LA MEMORIA SE RECONSTRUYE

Ni abandonades ni detenides, mal que le pese a San Emeterio

 

El Tribunal Oral Federal 2 de San Martín escuchó el lunes los primeros testimonios de hijes y hermanes de víctimas de los “vuelos de la muerte” que despegaban del predio militar de Campo de Mayo durante el terrorismo de Estado: Daniel Rosace, hermano de Juan Carlos; Edith Accrescimbeni, hermana de Adrián; Rodolfo Novillo Corbalán, hermano de Rosa; y Adriana Arancibia, a quien acompañó su hermano Martín, ambos hijes de Roberto Ramón. Cuatro personas asesinadas en la clandestinidad cuyos cuerpos aparecieron en plena dictadura en las costas del Río de la Plata, fueron enterrados como NN e identificados décadas más tarde. Los jueces Walter Venditti, Eduardo Farah y Esteban Rodríguez Eggers juzgan a cinco militares retirados del Batallón de Aviación del Ejército 601: Luis del Valle Arce, Delcis Malacalza, Horacio Alberto Conditi, Eduardo Lance y al múltiple condenado Santiago Omar Riveros.

 

 

Las confesiones del capellán

Daniel Rosace se refirió a su hermano Juan Carlos como “un lindo pibe”. Era seis años mayor que el Tano, que tenía 18 años cuando fue secuestrado en la casa familiar de Santos Lugares por un grupo de tareas de la dictadura el 6 de noviembre de 1976. Tomaron como blancos a estudiantes de la Escuela de Educación Técnica 4 “Ingeniero Emilio Mitre” de San Martín. A él lo utilizarían al día siguiente para secuestrar a su amigo, compañero de escuela y de la Unión de Estudiantes Secundarios y tarjetero como él de un boliche de San Miguel, Adrián Accrescimbeni.

Daniel y su mamá creyeron por mucho tiempo que era posible encontrar con vida a Juan Carlos. Su papá no. “Me lo mataron”, solía repetir luego de la corta entrevista que habían tenido con un capellán del Ejército a quien había visto en Los Polvorines. De tonada italiana, el cura lo tomó por el hombro, lo acompañó unos pasos y le hizo entender que a Juan Carlos no lo iban a volver a ver con vida. “Usted ha estado en la guerra, entiende cómo es esto”, le dijo el capellán.

Además de desalentar a las personas que buscaban a sus familiares secuestrados, los vicarios castrenses se ocuparon en aquellos años de lavar las almas de quienes consumaron los crímenes más atroces. Existente desde los primeros años de la independencia, la institución del Vicariato Castrense fue formalizada con acuerdo de la Santa Sede en 1957 para “proveer de manera conveniente y estable a la mejor asistencia religiosa de las Fuerzas Armadas de Tierra, Mar y Aire”. Cuenta el doctor en historia Facundo Cersósimo, especializado en el tema, que la institución fue clave en la “cruzada anticomunista”, legitimando la violencia estatal en la “guerra justa”.

Uno de los casos emblemáticos del vicariato es el del capellán Marcial Castro Castillo, quien en 1979 escribió un libro sobre ética y represión en el que decía: “Este es un libro dirigido al Oficial combatiente. No se escribió para teólogos ni filósofos ni juristas, sino para responder a los requerimientos de la acción, iluminándola con la más clara y práctica doctrina tradicional en el pensamiento y el derecho cristianos”.

Los Rosace no retuvieron la identidad del vicario de acento tano que visitaron en Los Polvorines y que conocía el destino de Juan Carlos. En Campo de Mayo ofician numerosos capellanes distribuidos entre los comandos, las escuelas, las compañías, el hospital y la prisión. Uno de los más destacados a fines del siglo pasado fue Luis Mecchia Agnola Pascuttini.

Nacido en 1921 en la región italiana de Friuli, Mecchia llegó a Los Polvorines a mediados de siglo XX. En 1957 fundó allí la Parroquia Inmaculado Corazón de María con su debida escuela. Entonces comenzó a difundir la doctrina de la guerra contrarrevolucionaria y pronto fue designado como capellán en el Comando de Institutos Militares de Campo de Mayo, donde se desempeñó antes, durante y después del período dictatorial, hasta casi llegado el nuevo siglo. Cuando en septiembre de 1980 se realizó el IV Congreso de la Confederación Anticomunista Latinoamericana en Buenos Aires, la comitiva principal visitó Campo de Mayo y Mecchia ofició la misa.

Declarado ciudadano ilustre de Malvinas Argentinas, falleció en 2010. Tenía 89 años. Monseñor Mecchia hizo escuela y hasta marcó los senderos de Francisco, como cuenta Daniel Sempé en su libro sobre el Papa. En numerosas necrológicas se le adjudica haber creado las capellanías de la Escuela de Inteligencia y de la Aviación del Ejército. Al despedir sus restos, el intendente Jesús Cariglino sostuvo emocionado que “se ha ido un gran guía espiritual de toda la comunidad”. Una calle del partido lleva su nombre.

 

 

Ex capellán Mecchia Agnola Pascuttini. Foto: boletín Anunciar.

 

 

 

Ocultamiento del crimen

Los Novillo Corbalán eran una familia numerosa y humilde, gran parte con militancia en el PRT. Por ello mismo sufrieron desde comienzos de los ‘70 la persecución de los organismos represivos del Estado y muchos de ellos fueron secuestrados durante la dictadura.

En la audiencia del lunes, Rodolfo, el menor de diez hermanos, declaró ante el tribunal por el secuestro y asesinato de su hermana Tota. Los restos de Rosa Eugenia Novillo Corbalán fueron identificados en 1998. Estaba enterrada como NN en el cementerio del partido bonaerense de Magdalena. Su caso reviste una peculiaridad: su entierro sin identificación consumó una segunda desaparición.

El cuerpo destrozado por el impacto contra el agua fue encontrado a fines de 1976, medio año después del secuestro. Los policías que iniciaron el expediente por la aparición del cuerpo ordenaron la disección de sus manos para que en los laboratorios policiales de Capital Federal se hicieran los estudios dactilográficos que permitieran la identificación. En febrero de 1977 recibieron los resultados, con nombre y apellido. La autopsia por otro lado indicaba que había sido asesinada antes de ser lanzada al mar. Aun así, sin avisar a la familia ni informar a un juez competente, la enterraron como NN.

Julio César Morazzo y Moisés Elías D’Elía son los oficiales policiales que consumaron la segunda desaparición de Rosa. Morazzo se desempeñaba en el destacamento policial de Cristino Benavídez en Punta Indio. D'Elía era su superior, titular de la Subcomisaría de Verónica. Ambos enfrentan hoy un proceso penal por delitos de lesa humanidad ante el Juzgado Federal 3 de La Plata. “Esta irregularidad notoria, brutal, que se ventiló en el Juicio por la Verdad que se hizo en La Plata en el 2000, llevó a que nosotros hagamos una presentación judicial”, narró Rodolfo ante el tribunal.

 

 

Lazos de solidaridad

Don Lorenzo el carnicero salió corriendo apenas leyó la noticia. “Buscan a familiares de niños abandonados”, informaba la crónica de Clarín el 24 de noviembre de 1977. No tuvo que decirle nada a María Antonia, su clienta y vecina. Sólo le mostró la foto. Eran sus nietes Adriana y Martín. Estaban en el orfanato Riglos de la localidad bonaerense de Moreno.

 

“De pronto solos, perdidos” y “la policía los encontró”. Clarín 24-11-77.

 

 

Adriana, que entonces tenía tres años, declaró el lunes ante el tribunal. Contó que desde entonces no se aleja de su hermano Martín, tres años mayor. Su papá y su mamá, Roberto Arancibia y de María Zago, eran militantes del PRT-ERP. Él, dirigente sindical, había sido delegado gremial en Gas del Estado en su provincia natal, Salta. Ella, médica especializada en gerontología, era una de las responsables médicas de la organización político-militar. Tenían 38 y 33 años.

Cuando el 11 de mayo de 1977 se produjo el secuestro en una casa del Microcentro porteño, Zago llegó a recordarle a Martín que no se olvidara que tenía a su abuela paterna en Salta. Martín lo recordó. El día del secuestro los hermanos fueron dejados con un vecino del mismo piso. Luego los llevaron al orfanato. Allí, cuando Martín pidió que llamaran a su abuela María Antonia, las autoridades creyeron que fabulaba. Por alguna razón o “gracias a Dios”, como cree Adriana, no los separaron durante los meses que pasaron en el orfanato, hasta que las autoridades del instituto se decidieron a publicar el aviso con sus fotos en un diario. Por las dudas, Adriana aclara que a elles no les abandonaron.

 

 

A salvo, con la abuela María Antonia.

 

 

 

San Emeterio

Eduardo San Emeterio es defensor de militares. Durante la audiencia muestra que su reputación está bien ganada. “Sostiene el discurso de la guerra”, dice uno de los presentes virtuales. Sus inquisiciones lo delatan. Pregunta y repregunta sobre las responsabilidades político-militares de les militantes víctimas.

“¿En qué rama paramilitar del ERP participaba su hermana?”, le pregunta a Rodolfo. “Ah, ¿no tuvo intervención militar?”, repregunta cuando Rodolfo responde que Rosa hacía trabajo territorial y sindical. También apunta a la fuga de la cárcel cordobesa de El Buen Pastor la noche del 24 de mayo de 1975, cuando escaparon 26 presas. Rodolfo explicó que Rosa había sido sobreseída y puesta a disposición del Poder Ejecutivo Nacional. San Emeterio no pierde oportunidad de remarcar que la responsable de la represión era Estela Martínez de Perón y no los militares, pese a que para entonces Córdoba ya había vivido el Navarrazo.

San Emeterio muestra otros tips de la defensa. Cuestiona la afirmación de que los cuerpos fueron arrojados desde aviones. También que las víctimas fueron desaparecidas en el predio militar de Campo de Mayo. Los testimonios de los familiares sin embargo empiezan a armar el rompecabezas.

Por un lado las pericias de los cuerpos hechas al momento de su hallazgo, en plena dictadura, se destacan tan concluyentes como los estudios sobre sus restos hechos por el Equipo Argentino de Antropología Forense décadas más tarde. Por el otro los testimonios son lo más concluyentes que pueden ser en razón del sistema clandestino y desaparecedor del Estado terrorista.

Rodolfo trajo el conocido testimonio del ex conscripto Eduardo Cagnolo, secuestrado luego de prestar el servicio militar obligatorio en Campo de Mayo. Oriundo de la ciudad cordobesa de Bell Ville, Cagnolo les preguntó a Eduardo Merbilháa y Domingo Mena, militantes del PRT, con quienes compartía cautiverio, si algún coprovinciano había estado allí. Merbilháa se refirió a “la pucheta”. Rosa Novillo era compañera del militante del PRT Guillermo Pucheta. La pareja se había asentado tiempo antes en la localidad bonaerense de Campana, que formó parte del Área Militar 400, circunscripción alcanzada por los mandos de Campo de Mayo.

Accrescimbeni y Rosace formaron parte de la misma caída en San Martín. Los Rosace, luego del secuestro de Juan Carlos, tomaron contacto con un sobreviviente de Campo de Mayo que había estado secuestrado junto a Juan Carlos y que recuerda la zona como un gran descampado con galpones y con métodos de cautiverio que se reconocen hoy como propios de aquel centro de exterminio.

Adriana, por su parte, sabe que su papá estuvo en Campo de Mayo porque Juan Farías, desaparecido en el CCD Vesubio, fue llevado al principal predio militar de la Zona de Defensa IV para carearse con el hombre grandulón que soportaba la tortura sin revelar su identidad. Farías le contó a su hijo homónimo de 14 años, también secuestrado, que reconoció a Eloy (el papá de Adriana) como quien le daba los periódicos de El Combatiente para repartir. Su mamá, María, no volvió a ser vista luego del secuestro.

Tanto Adriana Arancibia como Rodolfo Novillo no pierden espíritu pedagógico para corregir al abogado defensor. Cuando éste pregunta a Rodolfo por su detención el testigo aclara: “A mí me secuestraron”. Cuando le pregunta a Adriana por una declaración que hizo ante la prensa tiempo antes, donde lamentó no poder recordar a su papá y a su mamá, ni nada de lo vivido, ella responde: “La memoria se reconstruye, señor”. Y San Emeterio se ofusca.

 

Audiencias virtuales en tiempos de pandemia.

 

 

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