El fetiche de los progres

Un libro imprescindible que reflexiona sobre quién habla por los que no tienen voz

 

César González acaba de publicar un libro que se mueve en varios registros: ensayo, nota de opinión, cuento, miscelánea. La línea de engarce es el corte que va desde 2016 a 2020. Una suerte de aparato teórico narrativo que expone el gabinete que utiliza a diario para pensar la realidad y comprometerse con ella (en muchas de sus películas –como Diagnóstico Esperanza, Lluvia de jaulas o Atenas– se infieren conceptos o el andamiaje teórico que aquí se vuelve explícito). Allí se conjugan ideas propias, paridas en la villa Carlos Gardel, con corrientes intelectuales que lo obsesionan: el cine de Pasolini, Godard, Glauber Rocha, Guy Debord. La poesía de Rimbaud, Aimé Cesaire, Mamuhd Darwich. La filosofía de Deleuze y Guattari, Spinoza, Genet, Foucault, Bataille, etc.

A esta altura, César no tiene que andar diciendo por la vida quién es ni cómo llegó a irrumpir en la cultura nacional por medio de su arte. Ya quedó atrás el traje de “rehabilitado” que muchos le exigían e impusieron, o que aún le pretenden colocar. Estamos ante un artista múltiple cuyo ingenio es correrse de todas las etiquetas, sean capturas académicas o de la prensa. Él tampoco es, ni quiere ser, fetiche de la marginalidad.

El libro que acaba de editar Sudestada (2021), El fetichismo de la marginalidad, resulta de imprescindible lectura para los tiempos que corren. Una investigación provocadora sobre el fascismo y sus formas. El funcionamiento de los dispositivos de control sobre mentes y cuerpos. El fascismo dentro del progresismo. El pensamiento políticamente correcto que deviene funcional a la derecha por su capacidad de estancamiento. Por su obturación, pereza y apatía. Y esto me parece novedoso, en un momento en que la derecha se reconfigura y se mueve rápido, que capta a los jóvenes, se hace populista, divertida, fresca, religiosa, evangelista y hasta anida dentro del vientre mental de los bienpensantes.

Son las imágenes que valen más que mil palabras, que muestran y estereotipan la realidad con millones de clichés para consumo masivo. Los clichés sobre los márgenes. Los fetiches de la marginalidad que suponen un sesgo sobre cómo ver a los que viven en los barrios pobres, en las periferias, invadiendo las zonas de confort. Es el rostro desencajado de los porteños de clase media y hasta universitarios, que cuando cruzan la General Paz entran en vértigo porque se dan cuenta que la realidad supera el mito instalado en sus mentes por la serie El marginal o las películas de Trapero.

Los clichés sobre “los otros” (negro, villero, puto, falopero, enfermo, delincuente, inmigrante). Los asimilables y los desechables. Los malos y buenos salvajes. Fetiches (ese odio-amor) que promueven y cincelan una circulación simbólica y material (un electorado); pero también los sistemas policíacos, la Justicia, las cárceles, los medios de comunicación, las empresas y las máquinas rehabilitantes de los que se “desvían”; y así el mercado, el reciclado constante de los que viven y mueren por la llamada “inseguridad”.

Karl Marx escribió sobre crimen y capitalismo, aquellos dos conceptos que se tocan y que en algún punto producen un residuo objetivable, pero también alienado en sí mismo. Un encantamiento para otros y nosotros. El aura que producía Jean Valjean a todo lo que lo rodeaba, y todo el sistema que tenía en contra para perseguirlo. Porque Marx escribe pensando en la gran novela de Victor Hugo, Los miserables (1962), donde la parafernalia montada en su contra, el peso de la burocracia de la ley, descansa sobre el crimen originario de Valjean: robarse un mendrugo.

Del mismo modo, en esa descomunal vigencia, todo el sistema punitivo y la industria del delito actual descansa sobre los ladrones de gallinas de nuestros días. Los pibes estigmatizados de los barrios más humildes que, sin quererlo, fabrican por encadenamiento un sistema, un excedente de acumulación del capital del que viven sus parásitos concentrados.

Es decir, en el fondo, el viejo Marx fue un gran criminólogo. Y esto lo intuye César González, como también lo hacía el olvidado Elías Neuman, quien en cierta forma sobrevuela cual fantasma El fetichismo de la marginalidad (recordemos aquel viejo libro de Neuman de 1997, Los que viven del delito, en el que trabajaba con la misma hipótesis).

Son contados con los dedos los que, en este país, vuelven a los viejos textos de Marx sobre la plusvalía delincuencial. Me refiero a los trazos gruesos esbozados en 1860 en la columna del New York Daily, bajo el título “Elogio del crimen”. Pero, más tarde, con mayor grado de desarrollo, en su Historia crítica de la teoría de la plusvalía (1863): “Así como el filósofo produce ideas, el poeta poemas, el cura sermones, el profesor compendios; el llamado “delincuente” producirá delitos. Pero el delincuente no produce solamente delitos: produce, además, el Derecho penal y, con ello, al mismo tiempo, al profesor encargado de sustentar cursos sobre esta materia y, además, el inevitable compendio en que este mismo profesor lanza al mercado sus lecciones como una “mercancía” (lo cual contribuye a incrementar la riqueza nacional). Pero, además, el delincuente produce, asimismo, toda la policía y la administración de Justicia penal: esbirros, jueces, verdugos, jurados, etc., y, a su vez, todas estas diferentes ramas de industria que representan otras tantas categorías de la división social del trabajo” (Fondo de Cultura Económica, México, 1945, tomo 1, página 217).

El mercado de la inseguridad mueve montañas de dinero. Una economía en crecimiento con flujos de capitales insospechables, que hoy incluye pertrechos, sistemas de espionaje y de control migratorio. Cámaras y vigilancia, drones. Industria tangible, pero también intangible en términos de “data” para abastecer las fauces del Gran Hermano de información sensible, manipulable. Todo muy familiar. Demasiado cercano.

Como bien demuestra César, hoy el fascismo se mueve de nuestro lado. En algún punto es demasiado familiar. ¿Quién no tiene una pareja, primo, tío, amigo que haya votado a Mauricio Macri? Nada es extraño. Pero además todos funcionamos “con” y “desde” algún miedo. Todos tenemos un “Gran Hermano” que controla nuestra tranquilidad y bien pasar, porque también el dispositivo anida en nosotros, en tanto partes, eslabones de la industria de la inseguridad montado sobre la criminalización de la miseria.

El fetiche de los progres. Nuestra miseria intelectual, muchas veces infantil, funcional, tan lugar común que necesita un sopapo para el despertar y ver-se al espejo. ¿Acaso no es necesario algún tipo de “inquietud de sí” para sacar-nos de encima todo ese virus? No es por el camino de la piedad ni la caridad, es por el camino de la transformación y la resistencia. El camino de un respeto real y radical por la alteridad.

Me interesa el juego de inversión que sugiere el libro, en tanto ¿quién puede hablar por “los otros”? ¿Quién habla por los que no tienen voz? Como en Frantz Fanon, sólo la otredad puede hablar por sí misma, y nadie la puede representar en eso o arrogarse su lugar en la voz (el uso narrativo y poético de su propia experiencia, eso es una forma de la justicia poética). Las clases privilegiadas no han permitido a las clases y minorías marginadas que propongan símbolos, pues eso hubiera evidenciado que no toda experiencia es idéntica a otra. Y que las experiencias de los “otros” pueden desbordar o poner en crisis lo –tolerablemente– representable (históricamente) por los privilegiados.

“Amigos míos, retened esto: no hay malas hierbas ni hombres malos. No hay más que malos cultivadores”, escribe Víctor Hugo en Los miserables, cita que retoma el cineasta Ladj Ly en la última versión cinematográfica de la novela (2019), que no es lejana al tono de las películas de César. Entonces, malditos los malos cultivadores, los malos representadores y pedagogos, los que buscan salvar a aquellos que se pueden salvar por sí mismos a través del arte y la expresión y los normalizan, los disciplinan, acallan y perforan la voz. Los dejan mudos para siempre.

 

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Entrevista a César González

 

—¿Cómo funciona, en tu caso, el pasaje de la poesía al cine y del cine al ensayo?

—No lo vivo como un pasaje. Coexisten, conviven, no me privo de leer o escribir por más que esté haciendo una película. Lo mismo a la inversa, aunque sí considero que la mayor cantidad de tiempo de trabajo se lo he dedicado al cine.

 

César González.

 

—Con relación al libro Fetichismo… y la cita de Marx sobre la industria del delito, ¿creés que no ha sido suficientemente leída por la criminología local?

—Es un texto breve, pero de una precisión y actualidad descomunales. Yo lo descubrí gracias una película de Godard donde lo nombran al pasar. Cuando lo leí no podía creer que Marx haya escrito algo así, que parecía haberse hecho hace media hora. Creo que dicho texto se puede leer mucho y hasta transformarse en material de estudio y ser parte de las carreras, pero eso no significa algún resultado positivo en los hechos. Por lo general, en las carreras se suelen leer clásicos absolutos, textos de mucha profundidad, pero eso no se traduce en acontecimientos subjetivos. Sobran ejemplos de personas que seguramente habrán leído a Foucault o a Elías Neuman para hacer en sus carreras relacionadas a la criminalidad todo lo contrario a lo que leyeron en esos textos. La lectura, por sí misma, no conduce a la sensibilidad política, puede tomar potencia cuando se mezcla con un deseo ya latente desde antes en el individuo, o la lectura puede ser el reactor del deseo. La lectura funciona si se la toma como una caja de herramientas. Volviendo al texto de Marx, lo que más me deslumbró de Elogio del crimen es que dice que el delincuente no es un producto de la sociedad sino productor, menos consecuencia que causa. El delincuente produce riqueza material y genera trabajo, explica Marx, pero también es productivo en términos inmateriales y espirituales, ya que el delito predatorio ha sido una fuente infinita de inspiración para las artes. Su tesis no deja de comprobarse aun 150 años después de ese texto. La industria de la seguridad mueve miles de millones de dólares en el mundo y ocupa un lugar más que importante dentro de la división social del trabajo, pero también determina parte de la industria artística, ya que cada año se publican libros, películas, obras de teatro, canciones, etc., que de alguna manera abordan la cuestión del delito.

—En el prólogo, Esteban Rodríguez plantea el tema del encasillamiento. ¿Sentís que el mundo cultural y académico te encasilla para después –recién– reconocer tu arte?

—No reniego en absoluto del encasillamiento porque somos una sociedad que requiere encasillar para ahorrarse el atender los detalles, que prefiere encasillar para alimentar sus propios mitos antes que descubrir el hecho en su objetividad. Es más fácil siempre recurrir al camino narrativo del héroe, al caso del resiliente total, de la historia de vida superadora. Es decir, recursos de culto al individuo que funcionan como señuelo para desviar la mirada de las razones sociales, por lo tanto colectivas, que determinan el tránsito de una existencia individual.

—Sartre dice que la existencia de Jean Genet supone un cachetazo para los bienpensantes, ¿sentís que tu provocación es cercana a esa idea?

—Si puedo ayudar en algo a que las personas que tienen toda una estructura epistemológica, emocional y visual definida a la hora de pensar a los pibes chorros, a los pibes que están presos o a los villeros puedan poner un signo interrogatorio a sus verdades, consideraría que mi trabajo vale la pena. Pero, sobre todo, deseo que a la hora de pensar ciertas temáticas, la academia pueda incorporar voces atravesadas por la experiencia. Que cuando haya un coloquio sobre cuestiones relacionadas al delito estén los criminólogos, los expertos en Derecho penal, sociólogos, etc., pero que también puedan estar los pibes y las pibas que viven en carne propia el sistema penal. Remarco que se trata de que existan debates donde exista una multiplicidad de ideas y experiencias. Ni absolutismo de la academia, pero tampoco anti academicismo o una reverencia religiosa a la experiencia sufriente. Creo que ambos regímenes se beneficiarían del intercambio.

—¿Qué pensás del cine argentino actual, qué te gusta?

—Somos una sociedad que respira cine, o que tiene una tradición sólida, variedad de estilos, corrientes muy distantes en su forma de entender el lenguaje cinematográfico. Desde una historia muy rica de cine político como también –y creo que es lo que reina actualmente– un cine que se enorgullece de ser apolítico, atemporal, recluido en el capricho pequeño burgués, que profesa la autoindulgencia cuando representa a su propia clase, pero que es el dispositivo central de fortalecimiento de estereotipos cuando mira a las clases sociales más desposeídas. ¿Qué me gusta? Lucrecia Martel, Luis Ortega, Clarisa Navas, Lisandro Alonso, Nicolás Prividera, Gustavo Fontán, Edgardo Castro, algunas cosas de El Pampero Cine, Sabrina Blanco, Tatiana Mazú y mucha otra gente más que interesante que me estoy olvidando.

—¿Hay pibes chorros poetas?

—Sí, abundan. Estoy al tanto de muchos pibes que escriben en las cárceles o que hacen rap.

—¿Cómo filmarías el funcionamiento del sistema judicial argentino?

—Desde el lugar de la clase social agredida permanentemente por dicho sistema. Los sectores populares tienen terror ante el sistema judicial. Trabajaría sobre la grieta entre los agredidos y sus supuestos defensores. Quizás trabajaría en la faceta económica, en cómo hay tantas personas del Derecho que incrementan su patrimonio gracias a que existen los pibes chorros, a que existen barrios que sirven como depósitos renovables y actualizados de causas penales, que son la materia prima para que tanto el sistema judicial y la industria penal puedan funcionar. También otro punto interesante sería reflejar cómo hay muchos presos que ante la desidia de sus defensores y abogados terminan aprendiendo sobre cuestiones de leyes y defendiéndose a sí mismos.

 

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Autor: César González

Título: El fetichismo de la marginalidad

Editorial: Sudestada, 2021

Se puede conseguir aquí.

 

*Julián Axat es escritor y abogado.

 

 

 

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