Vacunas para alimentar

Las mujeres que se cargaron al hombro comedores populares y merenderos siguen esperando las vacunas

 

Ramona nos está mirando. La frase se repite como máxima en las charlas de los vecinos del barrio 31 cada vez que el ánimo decae tras convivir más de un año con la pandemia. Ramona es Ramona Medina, trabajadora de comedores comunitarios del barrio y referenta del área de salud de la Casa de las Mujeres y las Disidencias de la Asamblea de organización La Poderosa. Fue la primera en denunciar la falta de agua en esa zona postergada de la Ciudad de Buenos Aires en plena emergencia sanitaria durante la primera ola. Era insulinodependiente, contrajo coronavirus tras vivir doce días sin agua y murió en el hospital Muñiz con 42 años, el 17 de mayo de 2020. Su partida conmocionó al barrio y a una parte de la sociedad que comenzó a señalar la imposibilidad de “quedarse en casa” cuando las condiciones de vida son el hacinamiento y la falta de recursos básicos tales como el agua, fundamental para no transmitir ni contraer el virus.

A un año de la muerte de Ramona, el barrio 31 lamenta el fallecimiento por covid de otra vecina: Teodora Olloa. Tenía 59 años y era cocinera del merendero “Juana Azurduy” e integrante de la agrupación Somos Barrios de Pie. Oriunda de Perú, había emigrado a la Argentina con sus dos hijas y se había establecido en una de las viviendas del “sector YPF”, a dos cuadras de la nueva sede del ministerio de Educación porteño. Sus compañeras cuentan que hasta el último día estuvo preocupada por “quién iba alimentar a los niños del barrio”. Desde el Hospital Fernández mandaba whatsapps distribuyendo tareas para que la comida llegara a todos. El mismo día que murió Olloa también falleció por el virus Lourdes Huarachi, referente del Frente de Organizaciones en Lucha (FOL) en la villa 20 de Lugano y trabajadora de un merendero del barrio. Ambas muertes revivieron el dolor y la injusticia de la partida de Ramona pero, a diferencia del momento en que ocurrió aquella muerte, el país ya tenía una vacuna. “Somos esenciales y no descartables. Vacunas ya para alimentar al pueblo”, comenzó a ser la consigna elegida por las cocineras de los barrios más marginados de CABA y la provincia de Buenos para pedir que se las incluya en el plan de vacunación.

 

Foto: FM en Tránsito.

 

En el país hay más de 10.000 comedores que alimentan a cerca de 10 millones de personas y son sostenidos por más de 70.000 cocineras, según el Registro Nacional de Comedores y Merenderos Comunitarios (RENACOM). Más del 80% de los comedores y merenderos están dirigidos por mujeres, cuidadoras comunitarias cuyo trabajo la mayoría de las veces no es remunerado. Desde el inicio de la cuarentena, estas fueron consideradas como esenciales. Los comedores cambiaron de modalidad –ahora entregan la comida en lugar de servirla en el lugar– pero nunca cerraron. Las mujeres son las que ponen el cuerpo a diario en los barrios, exponiéndose al virus. Son las que abren sus hogares, sus cocinas, entregan su tiempo y preparan ollas para alimentar a los vecinos. “Nosotras no podemos parar. Si un día no das la merienda enseguida se acerca alguna madre o un nene preguntando con hambre. Sabemos que para ellos es fundamental y nunca dejamos de hacer comida, ni en los momentos de más restricciones”, cuenta Cristina Farías, cocinera del comedor “Arco iris” en el barrio Independencia de José León Suárez. Otras cinco mujeres la acompañan en la tarea. “Son compañeras del barrio y vecinas que se fueron acercando para colaborar. Rotamos porque el lugar es chico y no puede haber tantas personas juntas por los contagios”, explica.

Para Alejandro “Coco” Garfagnini, coordinador nacional de la Tupac Amaru, “son las mujeres quienes históricamente en los momentos de crisis se ponen al hombro a la familia, los hijos, al barrio y a la comunidad entera.” La Tupac tiene 150 comedores en la provincia de Buenos Aires, casi todos comandados por mujeres. Gloria, miembro de la organización y quien desde hace once años dirige el comedor “Gasparini” en Almirante Brown, cuenta que el trabajo de las cocineras se inicia todos los días a las ocho de la mañana con el amasado del pan –que se entregará con el almuerzo, la merienda y la cena– y concluye después de que baja el sol. “Acá siempre hay cosas para hacer. Cuando terminamos de amasar enseguida llega otro grupo de cocineras que prepara el almuerzo. Luego de servirlo limpiamos todo y empezamos con la merienda y más tarde la cena. La necesidad de los nenes y de los vecinos nos obliga a mantenernos activas”.

 

Gloria, de la Tupac Amaru, en el comedor de Almirante Brown.

 

Emparchando el tejido social

Cuando se dio cuenta de que el aislamiento duraría mucho más que quince días, Vanesa Delucca le propuso a su compañero usar el local vacío de adelante de su casa, en el barrio Las Heras de Mar del Plata, para cocinar y entregar viandas a sus vecinos. Un mes más tarde la despidieron de la fábrica en donde trabajaba hace quince años sin indemnizarla y pese a la prohibición del gobierno. Se le cruzó entonces cerrar el comedor y alquilar el local para tener una entrada de dinero, pero pronto se dio cuenta de que no podía dejar de cocinar porque su situación no era la excepción en el barrio sino la regla. “Arrancamos y con el avance de la pandemia nos encontramos que sólo nosotros dos no podíamos mantener el comedor, entonces de a poco se sumaron algunas vecinas”, cuenta. Hoy entregan cerca de 710 viandas por semana aunque la demanda cambia según la época del año. “Durante el invierno, los meses más crudos, no damos abasto. En verano bajó bastante (la demanda) porque la gente hizo algunas changas cuando se abrió la circulación y eso le permitió poder juntar algunos pesos y dejar de venir a buscar las viandas”.

 

Vanesa y su compañero entregan 710 viandas por semana en Mar del Plata.

 

En el contexto de la pandemia global, donde la Argentina ronda el 42% de pobreza y el 10,5% de indigencia –de acuerdo con las mediciones del Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC)– los comedores comunitarios y merenderos se forjaron entonces como la primera respuesta a esta situación alarmante.

Cristina cuenta que en José León Suarez funciona desde hace seis años el merendero todas las tardes y que a partir del año pasado empezaron a servir comida dos o tres veces por semana. “Abrimos el comedor porque había mucha gente en el barrio que no tenía para comer. Empezamos con las ollas y ahora entregamos 30 tapper por día, con hasta siete porciones cada uno, según la cantidad de personas que hay en cada familia”, explica.

En tanto, Garfagnini subraya que la situación de las personas en los barrios populares se agravó en los últimos años. “Cuando dejó el gobierno Cristina (Fernández de Kirchner) los comedores funcionaban básicamente para hacer un diagnóstico social. La gente comía en su casa y eran muy pocos los comedores que trabajaban como tales en nuestra organización. El macrismo nos puso en otra lógica, empezaron a funcionar todos a pleno y la pandemia quintuplicó la cantidad de gente que se acerca a recibir comida”, relató.

En la misma línea, Gloria cuenta que por la pandemia pasaron de dar merienda a 170 niños a dar de comer a 170 familias. “A la copa de leche siempre vinieron los chicos pero con la cuarentena se empezaron a acercar las madres y padres que estaban sin trabajo y también los abuelos, entonces decidimos cocinar también para ellos e incluimos almuerzo y a veces la cena”, asegura.

Los comedores se sostienen de diferentes formas. Varios son parte del programa Potenciar Trabajo, del Ministerio de Desarrollo Social Potenciar Trabajo, y además reciben del Estado alimentos secos mensualmente. Sin embargo, su subsistencia difiere mucho según la provincia o el municipio en que se encuentre. Las cocineras aseguran que en ocasiones la entrega de comida es descontinuada o no alcanza entonces deben “rebuscarse” para llenar la olla.

“Dependemos mucho de la solidaridad de la comunidad. Tenemos un conocido que tiene una verdulería y nos dona todas las semanas cebolla, zanahoria o lo que tenga en el momento y además los lunes vendemos pan casero, rosquitas, tortilla. Con esa plata compramos comida para la olla”, explica Cristina.

El coordinador de La Tupac Amaru coincide: “Hay un circuito solidario en los barrios que funciona. El pan que no vende la panadería lo entrega a los comedores. El carnicero colabora con algo de mercadería y así varios vecinos. Con la asistencia sola no podríamos sostenernos”.

 

Esperando la vacuna

Las manos de Cristina están resquebrajadas de tanto usar alcohol y lavandina. Durante el tiempo que pasa en el comedor higieniza constantemente la zona donde trabaja, los utensilios, las ollas y las bolsas en que llegan los alimentos. Está convencida de que ni ella ni sus compañeras contrajeron el virus porque son muy meticulosas con las medidas sanitarias. “Nunca nos sacamos el barbijo y nos cuidamos mucho. De nosotras depende además no transmitir la enfermedad y además, si nos contagiamos, ¿quién le va a dar de comer a toda esta gente?”, se pregunta. “En el barrio Independencia –cuenta– ya hubo muchas muertes. Dos de mis vecinos fallecieron por el virus y tenemos miedo”.

La cocinera tiene 52 años y dice que está expectante a que le avisen que le van a dar la vacuna. “Me anoté el año pasado en provincia, cuando recién empezaron las inscripciones. Todos los días reviso el correo para ver si tengo turno. Ya estoy cerca”, dice con optimismo.

Desde el inicio de la vacunación, los movimientos sociales reclaman que las cocineras y promotoras territoriales sean incluidas como prioritarias. Hace pocos días la ciudad de Buenos Aires abrió la inscripción para ese personal y la provincia solicitó que cada comedor envíe un listado de diez personas para incluirlas también entre el personal estratégico. Muy pocas provincias avanzaron en la vacunación de las cocineras, entre estas están Chubut, Mendoza y Corrientes.

“El reconocimiento de las trabajadoras de los comedores como esenciales no se acompañó con una inclusión prioritaria en el plan de vacunación del país”, opina Garfagnini, y añade que hay muchas que ya tienen la vacuna porque están dentro de la edad para recibirla. “Las compañeras son felices cuando se vacunan. Es impresionante, parece que se hubieran ganado la lotería porque hay miedo pero hay una situación social tan alarmante y tan brutal que se prioriza la alimentación de los compañeros del barrio. Creemos que la vacuna podría ser una forma de valorización del trabajo que hacen”, afirma.

El piso de los contagios de covid en la segunda ola se elevó, son más los casos en los barrios populares y más las muertes de militantes, cuidadoras y promotoras. La vacuna entonces resulta fundamental. Las cocineras fueron y son tan esenciales como el personal médico, las fuerzas de seguridad o los trabajadores de la industria del alimento. La pandemia dejó a la vista que su tarea es fundamental para mantener unido el tejido social. Su trabajo nunca se detuvo, ni se detendrá, porque en los barrios las ollas populares son, y han sido siempre, una vacuna contra el hambre.

 

 

 

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