¡Horror de los horrores!

Volar las villas y comprar el voto, dos propuestas electorales que sólo pueden tomarse a risa

 

Parece una broma, en lenguaje más vulgar sólo un chiste. ¡Pero no lo es! Y esto es lo importante, aquello que retrata la situación actual de la agrupación social en la Argentina, quizás la hoy llamada “grieta”—palabra y significado introducido por quien todavía hoy nos gobierna—, la antigua batalla entre conservadores y radicales, la entonces división de la sociedad civil entre demócratas y militaristas. Según los hechos sólo ayer conocidos por mí, el que sigue es su relato.

  1. Un candidato a vicepresidente de la república, que defiende al partido o a la alianza política que hoy nos gobierna, postula, frente al problema de la pobreza y la indigencia que lamentablemente sufrimos —pese a pretender ser el “supermercado del mundo”—, a las aquí llamadas “villas miseria”, donde habitan pobres e indigentes, en lugar de ayuda para alcanzar una mínima igualdad en el desarrollo humano, bombardearlas o, lo que significa lo mismo, suprimirlas mediante dinamita, borrarlas de nuestro mapa, única solución posible para esas personas, su cultura, sus bienes. Por supuesto, como se trata de la representación de un partido político con influencia en el poder, que congrega quizás una minoría, pero sin embargo parte importante de nuestra población —la que mejor vive—, lo horroroso consiste en que no se trata de un desafío individual, pasible de ser adjudicado a un loco o a alguien que de vez en cuando desvaría, sino que, antes bien, la proposición se halla en medio del juego político que representa una elección gubernamental, la lucha civil entre por lo menos dos partidos o alianzas políticos por permanecer en el poder o por alcanzarlo. Eso mismo determina que no sea el postulante sólo quien sostenga la idea, sino que, precisamente, ella haya sido precedida por movimientos más vulgares o populares que estiman la misma solución y la misma manera de proceder. Así hemos escuchado en manifestaciones y en declaraciones particulares a quienes tildaban a estos pobres e indigentes de vagos, “negros”, “cabecitas negras”, sucios, con mal olor y malas costumbres, y varios epítetos más —que no me interesa repetir—, fundar su porcentaje poblacional en más o menos un 30% de la población total —estimo que se referían sólo al llamado Gran Buenos Aires— e intentar la solución por la misma vía, sin decirlo crudamente o, cuando menos, sin bombardearlos. No eran pocos los que así pensaban, quizás pocos para ganar comicios fundados en la igualdad del valor del voto de cada persona, pero nunca individualistas exagerados.
  2. Un “patrón de estancia”, unido a otros de su misma clase, han decidido pagar una suma de dinero a sus “peones” por votos a favor de un determinado partido político que compite en los comicios para decidir nuevas autoridades de la República. Según escuché, con el método concordaban sus pares y la única discusión giraba alrededor del importe que cada uno, según su fortuna, estimaba correcto proponer a sus empleados, en este caso “peones de campo”. Tomó estado público que la comuna del Pilar —noroeste de la ciudad de Buenos Aires— había decidido ese pago y se aprestaba a reglamentarlo. El fundamento: si se trata de un derecho, quien lo posee puede venderlo y quien no lo posee —o lo posee limitadamente— comprarlo o comprar otra de sus cuotas, a semejanza de la propiedad. De más está ocuparse de refutar el argumento. Basta decir que la vida o la integridad física es un derecho que yo no puedo vender y otro no puede comprar para tener “derecho a matarme” o a “torturarme”.

En este país, a aquellas manifestaciones se las titula en ocasiones como democracia por parte de muchos ciudadanos. Como en el conocido tango, los años me han vencido para aspirar a vivir en otro país, pero el estómago se me revuelve al contemplarlas o escucharlas y, por cierto, me invade cierta repugnancia. Cuando las horas pasan prefiero, si me lo permiten, tomármelo en broma, como aquellos llamados “memes”, e indicar que, con la melodía de un inmemorable vals peruano, cuya autora vivió y compuso entre nosotros, inventar el texto de otro: “¡Horror de los horrores!”, para cantarlo despacito.

 

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