Superclásico y después

Jugadores esclavos en nombre de un show que debe continuar

 

A la final (en rigor, a la semifinal) el partido del año, el encuentro del siglo, el principal duelo del fútbol nacional, el clásico de los clásicos, el superclásico, no lo ganó, como decía un atorrante amigo, el más mejor. Bah, ganó uno, pero por esa circunstancia azarosa que es la definición por penales. Es que desde varias semanas atrás hubo un tercer equipo –ni siquiera inscripto en alguna división de la AFA– que llegó a imponer condiciones: el Sportivo Covid, que en la Argentina y en el mundo viene achicando planteles y fastidiando muñecos, alguno apellidado Gallardo.

 

Muñeco fastidiado.

 

Es muy loco, particular y especialmente triste lo que pasó en los superclásicos recientes, porque la fiesta terminó antes de empezar. En el 2015, adentro de una cancha, los riverplatenses sintieron en carne propia que el fútbol se manchó con gas pimienta; en el 2018 afuera, y cerca de otro estadio, los boquenses sintieron que marchaban al muere arriba de un micro acribillado a ladrillazos. La conducta irracional de ricos y pobres, negros y rubios, tribuneros y nenes de palco, barras bravas todos, obligó a la excentricidad de que una final de la Libertadores de dos equipos argentinos tuviera que trasladarse a un estadio de Madrid, repleto de borrachos del tablón y de los que nunca hicieron amistades, muchos de ellos flojos de papeles y, para colmo, en mora con la AFIP. Las consecuencias de la pandemia decidieron que en 2020 gallinas y bosteros no pudieran calzarse los cortos. Durante el primer trimestre de 2021 empataron en dos ocasiones (2 de enero y 14 de marzo) y el del domingo pasado fue el tercer partido consecutivo que terminó empatado luego de los 90 minutos. Los tres se jugaron con el escenario sin gente. Luis Enrique, técnico de la selección española, lo dijo con las palabras de un hincha porteño: “Jugar sin público es más triste que bailar con tu hermana”. Para disimular tanta soledad, en algunas canchas del mundo salieron a jugar disc jockeys armando enganchaditos con los típicos sonidos cancheros. Lo que más se escucha entre nosotros son los exagerados bramidos de dolor de los jugadores luego de cualquier roce y, fundamentalmente, los gritos desaforados de los “allegados” que, aprovechando el permiso de ingreso del que gozan, presionan e insultan como los hinchas que son. Las tomas de cualquier estadio vacío, captadas por la tecnología de los drones, son de una extraña y parsimoniosa belleza, pero también de un patetismo insoportable.

 

 

Este fútbol argentino de hoy, descafeinado, con la ausencia de uno de sus grandes protagonistas, tiene un antecedente insoslayable y que conviene recordar: la imposibilidad de que los visitantes puedan alentar a su equipo de modo presencial, prohibición que ya lleva 15 años en los torneos de ascenso y ocho en la categoría superior. Fue otro recurso para alivianar el efecto, muchas veces trágico, de los superclásicos del odio, que podían ser un Boca-River o un Deportivo Merlo-Midland. Esa medida no calmó a los violentos, que como no se podían cruzar en las tribunas se citaban en las inmediaciones. A veces eran entre bandas rivales y en otros eran sectores del mismo club que disputaban poderes y prebendas. Los rayos y centellas no cesaron: les meamos la cancha, les arrancamos los para-avalanchas, les rompemos la sede, hoy de aquí no se van, los esperamos en la esquina, se dijeron relocos y descontrolados.

En este tiempo de paliativos, los hinchas encontraron una salida para estar cerca de sus ídolos: los banderazos. Demasiado juntos y muchos sin barbijo, los aguardan durante horas frente al lugar de la concentración, desafinando consignas de importante contenido bélico como “esta tarde, cueste lo que cueste, esta tarde tenemos que ganar”. Y así como los novios saludan en el atrio, la muchachada despliega su idolatría y su afecto mientras los jugadores alzan su manito desde el micro. Los medios encontraron otros atenuantes. Los que a mí me provocan más indignación provienen de dos señales, privadas, dedicadas al deporte en general y al fútbol en particular. Transmiten los partidos como si fueran radio, entrañable medio que nació relatando fútbol y al que jamás superarán. Ellos son los que intentan legitimar el despojo que significa no poder acceder gratuitamente a las transmisiones del deporte más popular. En el año 2000 Fernando Niembro puso la cara para decir lo que, seguramente, otros no se animaban a plantear: “Este es un país capitalista, no es un país socialista. Hay una empresa que hizo una gran inversión para comprar los derechos. Si quieren fútbol gratis que se vayan a Cuba”.

 

 

Esto no va a quedar así

Según la publicidad de un conocido banco global, con sede en la Argentina, se calcula que en 2041 (o sea acá nomás: dentro de 20 años) el fútbol en el mundo será mixto. No parece un disparate. El domingo pasado, a la misma hora que el equipo del Barcelona, con el genial Leonel Messi a la cabeza, perdía su chance de liderar la Liga de España, el conjunto femenino del club catalán goleaba al representativo del Chelsea inglés en la final de la Champions League femenina. No será la única rareza esperable. Es probable con el avance del VAR el fútbol se volverá más y más tecnológico y, consecuentemente, menos inspirado y espontáneo. Desde hace tiempo los protocolos de la ceremonia futbolera fueron cambiando: del fútbol jugado con encanto y sin necesidad de aclaraciones posteriores pasó a transformarse en el fútbol explicado con conferencias de prensa y convirtiendo a técnicos y jugadores en hábiles (o inhábiles) declarantes. Las acciones del buen jugar, esas que en el mundo volvieron único al fútbol argentino, se confabulan en presentaciones, previamente estudiadas frente a las cámaras.

La era del coronavirus tornaron todavía más patente algunos estragos del profesionalismo, según la FIFA, la Conmebol e incluso la AFA. A saber: 1) Como si fuera otro Estado de Latinoamérica, la Conmebol recibió 50.000 dosis de vacunas con las que se propone inmunizar a las diez selecciones de la próxima Copa América y a los 56 equipos participantes de las actuales Copa Libertadores y Copa Sudamericana; 2) Las sedes de la Copa América serán (¿serán?) la Argentina y Colombia. Diez selecciones deberán transportarse de un lado al otro, lo que probablemente alterará la burbuja sanitaria. Como se sabe, Colombia atraviesa una crisis social gravísima y sus estertores se manifestaron, con riesgo para los deportistas, a varias canchas del país; 3) Para poder cumplir con los poderosos compromisos económicos y comerciales, los equipos deben competir cada 48 ó 72 horas, lo que convierte a los jugadores –soñados como estrellas o privilegiados– en auténticos esclavos.; 4) Planteles casi diezmados por contagios de Covid, sin embargo, deben seguir marcando tarjeta laboral únicamente porque el espectáculo debe continuar.

River afrontó el superclásico con numerosas bajas en su plantel. Y su situación se agravó unos días después cuando 22 jugadores acusaron sintomatología positiva, entre ellos cuatro de sus arqueros inscriptos en la competencia. El miércoles pasado salió a jugar sin arquero, y sólo de casualidad pudo completar a los once del equipo. El Covid hizo pelota el reglamento y convirtió al encuentro que River disputó con un equipo colombiano en un espectáculo que semejaba al circo romano. Acaso en un futuro no demasiado distante, en esos mundos en donde lo único que importa son el negocio y su rendimiento económico, universo que el fútbol argentino integra, esta actividad entrañable deje de jugarse once contra once. El pan y circo tiene sus exigencias. Nada deberá extrañarnos. Hace muy poco la NBA (que auspicia mundialmente el atractivo basket norteamericano) y la multinacional de la historieta Marvel se asociaron para permitir que algunos icónicos superhéroes pudieran intervenir en el marco de partidos reales.

En pos de un fútbol inclusivo, diverso y sostenible: así dice otra publicidad del banco antes mencionado. El spot avizora que, de acá a poco, será posible que un jugador con alguna clase de discapacidad pueda ser parte de un equipo. En el reciente partido de River, la inclusión del medio campista Enzo Pérez en rehabilitación por una lesión muscular y como arquero vino a alertarnos acerca de que el mensaje no es tan ambiguo.

 

 

 

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