ORLANDO

 El Señor de las Tierras de Afuera

 

Recrudece la virulencia, acá y tantas otras partes del mundo. Es trágico, es desolador, parece ser inevitable. El jefe de epidemiólogos de la Agencia de Salud Pública de Suecia, Anders Tegnell, se rasga las vestiduras. "Creímos que nuestra sociedad segregada por edad evitaría una situación como la de Italia, donde varias generaciones viven a menudo juntas. Pero se demostró que estábamos muy equivocados. La cifra de muertos subió de forma dramática", se lamenta ahora que los países limítrofes le cerraron las fronteras.

En nuestro país del sur tantos y tantas ponían a Suecia de ejemplo en un intento bifronte de negar la aterradora pandemia y a la vez minar al gobierno actual. Salieron a protestar y a compadrear y así nos está yendo.

Una nota al margen: esa misma gente (para no calificar) solía decir que las clases bajas no merecían tener un plasma. Esa misma gente ahora, de enfermarse, reclamará plasma como la panacea. No será algo ni remotamente parecido, pero el vocablo es el mismo y ya sabemos: el lenguaje es un virus del espacio exterior, Burroughs dixit, y la contaminación está a la orden del día.

Hablando del espacio exterior, confieso que uno de los mayores sueños de mi infancia y primera juventud fue ser exploradora. Algo de eso hubo. El periodismo me llevó lejos, la literatura también. Ahora me convertí en exploradora de la propia biblioteca que sus buenas sorpresas y maravillamientos me depara, pero cada tanto con valentía y suma prudencia organizo una expedición a las Tierras de Afuera.

Eso que antes llamaba mi vereda, mi café, el restó o la plaza, hoy se ha desdibujado. Lo que solía ser tan propio es hoy otro y es ajeno. No me quejo por eso. Hay cosas tanto peores y saber asumir el cambio nos hace humanos, casi tanto como hermanarnos con el dolor de los demás. Agradezco el simple hecho de estar respirando libremente. Con barbijo.

Así pertrechada y con mochila en ristre, pocos días atrás me dirigí a mi almacén favorito, en realidad una pequeña boutique de productos orgánicos. Al salir entendí que ahora caminamos como con anteojeras, sólo atentas a quienes se cruzarán en nuestro camino, y si bien solemos sonreírles tras la mascarilla, tratamos de pasar lo más lejos posible. Pero al emerger de la “veggie, vegan, koshop”, con los fitonutrientes y los antioxidantes y demás gualichos del hoy, me topé en la esquina de enfrente con una escena del ayer. Imagen de otros tiempos y de otras preocupaciones: un homeless, un sin techo, un hombre en situación de calle cuando la calle ya no es lo que era entonces ni mucho menos.

Llegué hasta metros (uno y medio) del buen hombre ya entrado en años y lo saludé cordialmente. Mirándolo a los ojos, claro está, con toda intención. Al verlo me había venido en un flash el recuerdo de un extenso artículo leído en mis tiempos de Manhattan, allá en los '80, cuando lo que se viralizó fue el vocablo homeless porque cantidad de sin techos pululaban por las calles de la superpoblada ciudad. Se trataba de un texto entrañable. Le habían encargado a una destacada periodista india que comparara a los desclasados habitantes callejeros neoyorquinos con los de su Calcuta natal. Tras extensas y fructíferas indagaciones, la periodista había llegado a la conclusión de que mucho mejor estaban sus compatriotas. Allí tenían un lugar de pertenencia, porque aunque ese lugar fuera el más astroso del mundo elles formaban parte de una casta, la más baja de todas, pero una casta es decir parte del tejido social. Y así vivían y así morían, en la calle o en las alcantarillas pero entre pares, sin depender de las miradas de los otros. En cambio los parias neoyorquinos que sí dependían de los otros para la eventual caridad, iban lentamente enloqueciendo es decir perdiendo el alma, deshumanizándose, porque se habían vuelto invisibles y ya nadie los miraba aunque les dieran limosnas.

Por eso al llegar a su vera y manteniendo el distanciamiento prescripto, saludé a nuestro hombre de la esquina no rosada mirándolo a los ojos. Me devolvió el saludo con igual cordialidad, se ve que estaba acostumbrado, pero estos no son tiempos de permanecer en la calle, pensé, y menos ahora que viene el frío. Le pregunté si necesitaba ayuda y me dijo que no, muchas gracias. Le pregunté si le habían ofrecido ayuda, algún refugio, algo, me dijo que no. Asombrada, le ofrecí averiguar por él, avisar a alguna autoridad (fea palabra, entendí, pero no se me ocurrió otra), a alguna autoridad competente para que le dieran una mano y le brindaran un lugar donde pernoctar. Ahí se alarmó el hombre y se volvió verborrágico, alegando que hacía más de veinte años que vivía de esa manera y era su elección, a cielo abierto bajo las estrellas de noche para despertar a la mañana con el canto de los pájaros, y que jamás querría refugio alguno porque allí no sólo se llenaría de piojos sino que le robarían sus pertenencias.  Que a él no le faltaba nada, ni a su perra allí echada a su vera, y para demostrarlo exhumó un tupper de ravioles en salsa de tomate y ofreció convidarme, insistiendo que estaban muy ricos y que había comido también milanesas, que nunca le faltaba comida y como no bebía ni consumía sustancias su vida era sana y feliz. Y en lugar de quedarme allí parada (eso no lo dijo) si tenía celular que buscara una película que le habían hecho, Vida en Falcon.

Yo me llamo Luisa, le dije, ¿y usted? Orlando, me contestó, dándome pie a asociaciones futuras. ¿Tiene alcohol en gel? , me preocupé como último recurso, ¿barbijo? Orlando se subió su raído echarpe hasta taparse la nariz y de despedida me dijo: Vaya tranquila, doña, yo sé cuidarme. No deje de ver la película. 

La palabra Falcon me pudo haber traído memorias de virósicos peligros en tiempos de la infame Triple A de López Rega, pero como todo eso lo escupí (perdón, escribí) en su debido momento, sólo recordé haberme cruzado a lo largo de los años con el dichoso auto lleno de gatos a la vera del bosque de Palermo, por el lado del golf o a la vuelta de esa misma calle, con un amable grupo de destechados charlando en la vereda frente la destartalada catramina.

En aquellos tiempos no tenían aspecto de necesitar ayuda alguna, estaban en la suya, en su propia salsa. Pero ahora no. Orlando se encontraba solo, sin gatos si bien con perra (canina), un Orlando del todo ajeno al multisex de Virginia Woolf pero emparentado con el de Ariosto: Orlando el Furioso, el caballero indómito. Callejero, en este caso, indómito sin duda. Amo y Señor de las Tierras de Afuera.

Pero se viene el invierno, se va a largar el temporal, el Falcon ya no está, ahí no más a la vuelta lo que sí está, inamovible, es el Instituto de Rehabilitación con su gran parque y una zona como de cobertizos abandonados. No se me ocurrió nada mejor que entrar en busca de algún ser humano a quien consultar, y apareció un guardia tipo patovica de bailanta, a quien le conté el caso y pregunté si no podrían permitirle al señor Orlando, destechado vecino, pernoctar allí en algún rincón. Este es un hospital, se indignó el patovica guardián. Por eso mismo, le dije; para esto están los hospitales. Hay una pandemia, me retrucó el patovica por si no me había dado cuenta. Razón de más, le retruqué; a eso me refiero.

No logré conmover a esa alma de piedra y salí con el rabo entre las piernas, pensando que a nuestro hombre de la esquina, sin Falcon ni nada parecido y en esa zona del Bajo Belgrano de puras empalizadas, le hacía falta al menos un zaguán donde guarecerse del temporal que se avecinaba.  Me consoló la idea de que al menos comida no le faltaría, y camino a casa me volvió a la memoria aquel lejano bum que en mi otro barrio ya tan distante en el tiempo pero no en el cuore, el West Village neoyorquino, me abordó pidiéndome un dolarcito para comer. Eran las dos de la mañana, yo salía del supermercado abierto veinticuatro horas habiéndome aprovisionado para el desayuno, no me quedaba ni un centavo pero sí unos víveres. Metí la mano en la bolsa y saqué un pote de yogurt, que le extendí. El joven vagabundo superarropado tomó el pote con espanto, lo miró a trasluz y luego de madura reflexión me preguntó: ¿Esto es sano? 

Ya de regreso en casa, tras el arduo ritual de lavandina y alcoholes y cambio de calzado y ropas y mani pulite, YouTube me lo devolvió a Orlando quince años más joven, parecido porte, idéntica filosofía. Y al Falcon epónimo. El documental a la sazón se presentaba en el Malba, habiendo ganado el Premio Especial del Jurado en el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires. En esos días la vida le sonríe, Orlando es Orlando Gómez, ex taxista, lleva ya cinco años viviendo al aire libre bajo techo móvil tras la muerte de su esposa,  a él se acerca un tal Luis Gómez a quien Orlando le enseña no sólo el arte de vivir en un automóvil lo menos desvencijado posible sino también a manejarlo, porque se impone alejarse de allí en caso de inundación. Bajo Belgrano, a no olvidarlo, tierras de relleno. Otros tiempos, cuando quizá no los expulsaban tanto por gentrificación zonal. El film incita a la sonrisa, una vecina que lo conoce habla de él con aprecio, dice de “Orly” que es “un kilo de papas y dos pancitos”, y todo cae en su lugar cuando se me hace la luz y ¡aleluya!, estoy en contacto vía mail con el director y creador de Vida en Falcon. Jorge Gaggero, nada menos, el que manda asiduos links a notas que son de interés. Le escribo de inmediato, de inmediato me contesta que lo siente, no, no se trata de él la peli sino de su hijo, y Jorge Gaggero hijo me escribe a vuelta de click. “Que bueno qué te hayas acercado a Orlando, un ser tan hermoso y especial” me dice, y combinamos para ir a verlo al día siguiente.

Caminamos las cinco cuadras desde casa hasta el espacio residencial de Orlando, el viejo Orly, y en el camino Jorge me cuenta la continuación de la historia más allá de lo que puede verse aún hoy en YouTube, y cómo le compró una camioneta con la plata del premio obtenido por el documental. Lo encontramos a Orlando a mitad de cuadra, su ropa tendida en el cerco al sol, secándose después del temporal que sí, se desencadenó esa noche y él encontró un refugio que explica de manera confusa. La camioneta ha quedado varada y destartalada y repleta allá por Figueroa Alcorta, la vida sigue y yo dejo a director y protagonista disfrutando la emoción del reencuentro. Cruzo a la otra esquina, a la “koshop” para hablar con su joven dueña y contarle del milagro que estaba teniendo lugar allí enfrente. María y su hija ya sabían del film aunque no lo habían visto, y tenían muy en cuenta a ese habitante de la calle a quien muchas veces le llevaban un sándwich de salame o mortadela, comprado claro está en el maxikiosco de al lado, porque deben imaginar –aunque nadie lo mencione— que el Señor de las Tierras de Afuera no considera sanos los antioxidantes y fitonurtrientes y veggies y vegans que ellas venden.

Me alegró mucho reencontrar a Orlando, me dice por fin Jorge cuando termina la entrevista. Me encargaré de que no le falte nada y te aviso. Pero no te preocupes por él,  seguro que ya está inmunizado contra todos los virus.

Esperemos, le contesto, que no lo echen de su reino: las Tierras de Afuera.

 

 

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