Bullrich y la polarización

Va a ser difícil para la futura gestión desactivar los mitos creados por Patricia Bullrich

 

Semanas atrás la antropóloga Sabina Frederic, durante una disertación que organizó la especialización en Criminología de la Universidad Nacional de Quilmes para pensar los desafíos que enfrentará una nueva agenda en políticas de seguridad, dijo que iba a ser difícil para la futura gestión desactivar los mitos creados durante la gestión de Patricia Bullrich, toda vez que esos mitos abrevan en creencias y cosmovisiones de larga data. Las creencias no se derogan por decreto, como pueden suprimirse —por ejemplo— el protocolo antipiquete o la doctrina Chocobar. Ahí hay toda una disputa de largo aliento que reclamará la intervención creativa de distintas agencias y mucha imaginación sociológica. Creencias que parten la Argentina en dos, que encuentran en la lógica de la guerra la oportunidad para transformar la sociedad argentina en un partido River-Boca. Una lógica, dicho sea de paso, que continúa organizando gran parte del entrenamiento de los cadetes de policía para poner en crisis al ciudadano que llevan adentro.

Ya sabemos que el macrismo hizo de la polarización una estrategia electoral, pero también una forma de gobierno. Las dos cosas estuvieron relacionadas entre sí, una servía para ocultar la otra. Gobernaba para los ricos, pero ocultaba sus intereses a través de la “grieta”. Ampliaba la brecha social pero al mismo tiempo componía movimientos de indignación que le permitía postular consensos afectivos. Esos consensos están hechos de polarizaciones sociales que tienden a debilitar y/o resquebrajar relaciones en la vida cotidiana.

En efecto, la polarización de la sociedad, tributaria de viejos desencuentros sociales (unitarios o federales; yrigoyenistas o antipersonalistas; peronismo o antiperonismo), era la oportunidad no solo para reclutar votos sino para componer una base de legitimidad social que le permitiera hacer lo que hizo. Incluso mejorar considerablemente la performance de las PASO hasta alcanzar en las últimas elecciones un 40 % del electorado, cifra para nada desdeñable si se tiene en cuenta la crisis económica. Todos esos votos se fueron macerando al interior de malhumores volátiles y de largo aliento, descontentos y resentimientos sociales, dándole manija a una opinión pública cada vez más irascible, indignada e indolente, caracterizada por la incapacidad para pensar, es decir, por su imposibilidad o el desgano para ponerse en el lugar del otro, para pensar de una manera ampliada, con el punto de visto de los otros actores.

 

 

Demonios y fantasmas

Una pieza central en la polarización fue el Ministerio de Seguridad. Patricia Bullrich estuvo dedicada durante estos años a fabricar una serie de chivos expiatorios que estaban a la altura de prejuicios históricos que mantenían vivos muchos desencuentros sociales. Una gestión abocada a la composición de demonios que interpelaban fantasmas que tenían la capacidad de activar la polarización que retroalimenta los malentendidos. El precio de la polarización era la realidad: poner la verdad más allá de la realidad, más cerca de las fantasías que se mantienen intactas un poco a fuerza desinformación y fake news, otro poco a causa de la fatiga social para tramitar con paciencia y responsabilidad las conflictividades sociales.

Por sus declaraciones desfilaron los “pibes chorros”, los “narcovilleros”, los “mapuches terroristas”, las y los “activistas violentos”, y los “corruptos”. Con cada una de estas figuras operadas se fue nombrado y apuntado como enemigo a distintos actores que ponían en riesgo no solo la seguridad del país sino la moralidad de todos los argentinos. La política de la seguridad se construyó como una cuestión moral y una política de enemistad. Más aún, a medida que la economía se desbarrancaba la seguridad ganaba cada vez mayor centralidad en la agenda del gobierno. Como dijimos en varias oportunidades en El Cohete: si el gobierno no podía hacer política a través de la economía porque aumentaba la desocupación y cerraban fábricas; si no podía hacer política con la salud o la educación porque se volvieron carteras merecedoras de importantes recortes; si no podía hacer política con el consumo porque la inflación y el dólar licuaban la capacidad de consumo; y tampoco podía hacer política con la vivienda porque las tasas de interés volvieron inaccesibles los créditos; entonces la seguridad se presentaba como una de las pocas carteras para presentarse como merecedores de votos. La seguridad, la lucha contra el delito y los violentos de siempre eran la mejor agenda para ensayar un trabajo de prestidigitación. De allí que Bullrich y sus laderos se la hayan pasado proponiendo más policías a cambio de votos. No solo policías sino más armas, más drones y cámaras de vigilancia, más penas, pero también más arrepentidos y extorsiones, más armados de causas, más operativos contra los consumidores de drogas ilegalizadas, más facultades discrecionales para hostigar al piberío, etc.

La seguridad fue el dispositivo a través del cual el gobierno movilizó creencias arraigadas que le permitieron generar articulaciones entre agencias y actores sociales muy distintos. No solo supo movilizar racismos solapados, incertidumbres y ansiedades sociales, rencores y temores individuales, rutinas y prejuicios policiales, clasismos judiciales, para hacer frente a determinadas situaciones sociales que referenciaban como problemas urgentes, protagonizados por actores anormales que perturbaban la vida tranquila del resto de los argentinos. El resultado de esta estrategia securitaria fue lo que conocimos con el nombre de la “grieta”. El gobierno fue una máquina de producir y reproducir malentendidos. No estaba solo en esta tarea, estuvo acompañado por gran parte del periodismo argentino, ese periodismo maniqueo, alarmista y pontificador. Incluso muchas veces respaldado con el relato de algunos sectores de la oposición que hicieron del maniqueísmo whatsappero o los memes un chiste fácil, una manera de sortear el debate, una manera de resignar la complejidad de la realidad argentina.

 

 

Una oposición demagógica

El macrismo instaló dinámicas polarizantes que no se van a desactivar fácilmente. Dinámicas vinculadas a creencias que disparan cadenas de equivalencia y montan sentidos comunes. Por ejemplo: jóvenes + grupalidad + pobreza = delito; otra: microtráfico = inseguridad; encarcelamiento + falta de trabajo = reincidencia. Para decirlo con algunos clichés: “En este país te matan por un par de zapatillas”; “entran por una puerta y salen por la otra”; “la cárcel es la universidad del delito”, “hay que agarrarlos de chiquitos porque hoy roban un quiosco y mañana se afanan un camión de caudales”, “no se puede andar por la calle”, etc., etc. Todos estos lugares comunes aplanan la realidad, sacan de contexto y deshistorizan las conflictividades que quieren nombrarse con aquellas frases hechas. Lugares comunes que forman parte de la conversación cotidiana y son la mejor materia prima para proyectar no solo una gestión sino también una oposición demagógica.

El gobierno de Alberto Fernández se medirá con esa lógica de hacer política que va contra la política, que desautoriza o impugna la política. Se sabe, los problemas urgentes planteados en contextos de pánico moral reclaman respuestas igualmente urgentes que sorteen cualquier discusión.

Tal vez sea por eso mismo que Macri le levantó la mano a Patricia Bullrich para la presidencia del PRO. Macri intuye que la manera de hacer oposición será apelando a la desgracia ajena, manipulando el dolor del otro. Están dispuestos a seguir mirando la Argentina por el ojo de una cerradura: el asesinato de una mujer en ocasión de robo será la mejor oportunidad para apuntar los cañones contra el gobierno de Fernández. No sólo eso, sino también las eventuales retenciones que se dispongan. Quiero decir, van a hacer política a través de la inseguridad, no solo para esmerilar al gobierno sino para erosionar su base de apoyo social. Pero también para interpelar a una tropa a la que empiezan a imaginar como la reserva moral de la república: la fuerza policial y los propietarios rurales. Claro que Cambiemos no es un bloque y el macrismo deberá lidiar primero sus propias internas. Pero si el flamante gobierno de Fernández no puede mejorar las condiciones de los argentinos, supongamos en los próximos nueve meses, tenemos razones para sospechar que el macrismo puro y duro apostará a una táctica de polarización social.

No me parece desproporcionado este escenario, más aún si tenemos en cuenta lo que está sucediendo en algunos países de la región. La Argentina no queda en otro planeta. Hay que leer a la Argentina a partir de los que está sucediendo en Bolivia, Brasil y Colombia. No se trata de anticiparse a escenarios improbables, pero tenemos serias sospechas para imaginar una apuesta similar por parte de algunos sectores locales que el macrismo empezará a manijear. Si tenemos en cuenta que Macri y las empresas mediáticas que lo blindaron estos años no se avinieron a una transición política, cuesta creer que se manejarán como una oposición parlamentaria. Si los funcionarios del macrismo continuaron gobernando como si tuvieran por delante otros cuatro años de gestión, qué se puede esperar de los próximos años: es muy probable que después del 10 de diciembre sigan apostando a la misma estrategia de polarización. No pensamos que esta sea la postura de todo Cambiemos, pero el marcopeñismo seguramente seguirá parado arriba de la estrategia de agrietamiento que ya le dio sus frutos no solo en la elección del 2015 sino en la del 2019.

Vuelvo entonces a la pregunta que nos hacía Frederic: ¿cómo desactivar las bombas sociales que nos deja el macrismo? ¿Cómo poner en crisis ese imaginario vecinal que atraviesa distintas capas y actores sociales sobre el que supo apoyarse el macrismo para polarizar la sociedad? ¿Acaso ese imaginario social montado sobre creencias autoritarias no puede continuar siendo el punto de apoyo para que el macrismo se proyecte otra vez sin esperar –esta vez— a las próximas elecciones?

 

 

Más comunidad organizada y menos quilombificación

Para decirlo con las opciones que ensayó Perón: hace falta más comunidad organizada y menos quilombificación. No solo la economía estará muy difícil. También la inseguridad será una cuestión espinosa. En materia de seguridad lo peor que puede hacer Alberto Fernández es reincidir en rimbombantes performances al estilo Sergio Berni o Alejandro Granados. Pero tampoco conviene subestimar la capacidad de erosión que tiene el relato securitario de la oposición. Eso no significa que haya que resignar una agenda progresista, pero la misma deberá pendular o hacer pivote en viejas recetas que no se podrán desechar tan fácilmente. Parafraseando a Gramsci, podemos decir que ninguna gestión propone tareas a la sociedad para cuya solución no existan ya condiciones necesarias y suficientes, al menos en vías de aparición y de desarrollo; ninguna gestión puede reemplazar políticas si antes no desarrolló todas las formas de vida o expectativas que están implícitas en las relaciones sociales. Conviene, entonces, recordar lo que dijeron Lenin y Perón, en ese orden: “Basta dar un pequeño paso más adelante y la verdad se convertirá en error”; “lo mejor suele ser enemigo de lo bueno”.

 

 

 

* Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Temor y control; La máquina de la inseguridad y Vecinocracia: olfato social y linchamientos.

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