La diatriba y el discurso del odio

En el contexto de la campaña, las intenciones del discurso oficial se ven más claras

 

Una intencionalidad manifiesta

Varios representantes del actual gobierno, comenzando por el Presidente de la Nación, han tenido diversas expresiones recientes dirigidas a inducir el rechazo en la opinión pública hacia la oposición política y  organizaciones sindicales y sociales. Su finalidad manifiesta, al ir en contra de las garantías constitucionales para el ejercicio en condiciones de igualdad de los derechos civiles, políticos y sindicales, es menoscabar la credibilidad de esas instituciones fundamentales del sistema democrático, generando la animadversión hacia ellas, al solo efecto de ejecutar y perpetuar sus propias políticas sin discusión o protesta que se les oponga. Haciendo esto infunden miedo y ponen obstáculos para impedir que esos grupos puedan ser acompañados o elegidos libremente con el voto ciudadano en la elección de una nueva administración del Estado.

Son discursos de odio porque estigmatizan y forman opiniones estereotipadas y humillantes, abusando de la situación de mayor vulnerabilidad en la que se encuentran individuos y grupos opositores frente a quienes tienen el control del aparato del Estado, e inducen en modo intencional a la participación de terceros para llevar a cabo esas acciones de humillación y degradación. La lista es sobreabundante, pero la persecución y el trato a todo funcionario, simpatizante o militante del gobierno anterior; a organismos y referentes de derechos humanos; a líderes sociales como Milagro Sala y su organización; a mujeres en lucha contra el patriarcado y en defensa de sus derechos; a los sindicalistas Roberto Baradel, Hugo Moyano o Sergio Palazzo, y sus asociaciones sindicales; a los extranjeros y sus derechos a la salud, la educación y el trabajo; a  los pueblos originarios y su derecho a tierras ancestrales; a la libertad de opinión de periodistas como Víctor Hugo Morales, Horacio Verbitsky y Roberto Navarro, así como a los medios críticos del gobierno; son apenas unos pocos ejemplos.

 

Sin lugar para los neutros

Esa conducta ya tenía serios antecedentes, pero ahora se ha intensificado desde el violento discurso del Presidente en la apertura de sesiones del Congreso de la Nación. Es una estrategia electoral antidemocrática con serios riesgos y consecuencias para el estado de derecho. Pero en el análisis y el debate político, muchos la abordan como si se tratara de diatribas o discursos violentos e injuriosos a nivel personal, del tipo de injurias, calumnias y difamaciones, que por haber existido siempre y ser emitidas por unos y otros en modo equivalente, justificarían una distancia supuestamente neutra de algunos analistas y comunicadores en su lectura de la realidad.

Si el principal candidato opositor le dice al Presidente que “deje de mentir” y el Presidente dice que “todas las cosas que me dijo (ese candidato) eran falsas”, todo se reduce a la subjetividad de uno y otro en sus dichos. Luego, se impone la “neutralidad” en el análisis. Si el Presidente adopta un discurso violento contra la oposición política, y ese candidato en “un día de furia” responde a la hostilidad persecutoria y vergonzante que algunos periodistas han adoptado como estilo, los violentos son unos y otros. Una vez más, se impone la neutralidad en el análisis.

 

 

Pero ese abordaje no sólo es inconsistente con la adecuación a los hechos para una verdad que esté más allá de las subjetividades y que por tanto pueda ser racionalmente compartida, un tipo de verdad cuya objetividad se reconoce en el mundo de la vida, sino que ese abordaje también es incorrecto en la abstención de juicios de valor ante las obligaciones que cada actor social tiene en las funciones que desempeña, en sus consecuencias, y en las ofensas al orden y la moral pública que exceden todo ámbito de privacidad. Por eso es necesario identificar, sin neutralidad alguna, los discursos que resultan ser expresiones de riesgo para vivir en un orden democrático.

 

Retórica de las diatribas

El significado de discurso violento e injurioso que hoy damos al término diatriba no es el que tenía en sus orígenes. Su significado inicial en filosofía era el de “conversación”, al modo de los diálogos socráticos. Pero luego pasó a referirse a cuestiones formuladas por moralistas populares, como en los estoicos, cuyo objetivo era didáctico entre maestro y discípulos, tal como en las Diatribas de Epicteto. Séneca con su retórica, o San Pablo con sus exhortaciones morales, continuaron una tradición que en el cristianismo adoptó la forma de sermón. Los cínicos le dieron un sentido más irónico y exaltado, y como esa didáctica se postulaba frente a quien debía funcionar como antagonista, pasó a tener un sentido de polémica violenta.

En su Diatriba sobre el libre albedrío (1524), Erasmo se opuso a la reforma de Lutero que postulaba una condición pasiva del hombre frente a Dios, carente por tanto de libre albedrío, sosteniendo a la vez los derechos de la libertad y los derechos de la gracia: para Erasmo, sin libre albedrío no hay responsabilidad. Pero Lutero le respondió con su Servil arbitrio. Ya se dibujaba entonces la disputa entre autogobierno o moral autónoma, y obediencia a una autoridad externa o moral heterónoma. Esa tradición continuó en la Diatriba del doctor Akakia (1752) en la que Voltaire ridiculizó las creencias científicas del matemático y astrónomo Maupertuis.

Pero ya una antigua definición decía: "La diatriba es una extensión de una breve idea ética con el fin de que la disposición moral del orador quede impresa en el espíritu del oyente". Una de las traducciones del género de la diatriba hoy es el de “discursos”. Aquella definición consideraba a la diatriba como  una figura retórica en la que quien la sostiene insiste en una idea del discurso con la finalidad de inducir una conducta cívica. Pero el uso de la diatriba tenía distintas intenciones. Los sofistas, por ejemplo, no tenían la mínima intención de formar buenos ciudadanos.

Del mismo modo, el “servicio cívico voluntario en valores”, que deposita la educación en una fuerza de seguridad, al igual que la retórica de inspiración sofística que Durán Barba impregna en toda expresión del gobierno, no tiene la mínima intención de “educar al soberano”. Sólo se trata de aquello que movía a Estrepsíades, en Las nubes de Aristófanes, al llevar a su hijo Fidípedes ante Sócrates: que este le enseñara el razonamiento injusto. Se trata de imprimir una ideología represiva y persecutoria para crear un ambiente hostil e intimidatorio.

 

 

 

 

El límite de los discursos

Si la diatriba es un discurso entre político y emocional, que tiene muchos ejemplos en la historia, debe tenerse en cuenta que el cambio introducido por la cultura de los derechos humanos frente a los discursos violentos del siglo XX que culminaron en graves violaciones a los derechos civiles y políticos, representa un cambio radical con esa historia en la que ahora debemos diferenciar diatriba y discurso de odio. Es ese cambio que nuestra Constitución recogió en su reforma de 1994, el que pone límites a los discursos de odio. Y en su defensa no podemos ser neutrales porque nuestra Constitución no lo es.

Se discute cuál es el alcance de ese límite. Quienes se oponen a una regulación legal de estos discursos, aunque acuerden en su rechazo moral, suelen argumentar que el principio de la libertad de expresión vuelve ilegítimos esos intentos a cualquier nivel, como se quiso sostener ante el negacionismo de Darío Lopérfido frente a los desparecidos. También se ha dicho que el normal desarrollo de la democracia exige que todas las voces sean escuchadas, y este fue el argumento de Mariano Grondona para reunir a Alfredo Bravo y su torturador Miguel Etchecolatz en un programa, o para entrevistar al genocida Emilio Massera en otro. Y también se ha defendido, como lo hizo Oliver W.Holmes en la Corte Suprema de Estados Unidos, en el caso Abrams vs. United States (1919), el supuesto de que “un libre mercado de las ideas” nos asegura alcanzar la verdad si no interviene autoridad pública alguna, ya que la mejor prueba de veracidad es la aceptación por todos los que escuchan libremente unos y otros argumentos.

Sin embargo, el derecho a vivir con respeto de la dignidad personal y colectiva, sin miedo o inseguridad, y en igualdad en el goce de derechos sin discriminación alguna, son razones suficientes para poner límites a esos discursos.

 

Considerando la libertad, la justicia y la paz

Queda claro que de lo que se trata con los discursos de odio es de demoler el marco normativo del derecho internacional de los derechos humanos, comenzando esa cuidadosa demolición desde el primer párrafo del Preámbulo de la Declaración Universal, aquel que dice: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana…”. En tres años y medio, el gobierno de Cambiemos demostró su alta eficacia en esa tarea de deconstrucción. Y ahora suma a sus odios internos, considerando a Hezbollah terrorista, sin atender al criterio de Naciones Unidas, el actuar en apoyo de los odios que promueven otros países que desencadenan una guerra tras otra.

Es por eso que si en las próximas elecciones triunfara el que hoy resulta ser el principal frente opositor, integrado por diversas representaciones políticas que aún con sus diferencias han coincidido en discursos respetuosos de una democracia de derechos humanos, ese frente no debería renunciar a una defensa enérgica de restauración de la misma y una reivindicación de los avances de gobiernos previos, sin conceder este fundamento constitutivo a los poderes que con sus discursos de odio han promovido su demolición “para siempre”, según la aspiración presidencial.

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