La emergencia de lo imposible

En el presente, lo imposible “real” emerge más allá de lo calculado

 

Un amigo docente, con el que comparto las vicisitudes de la labor en tiempos de pandemia en un grupo de WhatsApp que constituimos con una colega, me devuelve mis críticas a un manual que se dedica a la enseñanza en universidades con un lacónico: “Tengo un estudiante que no tiene para comer”. Mi amigo enseña en una universidad del Conurbano, y ante su pedido por la entrega virtual de una tarea asignada semanas antes, la respuesta del estudiante cambia todo el hilo de discusión del chat.

Es la aparición de lo imposible. En medio de discusiones sobre cómo sostener la enseñanza y la relación pedagógica, la respuesta del estudiante comprueba la aparición del presente más posible. No otra cosa puede ser una respuesta tan concreta.

Estas réplicas son, seguramente, las que miles de docentes reciben, y no por ser tan concretas como las discusiones sobre el uso de la tecnología o determinado ejercicio algebraico en modo virtual, dejan de parecernos impiadosas e imposibles. Lo imposible es solo parte de la dimensión de la vida en cuarentena para la docencia: la aparición de eso que no estuvo en el cálculo en medio de la desesperación por la reconversión digital de miles de docentes en Argentina. Cada uno de nosotros en este contexto tiene un imposible que no por haber quedado fuera del catálogo de posibilidades tiene menos derecho a su existencia.

Al aparecer cualquier experiencia que estaba por fuera del cálculo, lo imposible no hace más que admitir su existencia oculta bajo los pliegues de una cotidianidad sin perplejidad, mientras que la virtualidad trabaja esa misma experiencia desde el desconocimiento de este presente. Pero además, lo imposible responde a la dimensión de lo actual, mientras que la programación virtual de la distancia pedagógica responde a la dimensión de un tipo especial de pasado.

La virtualidad es el acercamiento de una lejanía a través de un dispositivo enajenante. Paradójico, pero es ese su encantamiento, en el sentido etimológico de “canto”. Algunos docentes, que tienen claro que los dispositivos digitales son tan necesarios como otros usados diariamente en la escuela, llaman a estos soportes y a la manipulación que ejercen sobre sus colegas "espejitos de colores"; pero sería mejor relacionarlos con esa otra frase usada también en la cotidianidad: cantos de sirena.

Homero revisitó el mito de las sirenas y comprendió que con él podía comprenderse el sentido de la megalomanía: las sirenas cantan aquello que Ulises quiere escuchar. Y estos dispositivos y plataformas parecen también decirnos aquello que demanda nuestra velada megalomanía, al tiempo que nos mantienen enajenados en ese canto de una gloria pasada: “Eh, Ulises, sabemos cuántas fatigas padecieron en la vasta Troya argivos y teucros, por la voluntad de los dioses, y conocemos también todo cuanto ocurre en la fértil tierra”. El mito, como se sabe, corresponde a la dimensión de un pasado sin historia que, como en el caso del canto de las sirenas, vuelve a repetirse para el ego del guerrero. De ahí que también ese pasado mítico se corresponda con la dimensión temporal de estos dispositivos tecnológicos; y no estoy siendo contradictorio: la dimensión del pasado a la que apelan no es la del pasado de la construcción histórica, de la temporalidad regida por la interacción entre la repetición y la ruptura, sino un pasado sin historia, un pasado que obtura el presente, como en el mito.

¿Dónde anida esa imaginería de cercanía de la que surgió nuestro anhelo odiseico, ese anhelo por un pasado que ahogó al presente? Walter Benjamin encontró una de las piedras nodales de la relación de la modernidad con la experiencia de lo nuevo en esa relación con el pasado: “A la forma del nuevo medio de producción, que en un principio sigue estando dominada por la del viejo, corresponden en la conciencia colectiva las imágenes en que lo nuevo se entremezcla con lo viejo […] en estas imágenes del deseo aparece la firme intención de distanciarse de lo anticuado, pero esto significa, de lo anticuado más reciente”. No es casualidad que tratemos de encontrar en la modulación de la interacción virtual los ecos de la presencialidad aúlica. Pero la imagen del “deseo” que aparece en los anhelos virtualizantes no es la de este pasado moderno y acelerado de fines del siglo XX (que comienza a configurarse probablemente hacia mediados de los '60, en la llamada “modernización” de la vida cultural en Argentina), sino la de un pasado más  remoto: la modernidad más primigenia.

Esta modernidad de principios del siglo XX configuró gran parte de las construcciones imaginarias de varias generaciones, hasta el ocaso del siglo. Era una modernidad cuya imagen se construía en el encuentro cara a cara en la mesa familiar, en un bar, en el mismo barrio de la juventud; la imagen de una desaceleración de la vida cotidiana; la imagen de sujetos que no cambiaban sus hábitos aprendidos en su juventud, y que decidían quedarse a vivir en el mismo lugar donde habían recibido las primeras y astutas enseñanzas de su educación sentimental; o sea, la imagen de un pasado mitologizado, difuso. La virtualidad, y en principio su vanguardia, las redes sociales, plantea la posibilidad de una vuelta a ese pasado mítico de la cercanía: encontrar en esas redes a alguien que compartió nuestra primera juventud veinte o treinta años atrás significa volver a estar en la cercanía a partir de la lejanía. Y al mismo tiempo, por las particularidades de sus soportes, el encuentro virtual nos permite imaginar un tiempo de la desaceleración en esa compañía constante que suponen las redes sociales.

Lo imposible de ese presente que irrumpe más allá de los ponderables virtuales nos coloca en una dimensión por fuera del pasado sin historia y de un futuro virtual. Lo imposible derrota al mito de la virtualidad, construido sobre la base de una vuelta a un pasado de encuentro en la cercanía que no es (ni fue necesariamente) tal. En lo imposible irrumpe, amenazante, descolocador, urgente y rencoroso, el presente de lo necesario.

En otro grupo de WhatsApp, entre soberbias discusiones (que no hacen más que registrar una parte de la megalomanía de algunos docentes) sobre quién ideó el mejor ejercicio para trabajar a distancia, una colega avisa que una de sus estudiantes tiene dengue. La respuesta no se hace esperar: "Pero puede seguir trabajando…". No es la aparición de lo imposible lo que aquí emerge sino de la tontera de lo innecesario.

 

 

 

 

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