LLUEVEN PIBAS SOBRE LA CIUDAD

Por sobre el realismo stalinista perdura el onirismo socialista en la revolucionaria novela de Platónov

 

—¿Cómo es la muerte?

—Es como nadar de noche

en una pileta gigante, sin cansarte.

Juan Forn (in memoriam)

 

“Nací en 1899 en un asentamiento ferroviario cerca  de Vorónezh, compuesto no de casas sino de barracas. Éramos diez hermanos y yo era el mayor, así que empecé a trabajar antes de aprender a leer. Las campanas de las locomotoras eran la única música que teníamos. Y los días de descanso estaban dedicados a eufóricas batallas a puño limpio con otros asentamientos. Además del sonido de aquellas campanas, los colores del crepúsculo y la paciencia de mi madre, amo las máquinas de vapor y el sudor del trabajo. Creo que existe un vínculo, una afinidad secreta, entre el sonido de las campanas y la electricidad, entre las locomotoras y los terremotos, entre el crecimiento del pasto y la jornada en la fábrica. Ese es el mecanismo que me propongo retratar en lo que escribo”.

Minúscula presentación juvenil del gigantesco Andréi Platónov (Андре́й Плато́нов, Vorónezh. 1899-Moscú, 1951), probablemente el más deslumbrante prosista ruso del siglo XX, testigo presencial de la Revolución, corresponsal en la guerra civil para el Ejército Rojo y en la Gran Guerra Patria (1942-1945) contra los nazis, comprometido con la causa bolchevique, proletario del primero al último de sus días. Admirado por sus contemporáneos escritores, logró publicar muy poco de su producción narrativa ya que su particular estilo poco cuajaba con el realismo socialista y las preferencias del camarada Stalin. Esa fruición imaginativa por conectar campanas con electricidad, pasto con fábricas, locomotoras con terremotos, se aproximaba más a un supra realismo onírico que, sin dejar de ser soviético ni un segundo, carecía de prensa favorable. Fue necesario que llegara 1988 y su Perestroika para que Platónov lograra póstumamente difundirse en su propio terruño y arrasar en el mundo con su inigualable trazo, que “dinamitaba la realidad soviética en nombre del ideal soviético; hacía realismo socialista, ciencia-ficción disidente y gran literatura rusa, todo al mismo tiempo”.

 

Andréi Platónov, el autor.

 

Quién esto último afirma es nada menos que uno de los mayores escritores de la Argentina, Juan Forn (Buenos Aires, 1959-Villa Gesell, 2021) experto en literatura rusa, que retrata más y mejor que en estas líneas al autor de Moscú feliz en el prólogo de la última novela del soviético, para algunos inconclusa, a pesar de que el mismo autor afirmara, en lo que asimismo constituye una declaración política, que la trama “no debe resolverse en el último capítulo, porque la historia no debe tener final”. Texto que en su momento el prologuista argentino ampliaría dentro de la serie de notables semblanzas publicadas cada quince días en la contratapa en un diario. Allí consigna que la novela fue rescatada de dos cuadernos, uno de los años '20, el otro de una década después; el primero optimista y jodón, el segundo más bien lo contrario, sin perder “esa audacia estilística única”.

 

Juan Forn, editor y prologuista.

 

En un inigualable juego permanente de deslizamientos y superposiciones que abren series y cadenas casi infinitas, Moscú feliz hace referencia a una piba huérfana, que fuera testigo del asesinato de quienes portaban la antorcha revolucionaria de 1917 y después, en el orfanato y anónima, nombrada como la ciudad que la cobijaba (Moscú), llevara un patronímico (Ivanovna) en honor al Iván con que se designa “a todos los soldados del Ejército Rojo caídos en combate”, y “un apellido en reconocimiento a la honradez de su corazón, que aún no había perdido la virtud a pesar de su prolongada desdicha” (Chestnova).

Sin tener que emplear esfuerzos artificiales para refrendar el peso de su nominación, la bella Moscú Ivanovna Chestnova ejerce una feminidad empoderada, deseante y, sin prepotencias, no menos avasalladora que solidaria. Recorre una galaxia soviética en la que los diálogos resultan godotianos, las multitudes se trasladan hacia la labor o al descanso, en paralelo a las acciones de los protagonistas, las trashumancias convergen hacia las llanuras sembradas de cebada desde donde se divisan las altas viviendas colectivas, el proletariado goza de las mieses revolucionarias.

 

 

A cada cual según su necesidad, Moscú, la mujer soviética, dista de privarse del cuerpo, que la cuestiona: “Siempre se me enfría la piel después del amor (…) El amor no es comunista (…) Probablemente sea necesario amar, y yo amaré, pero es lo mismo que comer; es sólo una necesidad, no el propósito de la vida”, pues, agrega, no resuelve “el problema de cómo unir a los seres humanos en el misterio de la vida en común”. Dilema sobre el que Platónov avanza a través de un amante de la protagonista que imprime un breve giro a la tuerca: “El amor provenía de una miseria universal que aún no había sido erradicada y que impedía a la humanidad hallar un destino mejor, superior”. Algo distinto al destino individual, que el autor sustituye por construcción de cáscara eufemística: “sustancia humana”, “materia universal” para designar idiosincrasia; “avidez por deshacer cuanto antes su deseo” resignifica la compulsión; “estupidez que es expresión natural de los sentimientos errantes que aún no han encontrado su objetivo” apunta a la procrastinación; “conocer en su totalidad el calor, la devoción y la felicidad del cuerpo” por un flor de polvo. Confundibles con metáforas, constituyen metonimias portantes de lazos sensibles, en el borde de lo intransmisible.

Ingeniero electrónico, el autor dispone además de un arsenal poético entrelazado con lo fantástico, sin abandonar el realismo onírico. Sitúa la primigenia herramienta mecánica, como evolución de la espada, que se transforma tras la batalla en el brazo de la balanza para dividir el botín en forma equitativa. Otorga al alma localización anatómica, en ese espacio vacío dentro del tracto digestivo, entre alimento y excremento. Con idéntico vuelo Platónov circunscribe a los partenaires  de Moscú, la dama. Uno, genio tecnocrático, luce tres cuadros en la pared: Lenín, el camarada Stalin, Zamenhof el inventor del esperanto. Otro, el vago más resiliente a la negligencia, que busca ”en vano en su interior algún pensamiento, sentimiento o disposición de ánimo”, sin encontrar nada. Invenciones humanas o mecánicas, dentro de las múltiples en las que Moscú Ivanovna Chestnova es la más excelsa, la creadora, la que ordena y distribuye, torna razón al disparate, hace égloga del humor; heroína sin pretensiones, vehículo conductor de la trama, diluida en la masa proletaria hasta ser ella misma esa multitud.

 

 

Al revés de la tradición narrativa de Occidente, que desde los griegos deja para el final la hazaña heroica y la consiguiente escena mítica de reconocimiento, en Moscú feliz Platónov la instala al comienzo. La muchacha cumple su deseo: se convierte en paracaidista, realiza lo que nadie, ejecuta un salto que no es al vacío, baja del cielo –que se hace humo— hacia la tierra donde su consagración es sólo el principio. También a diferencia de buena parte de la literatura de Occidente, todos trabajan con vigor y alegría pues aún en la vicisitud o en la fatalidad el fulgor del Eros revolucionario marca el sendero en la espesura de la noche. Juan Forn señala en el prólogo que, en 1922, una de las mayores plumas japonesas, Yosunari Kawabata, publicó por entregas un popular folletín que arrancaba con una brigada de chicas descendiendo alegremente en paracaídas sobre los tejados de Tokio. El ruso Boris Pilniak se hallaba por entonces en la capital nipona y es quien se lo cuenta a Platónov, que relanza la escena en otro registro, en diferente idioma, y en distinta cuerda expropia aquello que ya es de todos y logra que atraviese las fronteras; políticas, ideológicas, idiomáticas. La nuestra llega merced de la óptima, encomiable, difícil traducción de Alejandro González, que conserva el imbatible estilo y la honradez intelectual de “un buen escritor soviético”, hoy entendido como el mejor del siglo xx, que supo contar para todos y para siempre aquel rojo amanecer.

 

 

FICHA TÉCNICA

Moscú feliz

Andréi Platónov

 

 

 

 

 

 

 

Traducción de Alejandro Ariel González

Prólogo de Juan Forn

Buenos Aires, 2021

174 páginas

 

 

 

 

 

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