REPUBLIQUETANOS

Ni la República ni la división de poderes son lo que los republicanos argentos creen

 

Una cuestión política

Las reacciones de Juntos por el Cambio y del intelectual orgánico de la derecha Carlos Pagni ante la carta en la que Cristina denunció conocidas maniobras de la Corte, ponen en evidencia que la cuestión es esencial y principalmente política.

Esencialmente política porque cuando desde lo más alto del Poder Judicial se persigue a Cristina —al validar pruebas truchas en la causa de los cuadernos a la parrilla, por ejemplo— y se protege a Macri —para lo cual los jueces Bruglia y Bertuzzi fueron mantenidos en cargos que no les corresponden, por ejemplo—, no se está atacando solamente a la lideresa del Movimiento Popular y cubriendo al principal responsable político del proceso de despojo a los sectores populares y destrucción del país entre 2015 y 2019; no, la estrategia apunta a lo que cada uno de ellxs representa en términos de proyecto social, político y económico.

Pero además —y esto es crucial— queda desvelada la pertenencia de buena parte de la judicatura al bloque de poder que consumó y se benefició con la agresión de esos 4 años: la independencia realmente existente de ese sector de magistrados es la independencia respecto de los intereses populares; más aún, los enfrenta abiertamente. Tal pertenencia no es algo nuevo y menos todavía una exclusividad criolla. Lo nuevo es el desparpajo con el que algunxs miembros de la mafia autóctona defienden la república mafiosa, fase superior de la república oligárquica.

Asimismo, es inocultable que ambos textos —el de Pagni explícitamente— insisten en el intento por debilitar al Frente de Todos dándole un carácter dramático e insuperable a las diferencias que imaginan entre Cristina y el Presidente. En otras palabras, la denuncia de CFK y las reacciones de los afectados constituyen un episodio más de la actual lucha de clases en la Argentina, que enfrenta a un proyecto oligárquico-financiero-autoritario con otro de desarrollo integral autónomo y democrático. Esta es la verdadera grieta que no puede cerrarse, si cerrar se entiende como sinónimo de consenso: la puja debería resolverse como resultado del enfrentamiento en la arena política. En particular, es una ingenuidad suponer que el aparato judicial se va a autodemocratizar, o que va a desplazar por sí a jueces y fiscales que hayan cometido delitos: no se conocen aquí y tampoco en otras latitudes antecedentes de corporaciones que se hayan autodepurado.

 

 

Malversación histórico-ideológica

Como ha ocurrido sistemáticamente y sin excepciones a lo largo de la historia, los sectores dominantes han tergiversado conceptos —que suelen gozar de buena prensa— para falsear, ocultar o justificar sus acciones y privilegios del pasado y del presente, así como publicitar sus pretensiones con la vista puesta en el futuro.

El procedimiento consiste en amputar la historicidad del concepto en cuestión y, como consecuencia, despolitizarlo y atribuirle un significado único y despojado de toda connotación ideológica: una abstracción que convierte a quien la predica en abanderadx de un valor absoluto. Es lo que han hecho aquí con los conceptos república y división de poderes, que, como todo concepto filosófico-político, son fundamentalmente históricos.

Así se pierde de vista que tanto el origen como la evolución de los Estados y sus instituciones, en particular sus Constituciones, han sido siempre y en todo lugar el resultado de luchas políticas que al definirse reflejaban una determinada correlación entre las fuerzas sociales contendientes.

“La esencia del sistema republicano radica en la necesidad de limitar al poder. La sociedad se protege de la posibilidad de ser avasallada por la política a través de dos dispositivos principales. La independencia judicial y la libertad de prensa” […] La carta “es un agravio estridente a la división de poderes”, escribe Pagni sin ponerse colorado: él, columnista principal del medio de prensa que expresa desde hace 150 años a la oligarquía —colonizadora del Poder Judicial—, que legitimó golpes de Estado y que adoctrina a las capas medias en perjuicio propio y de esa sociedad que “se protege de la posibilidad de ser avasallada”.

“La carta de la Vicepresidenta, avalada por el Presidente, es un intento de cambio del sistema constitucional de división de poderes por un sistema de reforma constitucional que rompe definitivamente el sistema republicano”, dice el comunicado firmado por quienes designaron y destituyeron jueces violando disposiciones constitucionales, hasta conformar un dispositivo que logró hacer de una parte del Poder Judicial un instrumento de homologación de negociados y persecución de opositores.

Sin perjuicio de otras consideraciones, estos pronunciamientos implican una grosera tergiversación histórico-ideológica, que si bien podría ser consecuencia de la pura ignorancia, sirve a los fines de ocultar los verdaderos propósitos perseguidos. Ni la esencia del sistema republicano radica en la necesidad de limitar el poder, así, en abstracto; ni hay un intento de cambio del sistema constitucional de división de poderes que, por otra parte, no es el sustento del sistema republicano sino un obstáculo a su plena realización, como trataré de mostrar.

Los asertos pagnianos y cambiemitas tendrían validez —aunque parcial— si se aclarara que corresponden a la ideología liberal, reciente en términos históricos, y que no solamente no inventó el concepto de república sino que es posterior a las distintas tradiciones del republicanismo, salvo a la oligárquica.

 

 

Republicanismo

Es interesante partir de la relación histórica entre igualdad, libertad y fraternidad, consigna de la Revolución Francesa, que inspiró las acciones de San Martín, entre otros.

 

 

 

 

Fraternidad es una metáfora conceptual que tuvo por dominio inicial la vida familiar, y luego se proyectó a la sociedad y a su esfera pública, lo que constituyó una anomalía: en la tradición escrita recibida de la filosofía política clásica esos dos ámbitos —la vida pública civil y la privada doméstica— solían relacionarse con metáforas conceptuales pero en sentido inverso, partían del ámbito civil, de la comunidad política, y desde allí se transmitían a la vida privada. Son célebres las metáforas de Aristóteles que proponen un orden doméstico, en las que el padre de familia gobierna republicanamente a la mujer, monárquicamente a los hijos y despóticamente a los esclavos.

Fue Aspasia —si hay que creerle a Platón en la burla que de ella hace en el Menéxeno— quien usó por primera vez la metáfora política de la fraternidad. Y la usó en un sentido radicalmente democrático-plebeyo, es decir, como universalización de la libertad republicana y de la igualdad, entendida como reciprocidad de ricos y pobres en la libertad. “Maestra y concubina” de Pericles decían quienes pretendían degradar la democracia plebeya ática difamando a ambos: la difamación política no se inventó en nuestros pagos.

 

 

Aristóteles, Platón, Pericles.

 

 

En los tiempos post-clásicos se encuentra también la metáfora política de la philadelphia, de la fraternidad, pero con un contenido muy distinto. El judío helenizado Pablo lo transmitió a un cristianismo que se difundió vertiginosamente en todos los territorios del Imperio Romano, colonizando los cerebros de las “clases domésticas” subalternas. La fraternidad expresa ahora no el ideal republicano-democrático aspasiano de universalización de la libertad republicana, sino todo lo contrario: el imperativo monárquico-imperial de una vida civil pública regida patriarcal y despóticamente en la que todos —amos y esclavos, tiranos y súbditos— deben quererse fraternalmente como miembros de una misma familia — familia viene de fámulo, esclavo, diría uno de los recordados Grondona. Vale decir, había que cerrar una grieta infinita.

Más acá en el tiempo, la divisa republicano-revolucionaria francesa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” fue acuñada por el diputado Robespierre en un célebre discurso parlamentario de 1790, con un sentido inequívoco: después de oponerse desde el principio a la división de los ciudadanos en “activos” y “pasivos” y al sufragio censitario con el que trataba de reservarse una ciudadanía exclusiva para los ricos, quería —como Aspasia— la democracia revolucionaria, es decir, la universalización de la libertad y de la igualdad republicanas: una vida civil que hiciera políticamente irrelevantes las distinciones entre ricos y pobres, una vida social y económica en la que los pobres no tuvieran que pedir permiso a los propietarios ricos para existir. Esto significaba república y fraternidad en la Europa de la época: plena incorporación de los pobres y de todas las antiguas “clases domésticas” a una igual libertad civil.

 

 

San Pablo, Robespierre, Pagni.

 

 

Con la consigna de fraternidad, el ala democrático-plebeya de la Revolución Francesa convertía el ideal ilustrado de emancipación en programa político de combate para el pueblo trabajador. Emanciparse era hermanarse horizontalmente, liberarse de la tutela del señor o del patrón, de la dominación patriarcal-patrimonial. Los sectores subalternos, antes fragmentados en jurisdicciones, dominios y protectorados señoriales, se unirían como hermanos emancipados que sólo reconocerían un progenitor: la nación, la patria. Hermandad que se extendería a todos los pueblos de la tierra: eso fue la Weltbürgertum ilustrada, la República cosmopolita, que nada tiene que ver con el cosmopolitismo liberal del siglo XIX.

El programa democrático-fraternal fue derrotado tras el golpe de Estado de Termidor, y en 1794 la república de ciudadanos fue sustituida por una efímera república de “gentes honestas”, es decir, de propietarios; sin embargo su ideario se mantuvo vivo entre las poblaciones trabajadoras europeas.

Con la caída de la Segunda República francesa producto de la revolución de febrero de 1848, desaparece la fraternidad como consigna programática de lucha, se eclipsa la milenaria tradición republicana y los conceptos de libertad e igualdad cambian drásticamente de significado. Marx analiza esta época en el 18 Brumario de Luis Bonaparte. Allí explica el fracaso de la Segunda República.

Lo dicho hasta aquí permite ver la historicidad y los consecuentes cambios de contenido del concepto de república, que fue apropiado por las oligarquías latinoamericanas a mediados del siglo XIX — por la pampeana, a partir de Pavón. Desde entonces el significado único que le asignaron es de carácter claramente antipopular y sirvió para constituir republiquetas, no repúblicas; el mismo derrotero que transitó y pretende repetir la oligarquía actual a través de JxC.

 

 

División de poderes

El camino histórico de la independencia del Poder Judicial tampoco fue lineal y unívoco.

John Locke fue el gran teórico del republicanismo moderno, no del liberalismo como nos han enseñado: el liberalismo no existió hasta principios del siglo XIX, ni siquiera como término, como palabra. El Segundo tratado sobre el gobierno civil es la obra maestra del republicanismo moderno. Rousseau, Robespierre y Kant bebieron de esta obra de Locke, inspirada en la Primera Revolución inglesa, de 1649, que fue la que se radicalizó frente a la monarquía.

La idea de Locke que cambia profundamente la teoría política republicana moderna, tomada por Rousseau y más tarde por Kant, se puede plantear en estos términos: hay que pensar la relación entre el pueblo —lxs miembros de la sociedad civi— y las autoridades en clave fideicomisaria; de tal manera que el pueblo es el fideicomitente y la autoridad política, los magistrados, etc., son los fideicomisarios.

Robespierre formula la idea original de Locke cuando propone que el pueblo tiene que tener capacidad para deponer a la autoridad con sólo manifestar que ha perdido la confianza depositada en ella.

Si damos un paso más vemos que, en el Segundo Tratado, Locke dice: “El centro de la soberanía es el parlamento, y todos los demás poderes están subordinados al parlamento”: Locke no era Montesquieu.

La división de poderes de Montesquieu es antidemocrática y antirrepublicana. Montesquieu la utilizó porque era una forma de frenar a la monarquía absoluta, pero la división de poderes desapareció durante todo el siglo XVIII y reapareció cuando los liberales del siglo XIX la exhumaron, pero no para frenar a la monarquía sino para frenar al pueblo. Ninguna constitución democrático-radical del siglo XX recogió la idea de Montesquieu. Para la de la Segunda República española la soberanía está en el Legislativo. El Judicial y el Ejecutivo están separados pero subordinados a aquél; tampoco fue incorporada por la República de Weimar ni por la República Austríaca. En nuestra América no la aceptó la República de México en su Constitución de 1917.

La Constitución mexicana de 1917 fue muy importante porque introdujo en su artículo 27 algo que tiene una gran relevancia política, con derivaciones en relación con nuestro tema: protege la propiedad pero le asigna un fin social, y ese fin social queda determinado pura y exclusivamente por el legislador. La definición de la función social de la propiedad depende entonces de las mayorías parlamentarias; se abrió así un campo amplio para la reforma estructural del núcleo de la vida económica, que no es otro que el régimen de propiedad. Nuestra Constitución de 1949 incorporó la dimensión social de la propiedad, pero no en el grado que lo hizo la mexicana.

Ese artículo 27 fue transcripto en la constitución de la República de Weimar, en la de la Primera República austríaca y en la española de 1931. Esto les costó la democracia y la república a los alemanes, a los austríacos y a los españoles.

¿Qué pasó en Alemania? Se concedió a las fuerzas conservadoras, en compensación por el tratamiento de la propiedad, un amplio margen para la revisión judicial de las decisiones políticas. Al mismo tiempo, se mantuvo intacto el aparato judicial de la Monarquía Guillermina: como vio con claridad Max Weber, los jueces eran irremediablemente reaccionarios, hacían revisión judicial de todas las leyes que se aprobaban en el Reichstag republicano y bloquearon todo tipo de reformas.

La Constitución española fue redactada años después por Luis Jiménez de Asúa, quien percibió aquello que consideró un grave error, razón por la cual esta Constitución no daba lugar a la revisión judicial. Más aún, Asúa sostuvo que “cualquier idea de división de poderes en el sentido de Montesquieu es incompatible con una democracia republicana, como se ha visto en Weimar”.

Como puede apreciarse, la división de poderes no es un dogma republicano sino todo lo contrario, y los abusos de la judicatura argentina actual no son una novedad, ni mucho menos.

 

 

 

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