CUANDO LA NOCHE ES MÁS OSCURA

La esperanza es lo último que se pierde, el nivel de empleo es lo primero

 

La piel de zapa del espacio político del gobierno por el lado de la economía es achicada por la relación inversa entre los grilletes que sujetan a la extravagante tasa de interés con el dólar, en el intento de esquivar las embestidas en la latente corrida cambiaria. No está en su naturaleza, que es la de posponer la hora de la verdad de una economía que genera muchos menos dólares de los que debe. La esperanza es lo último que se pierde. El nivel de empleo es lo primero.

Las cosas no están nada fáciles. Propios y extraños, para los cuales no cuenta el monetarismo vulgar, no logran explicarse por qué razón pese a la malaria reinante la inflación no cede. Más extrañeza les causa la falta de efecto a esos fines del aliciente del dólar, que anda relativamente quieto desde que lo encorsetaron entre bandas hace unos pocos meses. Califican al comportamiento de la inflación como perverso puesto que la austeridad no hace bajar los precios por la compresión de la demanda ni por la disminución del volumen de la producción.

El poder de compra de los salarios cayó alrededor de un 15% durante 2018, según distintas estimaciones privadas. El gobierno lo calcula en 10,1%. Como correlato, las ventas en todos los canales de distribución en diciembre acusaron fuertes caídas (normalmente por las fiestas van para arriba). Las cifras oficiales indican que la utilización de la capacidad instalada (UCI) fue en diciembre de 2018 de 56,6%. La UCI del mes anterior fue de 63,3%. Verdadero desplome (media histórica de la UCI: 70%). El índice de producción industrial manufacturero (IPI manufacturero) registra en diciembre de 2018 una baja del 11,4% con respeto a noviembre de 2018 y del 14,7% respecto a igual mes del año anterior. Después de los primeros dos trimestres con variación negativa, la variación de stocks avanzó positiva en el tercer trimestre de 2018 hasta alcanzar 3,1% del PIB (media histórica: medio punto del PIB). Del EMAE (Estimador Mensual Actividad Económica) de diciembre se infiere una caída anual del PIB 2018 de al menos 2,6%.

Pero los precios –por el momento— no se dan por enterados. Los precios mayoristas en enero se alzaron 0,6% y los minoristas (IPC) 2,9% respecto del mes anterior. En febrero se espera que se hayan superado ambas marcas, de la mano de la carne y los tarifazos. Estos últimos por su impacto en los medios de producción. Justamente, los medios de producción (una categoría que engloba desde las máquinas hasta los alquileres que pagan los comercios) están incorporados rígidos en las empresas por lo que su costo financiero (hoy llevado al paroxismo por obra y gracia del Banco Central) es indivisible e independiente de su puesta y permanencia en marcha. En las empresas tal como están organizadas hoy en día, a lo anterior debe sumarse la gran proporción de gastos administrativos más o menos inamovibles y la rigidez de algunos otros gastos. Así se llega a un punto muerto tan elevado, que la mínima caída de la producción provoca un agravamiento importante de los costos unitarios. Menos produzco más me cuesta. Los precios no bajan porque los costos unitarios suben en vez de bajar. No hay ninguna perversidad en el comportamiento de los precios porque no la hay en la de los costos.

La cuestión es que el estado de la demanda permite trasladar una parte de los mayores costos, la constituida por la AUH y otros subsidios al desempleo y los flotadores para que el nivel de vida no se hunda suministrado por el desahorro y los préstamos (tarjetas, canutos, parientes prósperos y demás). Es por la incidencia de esos elementos que el desempleo en vez de reducir los beneficios monetarios por un tiempo tiende más bien a aumentarlos. Eso se debe a que la caída de la oferta de mercancías concierne a la totalidad del valor agregado no producido, mientras que la baja de la demanda por el desempleo es frenada allí donde opera la compensación que sobre la caída en la masa salarial generan la AUH y la vida a crédito.

Valga un simple ejemplo numérico. Si se producía 120 pesos (20 ganancia, los 100 restantes salarios; sumados ambos ítems dan el valor agregado), cuando por el desempleo se genera una masa de salarios más baja, digamos de 90, y hay caída del producto, digamos del 5%, o sea el producto o valor agregado es ahora de 114 pesos. Precisamente se sitúa en 114 pesos porque actúan subsidios como la AUH y los flotadores que compensan y frenan la caída por un tiempo. En este caso se pasó de 20 de ganancias a 24. Esa diferencia sirvió en el mientras tanto, para pagar las mayores tasas y tarifas. Pero eso no es para siempre (la deuda tiene límites y el ajuste fiscal restringe los subsidios a las personas) y tal parece que estamos en la etapa en que se quedan cada vez más cortos para financiar el desempleo, que viene creciendo fuerte.

 

Astracanada

Frente al hecho de que está sucediendo lo contrario a lo que esperaba (la inflación se agrava en lugar de calmarse), el gatomacrismo podría o bien aceptar que es impropio lo que está haciendo y virar el rumbo, o bien deducir que las restricciones aplicadas hasta el momento no han sido lo suficientemente contundentes y proceder a endurecerlas. Su única alternativa posible es reforzar las medidas drásticas, porque su propia credibilidad está en juego y además el cambio de rumbo está muy por fuera del alcance de su limitado y pobre andamiaje ideológico; expresión de un clasismo desintegrador. Y de esta forma las medidas deflacionistas se convierten en algo así como un proceso que se autojustifica produciendo la situación misma que las vuelve necesarias.

El mismo proceso debe hacer notar que si bien es verdad que la demanda no tiene que ver con el alza de los precios, es siempre posible frenar los precios comprimiendo la demanda de manera continua. Se rompe la rigidez relativa del consumo que es el dique más imponente que impide el proceso de reacción en cadena que, de otra forma, lleva derecho a crisis de mayor magnitud.

Es en lo que se está ahora. La actual variación positiva de los stocks (mercadería acumulada en los depósitos) da fe de que las ventas de liquidación a como dé lugar están esperando su momento para pisar el umbral de una crisis mayor como es de rigor que aguarde al final de un proceso como el actual. Ese momento llegará cuando el gatomacrismo cree que está triunfando, o sea cuando la inflación no dé señales de avivarse, lo que según sus heraldos estiman que sucederá en junio próximo. Los partidarios animosos del gobierno hablan de rebote. No perciben que es contra la pared. Los costos unitarios seguirán en alza pero la paupérrima demanda ataja su traslado a precios. Es entonces cuando el importante quebranto de la actividad económica que viene sucediendo se profundiza. Esa es la gran paradoja del gatomacrismo: cuanto mejor suponen estar de acuerdo a sus propios puntos de referencia, peor le va al país.

Les será difícil como propaganda electoral vender que están controlando los precios en medio de los altamente probables funerales de la actividad económica. Esta previsible gran dificultad se suma a las otras que ya tienen y los hacen bajar en las encuestas. La intoxicación a la opinión pública debe llevarse a una escala inusual, para que una mayoría los vote porque les crea que en un nuevo período presidencial sus acentuados rasgos de buenos para nada se convertirán en un mal recuerdo del pasado efímero. En un artículo en Perfil (23/02/2019), Jaime Durán Barba dio un indicio de estar plenamente consciente de que la intoxicación debe alcanzar esos grados, al acusar a Cristina de formar parte del pelotón de “líderes que odian la libertad de expresión y a quienes piensan con independencia, y que reúnen los ingredientes de una personalidad autoritaria: machistas, antisemitas, misóginos, homofóbicos y mesiánicos”.

Durán Barba especula que “si Cristina gana las elecciones, cambia la Constitución, como anuncia, y arma a los barras bravas, a su Vatayón Militante de presos comunes, a los motochorros y a grupos de narcotraficantes para que maten a sus opositores”; nos agenciaríamos una sarta de paramilitares semejantes –en su opinión— a los guardias revolucionarios venezolanos. Durán redondea su astracanada infamando sobre Cristina que “si radicaliza su posición revolucionaria podría participar directamente del negocio del narcotráfico […] apresar a los jueces que combaten el delito como anunció uno de sus voceros y dictar una amnistía preventiva para todos los asesinos y narcotraficantes. Sería una iniciativa revolucionaria novedosa del garantismo al frente del Ministerio de Justicia”. No hay ningún signo o atisbo de lo que Durán afirma. Es una desbocada provocación para soliviantar y fracturar a la comunidad nacional y pescar en el río revuelto. Por eso el ataque a la lideresa de Unidad Ciudadana es un ataque a la democracia argentina. No debe ni minimizarse ni desdeñarse. Es muy serio. Tanto, como la respuesta política que merece.

No es el único síntoma que denota un oficialismo con serias limitaciones para apegarse a la fe democrática, en momentos –además— en que la operación cuadernos, destinada a enlodar a la oposición mayoritaria, se les vuelve en contra a raíz de atravesar circunstancias en extremos saturnales. Otro es lo acontecido en el Congo. El jueves 24 de enero pasado asumió la presidencia de la República Democrática del Congo Felix Tshisekedi, mascarón de proa de Joseph Kabila, el poder de verdad, tras unas elecciones fraudulentas en este país maltratado por guerras civiles con 785 dólares anuales de PIBPC e inconmensurables riquezas minerales. Según consigna en varias notas el Financial Times, el opositor en serio a Kabila, Martin Fayulu, sacó el 60% de los votos y el ahora presidente apenas 26%. Para el fraude usaron las mismas máquinas manufacturadas por una corporación coreana con las que Andrés Ibarra (actual vicejefe de gabinete) quería incorporar el voto electrónico en los comicios argentinos. Los manuales explicativos usados en el Congo estaban ilustrados con fotos de políticos argentinos. "No es la máquina de votar (voter, en francés), sino de robar (voler), se quejaba un ciudadano congoleño ante la agencia France Presse.

 

Demanda fáctica y simbólica

Poner en caja a la inflación será una demanda fáctica y simbólica de primera importancia que tendrá que atender el frente nacional que se haga cargo del gobierno, si tal cosa ocurre. Ningún otro artefacto político se avista con la espalda suficiente para la tarea. Obstáculos serios y endiablados no faltan. Ni bien se intente reanimar la producción la zozobra inflacionaria se hará sentir hasta que llegue el momento en que los costos unitarios bajen. El peligro de la operación es que el proceso se puede malograr en el camino. Hay algunas hipótesis que ven un problema de lo más complicado en la morfología de los mercados (cuán oligopólicos son, y en la Argentina lo son en gran forma). En rigor no parece. Esto implicaría que el promedio de las ganancias de las empresas de este tipo excede la tasa promedio de las demás. En verdad, una gran diferencia en las tasas de ganancia es simplemente mítica. No hay pruebas estadísticas de tal afirmación. Además, hasta donde sabemos, nadie ha hecho la menor tentativa para comprobarlo.

En vista de que por sí mismos los argumentos empíricos rara vez son del todo convincentes, para el caso en el plano conceptual vale considerar que Marx estimaba que la tasa regular de beneficios de las grandes e impersonales empresas se encuentra, por el contrario, por debajo del promedio social. En su universo teórico, hacía de este caso uno de los factores que contrarresta la tendencia a la baja de la tasa general de ganancia. Al respecto, sugirió que la remuneración del capital invertido por las grandes empresas es a una tasa de ganancia reducida, en general igual a la tasa de interés. Eso es lo que posibilita a las pequeñas y medianas empresas que participan en el proceso de igualación de los rendimientos del capital, mantener una tasa superior al promedio matemático general. Si aplicamos esta categorización al ejemplo numérico dado líneas más arriba, la ganancia subió para todos pero, aquí la irónica paradoja, más para las PyMEs. Eso sí, más tasa implica menos masa de ganancias, que es de la que depende la inversión. En otras palabras, poner un billete en esta mala hora supone la exigencia de una rentabilidad desproporcionada dada la mala salud de las ventas.

Esto deja como la cuestión realmente decisiva la imprescindible recomposición del poder de compra de los salarios que, librada a su suerte, impacta fuerte en la tasa de inflación. Atenderla con la idea de una especie de pacto social donde el criterio sea que todos minimizan pérdidas en lugar de maximizar rendimientos equivale a convalidar los salarios a la baja. No hay espacio para eso. Todo parece confluir en la necesidad de financiar con el poder de fuego del Estado los aumentos de salarios del sector privado, para que eleven la demanda sin que lo perciban los costos. Esto está lejos de haber recibido alguna consideración, a pesar de lucir como lo único pertinente.

 

 

 

 

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