Los fracasos del Comando Sur

Agravan artificialmente el conflicto fronterizo entre Venezuela y Colombia

 

El gobierno de Estados Unidos, en conjunto con el denominado Grupo de Lima, ha decidido acelerar la presión sobre el gobierno de Nicolás Maduro en Venezuela, ante un probable cambio de la situación regional. Las elecciones a desarrollarse durante 2018 en Colombia, México y Brasil, donde las fuerzas progresistas aparecen como probables vencedoras, han puesto en serios aprietos los planes de Donald Trump para la región. La precipitada agenda planteada por Rex Tillerson (foto principal, con Juan Manuel Santos de Colombia) en su gira por América del Sur, es el resultado del fracaso en las iniciativas previas, destinadas a desalojar a Maduro, que incluyeron: (a) La implantación de un golpe suave; (b) La parálisis del país a través de una revuelta social generalizada; (c) La instigación a una guerra civil (durante 2016 y 2017); y (d) La convocatoria a un golpe de Estado militar, desoído (y ridiculizado) por los integrantes de la Fuerzas Armadas Bolivarianas.

Según voceros oficiosos de las cancillerías de los países visitados por Tillerson, petrolero devenido diplomático, las demandas bélicas de Washington no fueron acompañadas debido al temor de una escalada de violencia en la región, que implicaría quitarle previsibilidad a los procesos políticos y a la desesperada búsqueda de inversiones tramitadas por los gobiernos de derecha del Cono Sur. Este quinto y último fracaso es el que ha llevado al gobierno de Estados Unidos a intentar el desarrollo del conflicto fronterizo entre Colombia y Venezuela, aprovechando la crisis económica que incluye componentes migratorios. Sin embargo el operador militar de Trump, titular del Comando Sur enviado de urgencia a Colombia, desestimó los informes demográficos provistos por el Departamento de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Florida, que dan cuenta de casi seis millones de colombianos que han migrado a Venezuela en las últimas décadas, como resultado de los conflictos armados. La conflictividad en Colombia mantiene niveles de criminalidad agudizadas por la continuidad operativa del ELN y los grupos narcos, en continuo crecimiento territorial. Colombia continúa siendo el primer productor mundial de cocaína, la superficie de coca cultivada creció en un 52 por ciento el último año y la productividad por hectárea cultivada se elevó sistemáticamente en el último lustro, pese a los 400 millones de dólares donados por EEUU para reducir su incremento.

La militarización de la frontera compartida por los dos países circunscribe la presencia de tropas colombianas en el oeste, la armada estadounidense del Comando Sur en el norte del país, sumados a pequeños contingentes militares de Guyana, con la que Venezuela mantiene una controversia territorial por la zona del Esequibo. Colombia y Venezuela comparten 2200 kilómetros de frontera común y algunos de sus tramos incluyen las luchas entre grupos paramilitares que se encuentran en guerra por ocupar los territorios liberados por al FARC, luego del plan de paz acordado por esta organización y el gobierno colombiano. La zona desde la cual se pretende generar escaramuzas armadas es el Catatumbo del Norte de Santander, específicamente las poblaciones de Tibú y el Tarra, cooptadas por bandas mercenarias paramilitares. Algunos de los episodios bélicos programados han sido detectados por las Fuerzas Armadas Bolivarianas de Venezuela (FARB) y denunciadas por el propio Nicolás Maduro como operaciones de falsa bandera (también conocidas como falsos positivos). El lunes 12 se produjo en las cercanías de Tarra un intento de camuflar una agresión venezolana —casi un ejercicio de Armada Brancaleone—, cuyos ejecutores pertenecen a las milicias paramilitares que protegen a los hacendados fronterizos colombianos.

 

La grieta venezolana, en foco de BBC Mundo.

 

La fuerza multinacional que no fue

Las frustraciones relativas al desgranamiento del gobierno de Maduro —no previstas por los analistas del departamento de Estado—, la continuidad del apoyo al gobierno bolivariano por parte de amplios sectores populares y la negativa por parte de la oposición venezolana a aceptar un cronograma electoral previamente consentido, caracterizaron la gira por América del Sur del secretario de Estado Rex Tillerson. El objetivo de fondo de dicho periplo fue sondear las posibilidades de conformar una fuerza multinacional para la invasión a Venezuela, propuesta que fue descartada por las cancillerías de los países visitados ante el temor de una regionalización del conflicto político. Como contrapartida, los gobiernos integrantes del grupo de Lima ofrecieron extremar sus energías para lograr la expulsión de Venezuela de la OEA, y darle —de esa manera— continuidad a la búsqueda de la asfixia política y diplomática al gobierno de Maduro.

La última carta del Comando Sur, en acuerdo subrepticio con el grupo de Lima, es la amplificación y mediatización de la tragedia migratoria que comparten Colombia y Venezuela, como prólogo a una intervención humanitaria. El cataclismo forjado a la luz de las prioridades corporativas de las empresas periodísticas y su significativa minuciosidad a la hora de observar la crisis económica venezolana (poco cotejada con las recurrente masacres en México o el recurrente asesinato de líderes campesinos en Colombia) ha proporcionado la oportunidad para utilizar la categoría Estados Fallidos, emanada de la producción académica de Samuel Huntington, histórico director de la revista Foreign Policy. El autor del Choque de civilizaciones ha ofrecido un marco de referencia —de arbitrariedad manifiesta— para juzgar los Estados inseguros, carentes de gobernabilidad, o susceptibles de ser catalogados como áreas sin gobierno.

El presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, derivó 3.000 efectivos a la frontera en la última semana, en el marco de una operación denominada Esparta. Sus contingentes fueron visitados por Almirante Kurt Tidd, comandante en jefe del Comando Sur. En forma paralela, el embajador estadounidense en Bogotá, Kevin Whitaker, afirmó que Venezuela necesita una salida rápida, en obvia alusión a los potenciales riesgos electorales que la derecha republicana prevé para 2018. Según distintas fuentes de prensa, fue ese mismo funcionario quien se constituyó en uno de los encargados de obtener la implosión de los acuerdos preelectorales entre la oposición y el chavismo, que se desarrollaban con la anuencia del presidente de República Dominicana y del ex titular del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero. A pesar de esos requerimientos externos, aún persisten doce alianzas inscriptas ante el tribunal electoral venezolano, cuya ratificación deberá confirmarse o desecharse la semana venidera. El dirigente opositor Henry Ramos Allup, secretario general del partido Acción Democrática, adelantó el último jueves que la Mesa de la Unidad Democrática (MUD) dirá este fin de semana si finalmente acude o no a las presidenciales de abril.

 

El vicepresidente de Colombia, Óscar Naranjo, y Tidd, en la frontera con Venezuela.

 

Coherente con la apuesta militarista, el ex presidente de Colombia Álvaro Uribe, de gira por los Estados Unidos acompañando al candidato presidencial de su partido, Iván Duke, afirmó en Florida que “el diálogo solo ha servido para fortalecer a la dictadura de Maduro”. Paralelamente, los medios de comunicación y los think tanks subvencionados por intereses bancarios y petroleros orientan sus definiciones de la crisis del país caribeño con peligrosas homologías globales. Joseph Humire, director ejecutivo del Center for a Secure Free Society (SFS) —ligado a la derecha republicana— y miembro del Middle East Forum, escribió recientemente que “cualquier intervención en Venezuela, militar, humanitaria o de otro tipo, no funcionará a menos que tenga como objetivo eliminar las influencias externas, especialmente Irán, Rusia y China, que han convertido a Venezuela en la Siria del hemisferio occidental”. La disparatada y recurrente asociación de la situación caribeña con los conflictos en Medio Oriente aparece como tematizada, en forma similar, tanto en Venezuela como en la Triple Frontera compartida por Argentina, Brasil y Paraguay. En un informe reciente realizado a la Comisión de Asuntos de las Fuerzas Armadas ante el congreso estadounidense, Kurt W. Tidd caracterizó a Venezuela como “un país de tránsito para el contrabando de drogas ilícitas que siempre ha proporcionado un entorno permisivo para los grupos narcoterroristas y partidarios libaneses de Hezbollah”. En dicho informe no se hizo referencia al primer productor mundial de cocaína, su socio en la región, la República de Colombia, cuyas toneladas son transportadas y distribuidas por todo el mundo por los narco-carteles mexicanos. Tampoco se hizo mención a la segunda producción en el ranking mundial, con sede en Perú, otro socio estratégico de Estados Unidos. El grupo de Lima —que incluye a Colombia, Perú y México—, congrega casi la mitad del negocio del narcotráfico mundial.

 

Ajedrez geopolítico

El ahogo tendido contra Venezuela incluye la mengua de la adquisición de crudo por parte de Estados Unidos. En la última década, las exportaciones caribeñas a Estados Unidos descendieron y su producción cayó a su nivel más bajo en casi 30 años, debido a situaciones de corrupción descubiertas y perseguidas por el propio gobierno de Maduro al interior de PDVSA y a una situación de endeudamiento crítico. La situación se ve agravada por las medidas financieras orientadas a asfixiar su economía, que son coetáneas con el descenso de las inversiones internacionales en explotación y producción de petróleo (caída de un 30 por ciento a nivel global), acorde con la emergencia inminente de propulsiones eléctricas más vinculadas al litio, que a los barriles de petróleo. Como parte del dispositivo dispuesto para hacer trastabillar la confianza en el proyecto chavista, el ministro de Hacienda colombiano, Mauricio Cárdenas, invitó a la conformación internacional de un “plan de rescate financiero” que debería alcanzar los 60.000 millones de dólares para el momento en que el gobierno de Maduro desaparezca.

La estratagema se completó la semana pasada con la consideración de Maduro como persona no grata en la próxima Asamblea de la OEA, a desarrollarse en abril en la capital peruana. En ese encuentro, Estados Unidos y sus aliados intentarán convencer a la mayoría de los 35 países miembros de la necesaria aplicación de la Carta Democrática, con la que se buscará dejar fuera del organismo a Venezuela, en forma similar a lo implementado con Cuba en los años ´60. Las motivaciones geopolíticas del gobierno estadounidense se relacionan con las dificultades de su política exterior para integrarse a un mundo multipolar donde China y Rusia se instituyen en relevantes actores geopolíticos, al tiempo que varios países de América Latina se resisten a ser parte del patio trasero del denominado —por el Pentágono— Hemisferio Occidental. En ese marco contextual, el gobierno de Trump ha implementado distintos dispositivos, económicos, políticos y militares, con la intención de estrangular el creciente vínculo de Venezuela con Rusia y China. Al intentar limitar o quebrar sus decisiones soberanas, se busca recuperar el control de los recursos energéticos venezolanos sobre los que tuvo el control casi absoluto hasta el ascenso de Chávez en 1999.

El gobierno de Putin es el principal proveedor de aparatología bélica de Caracas por un monto cercado a los 11.000 millones de dólares y la empresa estatal de energía moscovita, Rosneft, mantiene líneas de financiación para desarrollos petrolíferos por casi 20.000 millones de dólares desde 2016 hasta la actualidad. Por su parte, China ha invertido 22.000 millones de dólares en bonos de deuda pública venezolana, lo que convierte a Beijing en su máximo acreedor externo.

El tiempo parece ser escaso para la administración de Donald Trump en lo relativo a América Latina. En política internacional, todo movimiento desesperado puede ser catastrófico. La impaciencia convertida en estrategia —sobre todo careciendo de un diagnóstico adecuado— nunca ha dado buenos indicios de certezas. Y menos de legitimidad.

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