A 40 AÑOS  DE LA REVOLUCIÓN IRANÍ

Hora de que se la reconozca como un sistema no descalificable

 

El gobierno provisorio que había dejado instalado el Sha Mohammed Reza Pahlevi antes de escapar de Teherán amedrentado por los embates revolucionarios, colapsó el 11 de febrero de 1979. El ayatolá Rujola Jomeini, líder intelectual y político de la revolución, había regresado a Irán 10 días antes, tras purgar 15 años de exilio en Francia.

Las potencias occidentales –Estados Unidos, Francia y el Reino Unido, entre otras— estaban estupefactas. No podían entender cómo había pasado una cosa así.

Luego de la experiencia con el progresista primer ministro Mohamed Mossadeg, derrocado en 1953, el Sha se dio a la tarea de “modernizar” el país. A mediados de los '50 inició una apertura a las inversiones externas, que implicó el otorgamiento de concesiones a compañías extranjeras, incluidas las petroleras como British Petroleum, Royal Dutch/Shell, Exxon, Mobil y otras. Complementariamente, a comienzo de los '60 lanzó un programa de reforma agraria que, en lugar de favorecer a los campesinos, terminó por beneficiar a los agronegocios y a los latifundistas. Incluso impulsó planes de enseñanza laica, de privatización de escuelas y universidades, y hasta trató de avanzar en la separación del Estado y la religión (secularización). También estimuló la modernización de costumbres y de comportamientos sociales: promovió el abandono del uso del chador, el mejoramiento de las relaciones entre hombres y mujeres y el disfrute del ocio al estilo occidental. Hubo un claro malestar temprano sobre esto en la mayoría de la población, que propició una oposición disconforme con la intromisión con el Islam, de la que da cuenta la partida al exilio de Jomeini.

A despecho del retorno a una monarquía cuasi absoluta en la segunda mitad del siglo XX, que obviamente no tenía un pelo de democrática y de que la modernización palehviana dejaba a muchísima gente afuera y agredía al Islam, la mirada de los occidentales —encandilada por los resultados del presunto desarrollo iraní— veía las cosas color de rosa. Más grave aún, parecía ignorar –o directamente lo ignoraba— tanto la centralidad que tienen la religión y su relación con la política en el mundo musulmán, como el choque de “planetas” que podía eventualmente ocurrir.

En 1980, en FLACSO/México, un conversatorio del reconocido sociólogo francés Alain Touraine con el cuerpo académico de esa institución –que yo integraba como profesor joven— sobre temas de la especialidad derivó rápidamente hacia el caso iraní. Touraine, entre mordaz e irónico, dijo algo así como: “En el país que veíamos como el más adelantado del mundo islámico ha sucedido una no-revolución”. En aquellos años, la revolución todavía se pensaba en clave marxista: Rusia, China, Vietnam y Cuba estaban cercanas en la memoria; y en Nicaragua batallaba en ese entonces el Frente Sandinista. Con esa paradoja de la “no-revolución” Touraine procuraba transmitirnos que para explicarnos ese fenómeno había que meterse en un terreno hasta ese momento poco transitado.

En el mismo año se publicó en español un libro sobre la revolución iraní titulado La revolución en nombre de Dios, cuyos autores son Claire Brière y Pierre Blanchet, que lleva como prefacio una entrevista a Michel Foucault. Tres actitudes distinguibles registra Foucault en Francia frente a esa revolución: irritación, asombro y malestar. Señala además que en Teherán se ha visto “la aparición de la voluntad colectiva de un pueblo”. Agrega: “En Irán el sentimiento nacional fue en extremo vigoroso: la negativa a someterse al extranjero, la repugnancia ante el pillaje de los recursos nacionales, el rechazo de una política externa dependiente, la injerencia norteamericana visible en todas partes, determinaron que al Sha se le considerara como un agente de Occidente”. Y finalmente incorpora la relación entre religión y política. Dice: “Siempre se cita a Marx y el opio de los pueblos. Sin embargo, la frase que le precede y que nunca se menciona dice que la religión es el espíritu de un mundo sin espíritu. Digamos entonces que el Islam, en el año de 1978, no fue el opio de los pueblos justamente porque fue el espíritu de un mundo sin espíritu”. El mundo a-espiritual al que se refiere Marx es el capitalismo de libre concurrencia regido por el lucro. En Irán, en cambio, la religión –en 1978, indica Foucault— fue lo opuesto a un narcótico en un mundo también sin espíritu: el intento de Pahlevi de desenvolver de buenas a primera un desarrollo con espíritu occidental en un país musulmán pero, además, con más de 3.000 años de historia acreditada.

La revolución iraní se asentó en el mantenimiento de la relación entre religión y política, una premisa central que no solamente es un precepto religioso sino que fue practicada por el propio Mahoma, líder religioso y jefe político (e incuso militar) del islamismo que nacía en la Península Arábiga. (Aquel vínculo fue controvertido por algunas corrientes musulmanas posteriores al Profeta, pero no en el caso iraní.)

Poco después de la salida de Sha, Jomeini impulsó la aprobación de una Constitución que instituyó la República Islámica de Irán, que interconecta normas e instituciones republicanas y del credo musulmán. Es decir, se combinan en esta república principios religiosos y preceptos políticos, con sus correspondientes instituciones, interrelaciones y contrapesos.

Existe así un Líder Supremo, que es el más alto articulador de los vínculos entre religión y política. Es el comandante en jefe del Ejército; organiza elecciones y puede destituir funcionarios públicos, incluido el Presidente. Es elegido por una Asamblea de Expertos integrada por 86 miembros elegidos mediante voto popular, que tienen mandato por 8 años.

Hay un Presidente que lleva cotidianamente el gobierno del país; es elegido por voto popular con mandato de 4 años; es reelegible exclusivamente por un solo período.

El Poder Legislativo se compone de la Asamblea Consultiva –equivalente a una Cámara de Diputados— de 290 miembros elegidos por voto popular y con mandato de 4 años; y el Consejo de Guardianes de la Revolución compuesto por 12 miembros, seis de ellos elegidos por voto popular y los otros 6 por el Líder y otras instituciones. Sus misiones más importantes son ratificar las leyes emanadas de la Asamblea y supervisar las candidaturas a cargos electivos.

Existe asimismo un Consejo de Discernimiento, que no se elige por voto directo y ha tenido una composición variable. En la actualidad su jefe es designado por el Líder. Funciona como órgano consultivo y su misión es mediar en las diferencias y conflictos que pudieren establecerse entre la Asamblea y el Consejo de Guardianes.

Este régimen institucional complejo y quizá alambicado para ojos occidentales, que ha plasmado una inédita articulación entre religión y política, no puede dejar de reconocerse como una república que ha sido capaz de sostener eficientemente a su Estado durante 40 durísimos años.

En 1980 se formalizó la ruptura de relaciones diplomáticas entre Estados Unidos e Irán, que todavía persiste. Desde entonces la república iraní ha soportado fuertes embates norteamericanos, israelíes y de terceros países de la familia sunita del islamismo (en Irán, como se sabe, predomina la chiita). Casi inmediatamente después del triunfo de la revolución, padeció la agresión de Irak que –con apoyo norteamericano— desató una cruel guerra que duró 8 años. El 29 de febrero de 2002,  en su primer discurso a la Nación posterior a los ataques de Al Qaida a las Torres Gemelas y al Pentágono, G.W. Bush definió a Irán, Irak y Corea del Norte como el “Eje del Mal”, debido a las presuntas armas de destrucción masiva que poseían. Mucho más recientemente, por decisión de Donald Trump, los Estados Unidos decidieron retirarse del acuerdo “5 + 1”, sobre el control del programa de desarrollo nuclear de Irán y aplicarle sanciones. Estos son apenas tres hitos de una ya larga y densa cadena de agresiones y amenazas que fueron resistidas por el republicanismo islámico de Irán que, a pesar  de los infortunios y de las agresiones que ha padecido, ha conseguido además un cierto nivel de desarrollo económico y social.

Ese régimen político instalado en Irán –que en 1979 fue aprobado en una consulta popular por más del 95% de los votantes— ha sido una novedad, al menos para Occidente. Sería bueno que se lo pudiera reconocer como un sistema no descalificable.

Al final de la entrevista antedicha, Foucault se preguntaba hasta dónde podrían llevar los iraníes la revolución, después de su tramo inicial: “¿Acaso después del primer impulso… esos apoyos van a desaparecer o en cambio van a afianzarse y permanecer?”

Después de 40 años, la respuesta está clarísima.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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