que atajó el arquero alemán los patearon Roberto Ayala y Esteban Cambiasso. Pero lo notable es que… ¿qué decía el ‘papelito’?

Si hubiera pasado hoy, tendríamos derecho a pensar que los alemanes tenían una montaña de información sobre los pateadores argentinos, sus tendencias o preferencias, porcentajes ejecutados hacia arriba o abajo, hacia la derecha o izquierda o incluso hacia el medio, más fuerte o más suave, y qué diferencias había ante situaciones de mayor o menor presión, con el resultado del partido en discusión… en fin, todas las variantes que se le ocurran. Una vez más: ¿qué decía el papelito?

A esta altura, poco importa. Lo único que interesa es que dijera lo que dijera, le sirvió a Lehmann para ganar una pequeña ventaja sobre los pateadores argentinos. ¿Tendrían los alemanes datos sobre cada uno verdaderamente? Si usted hubiera estado en el lugar de alguno de los que pateaban, ¿qué hubiera hecho? ¿Habría pateado siguiendo sus tendencias naturales o habría cambiado para desorientar a quien había recolectado los datos? ¿Habría pateado como ‘casi siempre’ o habría modificado su preferencia?

Con el tiempo, Lehmann declaró que el papelito no decía nada: ¡era un papel en blanco! ¡Misión cumplida!

Para no recurrir solamente al fútbol, hay una espectacular película francesa (I, como Ícaro) estrenada hace casi 40 años (el 19 de diciembre de 1979), donde el protagonista, Yves Montand, se enfrenta a un grupo de jueces (no recuerdo bien si eran integrantes de la Corte Suprema o algo equivalente). Montand los acusa de haber impartido una orden (que ellos niegan). Mientras tanto, él tiene una carpeta en donde se ven algunos papeles, pero no se los puede leer. Mira a los jueces y les dice que él tiene la prueba allí, en sus manos, en una copia de esa ‘orden’. La audiencia es televisada en vivo, y la sala está repleta de periodistas. La tensión que se genera es maravillosa. ¿Tiene la prueba o no? El silencio que se produce es estremecedor. En un momento determinado, la cámara acerca su lente para que se pueda ver lo que dice ese particular papel.

Paro acá porque no le quiero arruinar la película, pero si me permite que le sugiera algo —si tiene tiempo y puede—, no se la pierda. Es una de las tres mejores películas que vi en mi vida, y no solo por ese episodio. Es una película extraordinaria.

 

La Teoría

Hay una rama de la matemática que se llama Teoría de Juegos. Esta teoría sirve para modelar situaciones de la vida real en donde cada participante (o jugador) tiene que elaborar alguna estrategia para tomar decisiones que no solo lo afectan a él (o a ella), sino que están interrelacionadas con las decisiones de los otros participantes. Se supone que todos y cada uno de ellos operan con el mismo nivel de lógica y siempre hacen lo que es más conveniente, o lo que cada uno cree que es la mejor estrategia.

Ese partido que se jugó en el mundial de Alemania del año 2006 con Lehmann y los jugadores argentinos es un ejemplo extraordinario para lo que quiero contar acá. Justamente, los que siguen son tres de los casos más emblemáticos (y por lo tanto, los más conocidos) de la Teoría de Juegos. Pero hoy nos vamos a contentar con el primero.

 

El Dilema del Prisionero

Sin ninguna duda, es el más popular de todos estos ‘dilemas’. Se conocen múltiples versiones, todas muy similares. Yo voy a elegir una que me gustó, pero la literatura es muy amplia. Si nunca escuchó hablar de esta situación, lea el desarrollo con atención y antes de avanzar con el texto, deténgase un instante y piense qué haría usted si fuera uno de los involucrados.

Acá voy.

Dos personas son acusadas de haber robado un banco en Inglaterra. Los ladrones son apresados y puestos en celdas separadas e incomunicados. Interviene un fiscal. Las pruebas que tiene no le alcanzan para procesarlos de acuerdo con sus sospechas. Necesitaría una confesión, al menos de uno de los dos.

Después de pensar, se le ocurre una estrategia. Se junta con cada uno de ellos en forma separada y les hace la siguiente oferta:

“Usted puede elegir entre confesar o permanecer callado. Si confiesa y su cómplice no habla, yo retiro los cargos que tengo contra usted, pero uso su testimonio para enviar al otro a la cárcel por diez años. De la misma forma, si su cómplice confiesa y es usted quien no habla, él quedará en libertad y usted estará entre rejas por los próximos diez años. Si ambos confiesan, los dos serán condenados, pero a cinco años cada uno. Por último, si los dos permanecen callados, les corresponderá sólo un año de cárcel a cada uno porque sólo los podré acusar del delito menor de portación de armas”.

“Usted decide”, les dice a cada uno por separado. “Eso sí: si quiere confesar, déjele una nota al guardia que está en la puerta antes que yo vuelva mañana” [2]. Y se va.

Se han hecho, y se continúan haciendo, muchos análisis, conjeturas y comentarios sobre este dilema. Como le sugerí más arriba, piense usted qué haría si fuera uno de los detenidos. De hecho, la situación planteada sirve para ilustrar —una vez más— el conflicto que se genera entre el interés individual y el grupal.

  1. ¿Qué haría usted si estuviera en la posición de alguno de ellos?
  2. ¿Qué cree que contesta la mayoría de las personas sobre este tema?
  3. ¿Qué similitud encuentra con alguna situación de la vida real que le tocó vivir?

Está claro que los sospechosos tienen que reflexionar sin poder comunicarse entre ellos. ¿Qué hacer? Eso sí: no espere que el texto que sigue resuelva el problema señalando una posición que es la que está bien y otra que está mal. De hecho, la complejidad del episodio y de las potenciales alternativas hace que cada individuo tenga una percepción diferente sobre lo que haría si las circunstancias lo llevaran a tomar una decisión de ese tipo.

 

Algunas reflexiones

La primera impresión es que la mejor solución es no confesar y pasar –cada uno– un año en la cárcel. Esto requiere suponer que los compañeros forman un verdadero equipo, son solidarios, y no se atreverían a una traición.

Sin embargo, desde el punto de vista de cada individuo, la mejor solución es confesar, haga lo que haga el otro. Es que de esta forma, quien confiesa acota el riesgo del tiempo de prisión: a lo sumo, será de cinco años en el peor de los casos (si el otro confiesa también), pero nunca diez.

Claro que la ventaja en confesar también reside en que si su compañero optara por el silencio, usted queda libre y el otro queda preso por diez años. En cambio, si el otro confiesa también, los dos tendrán que pagar con cinco años de libertad.

En resumen: al confesar uno arriesga un máximo de cinco años en la cárcel, y potencialmente, en el mejor de los casos (para quien habla), es la única alternativa para salir en libertad. Para eso deberá coexistir con la traición de haber denunciado a su compañero y que él se haya mantenido en silencio.

La pena va desde cero a cinco años.

Ahora, quiero pensar con usted si valdrá la pena mantenerse en silencio. ¿Cuáles son los riesgos y los potenciales beneficios de no hablar?

Desde el punto de vista del “juego solidario”, de “cómplices unidos en la desgracia”, si uno supiera que el otro no va a hablar, ambos pagarían con sólo un año. Pero a poco que el otro hable y rompa el idilio del juego en equipo, usted queda preso por diez años.

Al no hablar, en el mejor de los casos permanecerá preso por un año y en el peor… ¡diez!

A esta altura creo que queda claro que no hay una única respuesta a este dilema. Más aún: ¡está bien que así sea! Si no, no serviría para modelar situaciones reales de la vida cotidiana. En todo caso, en un mundo solidario e ideal, la mejor respuesta es callarse la boca porque uno sabría que el otro va a hacer lo mismo. La situación requiere confianza y cooperación.

En función de los datos acumulados a lo largo de los años, la “estrategia dominante” en este caso es, por abrumadora mayoría: ¡confesar!

Pero, dominante o no, esto no significa que usted hubiera hecho (o haría) lo mismo. Haga de cuenta que tiene que tomar esta decisión en soledad, en la soledad de una cárcel: ¿confesaría o se mantendría en silencio?

 

 

(1) Si esta serie de 10 penales no alcanza para decidir, se siguen pateando, una vez cada uno, siempre en forma alternada hasta agotar la lista completa de jugadores que estaban en la cancha (excluyendo a los suplentes) en el momento que finalizaron los 120 minutos. Nadie puede repetir y el orden establecido se mantiene hasta que haya un ganador. Obviamente, alguna vez… termina. Al menos, esto pasó hasta hoy en todos los torneos…

(2) Este problema fue planteado en 1951 por Merrill M. Flood, un matemático inglés en cooperación con Melvin Dresher. Ambos actuaron estimulados por las aplicaciones que este tipo de dilemas podría tener en el diseño de estrategias para enfrentar una potencial guerra nuclear. El título de “El Dilema del Prisionero” se le debe a Albert W. Tucker, profesor en Princeton, quien trató de adaptar las ideas de los matemáticos para hacerlas más accesibles para grupos de psicólogos.

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