A desinfectar, a desinfectar

Desde Nueva York, la cantora Isabel de Sebastián desbroza el último traspié del "tremendo" Trump

“La poesía es un arma cargada de futuro” escribió Gabriel Celaya, “como mágica evidencia, lo real se nos convierte en lo idéntico a sí mismo”. En Estados Unidos hemos estado viviendo tiempos, más que prosaicos, anti-poéticos. En el discurso de Trump, lo real se transforma en lo contrario a sí mismo, se aliena. Cada palabra suya es un arma cargada de caos que pega en el plexo de una sociedad aturdida, confundida y cada vez más fragilizada. Una sociedad que se creyó su “excepcionalismo” (esa teoría del siglo XX por la cual Estados Unidos no es solamente el país más poderoso, sino que es cualitativamente diferente a otras naciones y un baluarte de la libertad en el mundo), para verse hoy, débil y sin conducción, en el reflejo que le devuelve el deformado espejo del coronavirus.

La idea de "la nueva normalidad”, ahora tan de moda, se refiere a la nueva forma de vida que se plantea a partir de la pandemia: teletrabajo, distancia social y constante desinfección y uso de barbijos. Pero en Estados Unidos se vive una “nueva normalidad” desde que Trump subió al poder: su forma de comunicación, contradictoria y ferozmente agresiva, ha bajado la vara en cuanto a la civilidad y coherencia esperada de un Presidente a niveles inimaginables, y ha alimentado y atizado incesantemente la hoguera de la división en una población que no vive estos abismos de grieta política desde la Guerra Civil de 1861. Desde su famosa frase: “Podría dispararle a alguien en plena Quinta Avenida y no perdería a un solo votante”, Trump ha contado con la grandilocuencia y el ataque como sus principales recursos, lo que le ha rendido sus buenos frutos. Pero, como se sabe, los tiempos difíciles demandan líderes con atributos de estadista, y el Presidente, cada vez más parecido una caricatura vacía e insustancial, simplemente no está a la altura de la situación. Esta semana se están dando los primeros indicios de la posibilidad de que pierda su reelección. Podría decirse que con sus últimos discursos, Trump está disparándose un tiro en el pie, en estos momentos en que la Quinta Avenida está desierta y ya no tendría a quién apuntarle.

Hoy ya no se sabe qué experiencia es más distópica, si vivir en esta Nueva York vacía, donde millones de personas están encerradas desde hace un mes y medio librando una guerra silenciosa con un enemigo microscópico, o escuchar a Trump decir, textualmente: “Veo el desinfectante, lo noquea en un minuto. Un minuto. ¿Y hay una manera de que podamos hacer algo así? Inyectarlo adentro, o casi una limpieza”. No, no es una mala traducción, es sólo una frase inimaginable, tanto fáctica como gramaticalmente, del Presidente del país más poderoso del mundo, acerca de una improbable posibilidad de tratamiento del virus, en un momento crítico de la historia. Ni siquiera Fox News, el canal conservador que le es más fiel, pudo evitar poner esta ininteligible frase suya como la noticia del día. La marca de desinfectantes más popular del país, Lysol, lanzó inmediatamente una advertencia pidiendo a los consumidores que no intenten inyectarse el producto, lo cual no evitó que el Departamento de Salud de Nueva York recibiera en las 24 horas siguientes un inusual volumen de casos de posible envenenamiento por esta sustancia. Frente a la negativa y unánime reacción ante la desafortunada frase, y también a otra declaración del Presidente, donde se preguntaba "si una tremenda, poderosa luz podría entrar a través de la piel o de alguna otra manera" y matar al virus, Trump retrucó: "Fue un comentario sarcástico". Si la fragilidad de su competidor en las próximas elecciones, Joe Biden, surge de haberse mostrado, por momentos, algo errático en la expresión de su pensamiento, el nivel de desintegración del discurso de Trump en sus últimas presentaciones públicas puede marcar el principio del fin de la presidencia más insólita y disruptiva de la historia de los Estados Unidos. El pueblo ha tolerado muchos de sus defectos, pero es muy orgulloso y no parece dispuesto a aceptar tal nivel de inferioridad y confusión intelectual, especialmente en un momento como este.

Durante la campaña electoral de 2016, la pobreza verbal de los mensajes de Trump fue un factor que indudablemente le sumó votantes: su discurso básico y repetitivo, constituido por unas pocas palabras clave, formaba una “gestalt” que se imprimía con facilidad en la percepción de los que lo escuchaban. Sabemos que todas las campañas intentan lograr exactamente esto, pero, una vez elegidos, y especialmente en tiempos difíciles, los gobernantes suelen adaptar sus mensajes a las situaciones, sumando ideas y conceptos (como lo hacen, por ejemplo, Alberto Fernández y el gobernador de Nueva York, Andrew Cuomo, con gran claridad y contundencia), y ampliando el campo simbólico a través de las palabras (con varias excepciones, claro, como la de Mauricio Macri, el amigo de Trump que también demostró poseer una rotunda limitación discursiva). El mensaje del magnate inmobiliario, a través de sus años en el poder, se ha mantenido en modo electoral, congelado en un puñado de palabras, un tipo de oratoria que invita a una reducción de la posibilidad del pensamiento. “Hermoso”, para Trump, puede ser todo, desde un cargamento de equipamiento militar, o un dudoso tratamiento médico, hasta el muro que divide a su país con México. En una compilación de sus  palabras más utilizadas (y repetidas hasta el hartazgo), sobresalen “ganar”, “enorme”, “fantástico”, y “mas grande del mundo” (cuando habla de cosas relacionadas con sus logros) y “estúpido”, “débil”, y “perdedor” (cuando se refiere a cualquier persona que percibe como oposición).

Se le suma a esta triste selección de palabras, un énfasis subrayado por mayúsculas y signos de exclamación, que expone diariamente a Trump, en Twitter y ante los ojos atónitos del mundo, como un desesperado bully de escuela primaria. Ni la realidad de una crisis de la magnitud de la que se vive, ni la urgencia de la situación, ni el incesante conteo de muertos, han logrado que el Presidente cambie mínimamente el tono. Su comunicación oficial diaria sobre la pandemia, utilizada como púlpito electoral, abunda en críticas a sus opositores. La empatía sigue brillando por su ausencia. Imaginemos dos escenarios: dos Presidentes distintos, uno coherente, tranquilizador, claro en su mensaje, el otro, desequilibrado, reactivo, incapaz de transmitir calma con sus palabras. Cabe suponer que la sociedad que es sometida a un pésimo líder termina esta crisis más herida, más cansada y más desesperanzada que la que tiene la suerte de sentirse mas contenida, aunque los resultados de estos hipotéticos países ante la pandemia fueran idénticos. Hay palabras que descorazonan y otras que "corazonan", y, en una situación tan insoportablemente difícil, ya sabemos cuáles hacen el aire mas respirable.

Sabemos que en la segunda mitad del siglo XX surge una reacción a los discursos lineales y a la existencia de una “verdad”. Lo que no imaginamos es que esto culminaría en la tendencia que desde 2010 llamamos "post-verdad". Una cosa es resistir la idea de una verdad absoluta, o rechazar el canon que aprieta como un corset, y otra es la subversión total de todo valor, la Biblia junto al calefón, una dislocación donde todo es lo mismo, ese caldo de cultivo para el individualismo y la indiferencia. Creo que no se trata de buscar verdades o valores como conceptos absolutos, sino como nortes a los cuales intentar dirigirse en aras de crear un mundo mejor.

Trump es el gran Joker de la post-verdad, el actor principal de un teatro político que ya de por sí era inmensamente cínico e hipócrita. Logró estallarlo en pedazos persiguiendo una sola idea: mantenerse al tope del rating. Probablemente el sistema ya no era más que una cáscara, pero el cambio que sufrió bajo Trump y su “revolución” lo deja aún más oxidado y vacío, totalmente alienado por los antagonismos, y sin un mero bosquejo de columna vertebral donde apoyarse. Antes del advenimiento de la era del coronavirus, el auto-proclamado “genio muy estable” desmanteló hasta donde pudo la educación y la salud pública, estableció una serie de medidas anti-medio ambiente, bajó los impuestos a las corporaciones y nombró una cantidad de nuevos jueces ultraconservadores. Pero así como tomó estas medidas, porque le convenía personalmente en esa coyuntura, podría haber tomado otras totalmente opuestas. Porque para Trump no hay verdad, ni hay ideas, ni hay personas. Hay sólo índices de popularidad logrados con discursos provocadores atiborrados de falsedades.

Trump no comienza a caer por haber hecho o haber dejado de hacer algo. Definitivamente, su respuesta al desafío de la pandemia llegó mal y tarde, y eso no lo ayuda, pero cuando finalmente tropezó fue con un balde de desinfectante. Trump fue sostenido durante estos años por una mayoría de senadores ultraconservadores que hoy temen, y con razón, que la caída de Trump se los lleve puestos. También lo sostuvo su inmensa temeridad, y un discurso rimbombante e incendiario, que hoy, bajo presión, suena como el ruido de un robot cuyo sistema operativo está en cortocircuito.

No puede esperarse mucho de Biden, ni de los demócratas tradicionales: es evidente que esta combinación letal de brecha creciente y precarización progresiva no comenzó con Trump. Pero seguramente el candidato demócrata no hablará de milagrosas inyecciones de antisépticos, no envenenará constantemente a la población con una retórica biliar ni le hará guiños cómplices al racismo y a la xenofobia. A las verdades, como a las economías, habrá que reconstruirlas entre todos los que estamos atentos a las enseñanzas de la pandemia: es juntos, es responsables, es respetando a la naturaleza, es estando alerta al creciente estado de vigilancia, y, definitivamente, es con más amor y más igualdad, como dice la tradicional canción popular argentina.

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