Cada vez más jóvenes

Historias en primera persona de casos de Covid-19 en la franja etaria de 20 a 30 años

 

Sabrina y Pamela

Hacía meses que Sabrina Larocca (27) y Pamela Godoy (30) planeaban una escapada de La Plata a Moreno. Se decidieron a viajar durante la última Semana Santa: una visita corta a la familia de Pamela. Todo transcurría normalmente. Estaban tan contentas de reunirse después de un largo tiempo que no desperdiciaban ni un sólo minuto para charlar, cocinar, divertirse.

Uno de los sobrinos de Pamela, de siete años, estaba parando en la casa. En los últimos días de la juntada empezó con un pequeño dolor de garganta, le dieron un ibuprofeno y creyeron que se le pasaría. Al poco tiempo, Pamela soltó unos estornudos. No pasó de eso. Se despidieron y pegaron la vuelta a La Plata, donde viven como pareja desde hace cuatro años.

A los pocos días, la madre de Pamela llamó para decirle que tenía fiebre y que se sentía mal. Sabrina y Pamela, por prevención, decidieron no salir más y guardarse en su casa. La madre se hisopó: dio positivo. No faltó mucho más para que a Pamela le empezara a doler la cabeza, tan fuerte como una cefalea. Supo enseguida que el Covid-19 estaba también en su cuerpo. Desde allí, dividieron la casa en dos: Sabrina se fue con un colchón al living y Pamela se quedó en la habitación. Usaban lavandina para todo. Y se ponían barbijo para los espacios que compartían.

“Me sentía mal por duplicado: por mí y por tener lejos a mi mamá y no saber cómo estaba”, dice Pamela a El Cohete a la Luna. La primera semana no se podía levantar de la fiebre y tuvo problemas para respirar. En la segunda, en vez de mejorar, empeoró: se sentía más agitada y con una tos galopante.

Sabrina nunca tuvo síntomas, pero no fue a hacerse el hisopado porque suponía que por el nexo epidemiológico era posible que se hubiera contagiado. Una amiga suya que es médica les daba consejos por el celular. Trataban de comunicarse a los teléfonos de sus obras sociales pero pocas veces las atendían. Hubo un día en que Pamela se ahogó por la tos y, asustadas, llamaron a una ambulancia. Le midieron el oxígeno, le dijeron que era una reacción normal por el Covid, que estaba bien. Tras veinte de días de estar aisladas, Pamela se empezó a sentir mejor. Al principio no tenían ganas de moverse y siguieron atrincheradas. De forma paulatina comenzaron a salir de la casa, como asomando las cabezas. Querían despejarse de un estrés agotador.

“Estar del otro lado de la casa era súper angustiante –cuenta Sabrina, que trabaja en el Ministerio de Educación bonaerense y estudia Ciencias de la Educación–. No sabía si mi novia estaba bien o mal, más allá de que estábamos todo el tiempo comunicadas. Encima con su familia lejos y la incertidumbre por el cuadro de la madre, que había tenido un principio de neumonía y estaba muy mal. Fueron días muy neuróticos, de seguir trabajando, estudiando, cocinando y limpiando por dos. No podía parar porque me sentía bien y tenía que estar activa para no caer en lo que nos estaba pasando”.

A diferencia de la primera ola, desde comienzos de 2021 los casos de coronavirus en jóvenes de entre 20 y 30 años fueron progresando gradualmente, sobre todo en zonas urbanas. En las últimas semanas, según datos oficiales del Ministerio de Salud de la provincia de Buenos Aires, se registraron un promedio de entre 40 y 50 pacientes en las unidades de cuidados intensivos. Existe una tendencia a un crecimiento sostenido de contagios pero, comparado con otras franjas etarias, la gravedad de los casos no es tan preocupante y, además, la mortalidad es mínima. “Es muy difícil establecer una causa-efecto de ese crecimiento –explica Enio García, jefe de asesores del Ministerio de Salud bonaerense–. Por lo pronto, pueden jugar las nuevas cepas, pero también una disminución en las medidas de cuidado en esta población”.

A Pamela –que trabaja en el Ministerio de Trabajo y está terminando la carrera de Historia–, se le despertó un pensamiento en la recuperación de la enfermedad: creía que por ser joven no le iba a “pegar” demasiado, pero terminó “pegándole” bastante. “Fue bastante traumático porque aparte de que me sentía mal, bastante tirada, sufría lo de mi vieja y su cuadro que empeoraba –reflexiona–. Encima un hermano mío que vive con ella también lo tuvo, y todo se magnificaba. Había días que pensaba que no la vería más. El Covid se siente como algo que nunca acaba. Sabrina me bancó mucho, sin ella en la casa no sé qué hubiera pasado”.

 

Sabrina y Pamela cuentan que la experiencia las llevó a replantearse ciertos hábitos.

 

Lo único que cancelaron fue salir a correr. “Tenemos un grupo de running pero nos dio impresión volver. Todavía no nos pudimos hacer estudios para saber si quedó alguna secuela”, relata Sabrina.

Dicen que antes de contagiarse se estaban cuidando a conciencia. Apenas si salían a hacer las compras y su máxima actividad era cuando iban a ayudar a un merendero del barrio Savoia de City Bell, cerca de su casa. “Esas tareas no se pueden cancelar: hay gente que depende de nuestra colaboración –enfatiza Sabrina–. Son cosas que sentimos como militantes y siempre fuimos súper cuidadosas, usando barbijo, repartiendo en la vereda. Con el verano, pensamos: ‘Tal vez ya lo tuvimos y no lo supimos’. Y entonces salimos más. Ahora los miedos se maximizaron, te vuelve más responsable y mueve a replantearte cosas, como que en su momento compartía mate en la facultad y siempre tenía anginas. Hábitos para modificar. No queremos volvernos agorafóbicas, sentimos contradicciones, porque aún teniendo más seguridades y sin tener ningún tipo de comorbilidad, el virus puede llegar igual. No llegamos a pensar en la muerte, pero hace poco un referente político muy cercano la pasó muy mal y fue un golpazo”.

 

 

Ignacio

El 10 de enero de 2021, Ignacio Amado (29) fue a pasar unos días de vacaciones a Mar del Plata junto a sus amigos. Iban a la playa y aún así mantenían la distancia. El contacto estrecho, sin embargo, era inevitable. De regreso a La Plata, donde viven, un amigo comenzó con dolor de garganta. Pero se mejoró y decidió no hisoparse.

Cinco días después Ignacio regresaba a su casa tras una bicicleteada por la ciudad. A la noche se sintió pesado, como si tuviera una carga en la espalda. Era un cansancio raro y al rato empezó con un pico de fiebre. Al día siguiente dio positivo de Covid-19. “Me sorprendió contagiarme, no lo esperaba. La verdad es que la pasé muy mal, sobretodo por la fiebre”, cuenta Ignacio, que es agente inmobiliario y estudia en la facultad de Arquitectura.

A sus otros amigos no les había pasado nada. Ignacio tomaba paracetamol cada seis horas, pero la fiebre no bajaba. Fueron dos días en los cuales no pudo conciliar el sueño, llegó a casi 40 grados de temperatura y sintió que su cuerpo estaba, literalmente, en otro lugar. No quería internarse: tenía temor a pasar por esa experiencia. Empapado de sudor, apenas si podía hablar por teléfono con su familia, con su compañero de casa, que estaba en otro cuarto, o con el WhatsApp de la clínica donde se había hisopado. Un amigo médico de la familia le recomendó tomar ivermectina: seis pastillas chiquitas que se consumen de un saque. A las seis horas, la fiebre empezó a bajarle. “Fueron doce horas donde me sentí casi muerto”, narra.

Perdió el gusto y el olfato. Cuando le dieron el alta, todavía no los había recuperado. “Fue difícil estar aislado en una época de pleno calor, donde todo el mundo estaba afuera. Por suerte no sufrí cansancio corporal, tuve amigos que no podían subir las escaleras. Creo no tener secuelas, todavía no me pude hacer ningún estudio. Pero volví a andar en bicicleta y no hubo problemas”.

Ignacio siente que haberse contagiado cambió su manera de pensar sobre el virus. Algo que entró a su cuerpo como una invasión repentina, y que por dos semanas lo atrapó entre la incertidumbre y la angustia. “Soy muy amiguero y nos juntábamos entre diez y quince personas. Ahora esas juntadas no las hago hace bastante. Incluso me tomo el tiempo para explicarle a los que no entienden que esto no es joda, que no se pude boludear”.

Y luego concluye: “Como no había tenido a nadie cercano con Covid, un poco lo subestimé. Ahora hay muchos amigos que también se contagiaron y aunque la muerte no estuvo cerca, estamos más alertas, más guardados. No es una enfermedad normal. Incluso después de pasarlo y aunque me sienta sano, se siente como una presencia cercana y hostil, cuando el año pasado estaba muy lejos”.

Algunos analistas ya los nombran como los pandemials, una generación atravesada por el virus. Si la pandemia se impuso como signo de una nueva época donde se han forjado vínculos, experiencias y tramas que aún siguen en permanente transformación, en el caso de los jóvenes no es sólo la crisis económica y social lo que los ha golpeado, sino también la vivencia en carne propia de la enfermedad. Aunque no son los que mayormente están ocupando la capacidad al límite de las camas de terapia intensiva, aunque no son los que engrosan la letalidad diaria, sufren el desconcierto emocional y la enorme carga de sentirse parte de una escalada de contagios tan perturbadora como los proyectos que se caen, la precariedad laboral y los planes de salir del nido familiar que se quedan en el aire.

 

 

Juan

A Juan Cigalino (23) la falta de interacción social le costó mucho el año pasado. En plena cuarentena casi ni salió de la casa que comparte con su mamá y su hermana. A fines de marzo de este año, impensadamente, empezó con algunos síntomas. Se fue a hisopar al hospital y le dijeron que era positivo. Fue como un baldazo de agua fría.

“Comparado con cómo le agarró a otras personas, lo mío fue leve. Dolores musculares y dolor de cabeza, pero sobretodo pérdida del gusto y el olfato”, dice. Esos días sólo iba hasta el baño y usaba barbijo por la cercanía de su familia. Lo primero que sintió fue una línea de fiebre y un desgano absoluto.

“Ni ganas de comer tenía. Eso fue lo peor”.

 

“Uno llega a pensar que este virus es imprevisible y eso paraliza”, expresa Juan.

 

No sabe cómo pudo haberse contagiado. “No me imagino en qué momento puede haber sido, no iba a ninguna juntada masiva ni nada”, enfatiza. Los quince días de la enfermedad lo agarraron con buen ánimo, aunque se preocupó cuando su mamá y su hermana empezaron con dolores de cabeza. Pero se fueron a hisopar y les dio negativo.

Lo más duro, dice, fue la pérdida del gusto. Cualquier cosa que comía daba lo mismo. Se alteró y había veces que tragaba lo indispensable, una sola vez al día. “Intenté no bajonearme y estar equilibrado. Pero lo que sentía era bronca, impotencia. Tenés hambre y querés comer algo que te gusta y eso ni tiene gusto, todo te sabe igual. Es desesperante”.

Estuvo casi dos meses sin recuperar el olfato. Se hizo chequeos y salió todo bien. Ahora dice que quiere cuidarse un poco más y disfrutar las pequeñas cosas, porque siente que hay pandemia para rato. Algunos amigos de su edad también se contagiaron, aunque nadie debió hospitalizarse ni pasó por una situación de urgencia. “Es todo muy raro, porque hay gente que se cuida todo el tiempo y se contagia por razones desconocidas, incluso que llegan a fallecer. Lamentablemente, tengo gente cercana que pasó por esa experiencia. Entonces uno llega a pensar que este virus es imprevisible y eso paraliza”.

El auge de las plataformas virtuales, alimentado por el confinamiento, ha supuesto un alivio parcial para algunos jóvenes –y una ganancia exorbitante para el capitalismo digital–. Juan estudia Ingeniería Civil y trabaja en el Patronato de Liberados. El año pasado le fue difícil concentrarse. Extrañaba el día a día de la carrera saliendo de casa. Ahora siente que cuesta mucho más la rutina del estudio, además de no poder juntarse con sus amigos para encontrar lugares de ocio. “Yo era uno de los pibes que pensaba: ‘A mí es difícil que me agarre, y si me llega a agarrar, seguro que no me pasa nada’. El año pasado había casos aislados, casi ni se conocían. Y este año fue de golpe que se nos vino encima. Al virus no hay que minimizarlo más, porque está demostrado que aunque te agarre de forma leve, es algo muy difícil de sobrellevar”.

 

 

 

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