A vivir, que son dos días

Fragmentos de la autobiografía del Indio Solari

 

El 7 de diciembre de 2014 era domingo. Me acuerdo porque desperté tarde, manoteé la mesa de luz para recuperar el celular y descubrí que había llegado un mail que terminó de abrir mis ojos. Era del por entonces manager del Indio Solari, Julio Sáez. Un mensaje breve, decía textualmente:

"Quiero que sepas que sería del agrado de Indio que vos seas la persona que ayude en su momento a escribir sus memorias... Es un tema para más adelante pero, de realizarse, serías vos, de estar a fin, el elegido".

A esa altura, hacía quince años que el Indio Solari y yo no nos veíamos. La última vez que conversamos fue durante una entrevista por la salida de "Momo Sampler", el último disco de Los Redondos. Charlamos en lo de Skay y Poli, después cenamos... Por entonces su compañera Virginia y él esperaban a quien pronto se convertiría en su hijo Bruno. Todavía barajaban nombres, el Indio trataba de sobreponerse a las fotos que del niño había producido la ecografía 4D. (Siempre son horribles, esas imágenes. "Parece Chucky", se reía.) Concluí la entrevista en su casa de Parque Leloir. La noticia de la separación de la banda llegó al poco tiempo, una sorpresa que como a casi todos me agarró mal parado. Nuestra relación era cordial —nos habíamos cruzado muchas veces como entrevistador / entrevistados y público / artistas—, pero no lo suficientemente familiar como para que me comunicase para averigüar qué había ocurrido. Ahí había un misterio que el silencio del trío original llamaba a respetar.

 

Indio y Virginia, in the beginning.

 

La frase del Indio que había quedado publicada al final del reportaje decía: "Ojalá pase algo, y pronto, que lo conmueva todo". Y así empezó a pasar. Nació Bruno. Se separaron Los Redondos. Yo me quedé sin laburo estable y me fui a Palestina a cubrir la segunda Intifada. En 2001 la Argentina entró en una fase acelerada de su descomposición.

Con el correr de los años, distintos medios me pidieron artículos sobre los Redondos con la excusa de algún aniversario. Y ante cada publicación, el Indio me hacía llegar su agradecimiento vía mail de Julio. Esto puede parecer lógico y sensible, pero créanme: no lo es. La mayoría de los artistas piensa que cuando un periodista los alaba simplemente está diciendo la verdad, cumpliendo con su deber; pero en el primer momento en que les objetás algo, te hacen la cruz y te difaman ante Dios y María Santísima.

Cuando de una revista me encargaron la crítica de su cuarto disco solista, "Pajaritos, bravos muchachitos" y llegó el agradecimiento, se me ocurrió que mi laburo como escritor había florecido después de que dejásemos de vernos y tuve ganas de hacerle llegar mis libros. Se los alcancé a Julio y me olvidé del asunto. El mail del domingo por la mañana ocurrió poco después.

 

 

A partir de entonces, lo que tuvo lugar fueron los cuatro años más vertiginosos y apasionantes de mi vida. Por supuesto, los comienzos fueron trepidantes. Imagino que, al menos durante algún tiempo, el Indio se preguntaría seguido si habría hecho bien en confiarme su vida. Y yo lidiaba con el temor inevitable de aquel que admira mucho una obra: encontrar que el artista no está a la altura, que es menos que su reputación.

Con el libro en la mano, puedo certificar que eso no ocurrió. Al contrario, terminé entendiendo que el Indio era tan interesante como su obra y más aún: que lo lógico era precisamente que semejante vida y semejante obra se retroalimentasen e iluminasen la una a la otra. En este sentido, creo que "Recuerdos que mienten un poco" funciona como el perfecto complemento de la obra solariana: la hace estallar en mil pedazos, reconfigura cada fragmento y vuelve a ensamblarla en un todo nuevo más amplio, más comprensivo. El libro es la (una) historia del Indio y también un prisma inusual a través del cual ver los últimos 70 años de la historia argentina. Las canciones de Los Redondos / Solari explican como pocas el país donde nos tocó vivir, y a la vez no podrían haber sido concebidas así como son —realistas y delirantes en simultáneo— si no hubiesen sido fogoneadas por un país donde meterse en la tumba de un gran líder político, cortarle las manos y afanarlas no fuese un hecho más que ocurrió durante un día cualunque de nuestra ordinaria locura.

Cuando lo oí referir su historia familiar y el relato de su infancia, tan lleno de peripecias, creí que había dado con la forma ideal: el Indio es un conversador antológico, lo más natural era construir el libro en primera persona y convencer al lector de que 'oyese' su voz mientras recorría las páginas. Pero ahí intervino su generosidad. Lo que él quería era vertebrar el libro como un diálogo, porque se sentía más cómodo así y entendía que de esa manera me daba una cabida que consideraba justa. Podría haber contratado un millón y medio de ghostwriters,gente que escribiese el libro sin figurar. Pero, a pesar de mis protestas (deformación profesional, yo veía el libro como una novela en primera persona aunque eso me obligase a desaparecer detrás del texto), el Indio insistió.    

 

 

Tengo eso que agradecerle, y tanto más. Que me haya concedido, para empezar, la oportunidad de mirar detrás del cortinado y ver al Mago de Oz en acción: además de su vida entera, pude escrudriñar la creación de su último disco, "El ruiseñor, el amor y la muerte", desde que era un puñado de grabaciones caseras con letras en inglés trucho, siguiendo paso a paso la labor de orfebrería, hasta que acrisoló la obra que es hoy. Y también agradezco la confianza, y el contacto con su familia, y lo que ahora sí es una amistad.

Proximidad que, sin embargo, no me hace perder de vista lo esencial, que es el modo en que valoro y seguiré valorando las canciones. A todos nos pasa: hay canciones sin las cuales nuestra historia —incluso la más personal— no se entendería. Si quisieran clonarnos, no podrían hacerlo en ausencia de esta información, de estas músicas y palabras que son tan vitales a nuestra identidad como la carne y la sangre. Sin ellas, la cadena de ADN quedaría incompleta y el laboratorio produciría algo que se parece a nosotros, pero no lo es del todo. Es la magia transformadora de la cultura bien entendida: la foto aérea de un terreno no dice mucho sobre el pueblo que vive ahí, pero si queremos saber qué sueña esa gente, hay que fotografiar los puentes que construyeron. Eso son y serán siempre las canciones de Los Redondos / Solari: los puentes que señalan dónde queríamos —y todavía queremos— llegar.

 Imagino que los buitres de la prensa irán en busca de los fragmentos que contienen lo que Stornelli llamaría 'merca': info en la que hurgar en busca del rédito de algún titular — Walter Bulacio, la separación de los Redondos, lo que se dice o no sobre el concierto de Olavarría. Por eso mismo, preferí seleccionar aquí otro tipo de fragmentos, otra clase de puentes: aquellos que me aproximaron a la esencia del tipo que está detrás de la leyenda, y que es tanto o más interesante que ella. En tiempos en los cuales, como hace veinte años, volvemos a percibir el perfume de la tempestad, creo que este libro será un compañero de ruta al que retornaremos una y otra vez, como se vuelve a un texto oracular.

Ojalá pase algo, y pronto, que lo conmueva todo.

                                                                                                                     M.F.

 

RECUERDOS QUE MIENTEN UN POCO (FRAGMENTOS)

 

¿Cuál es tu primer recuerdo donde la música juega un rol importante?

Me acuerdo de una asistente que se llamaba Nélida, hija de polacos, que cada tanto nos llevaba al campo. Su vieja hacía un strudel de manzana... Era chico, pero ya me daba cuenta que había cosas que estaban bien y otras que estaban más o menos.

Frente al correo estaba la plaza principal, que tenía una pérgola donde tocaban distintas bandas: la de la municipalidad, la de la Marina... Nélida me llevaba y yo me fascinaba con el brillo de los vientos. Los músicos de la Marina usaban polainas y yo las imitaba, subiéndome mis zoquetitos blancos. Tendría tres o cuatro años. Volvía a casa flotando en el aire, colocado como si hubiese salido de un recital.

Mis viejos no eran melómanos pero ponían música clásica en la radio. Todavía tengo la cañita que usaba entonces como batuta. Me la devolvió mi vieja antes de morir. En aquel entonces me ponía encima de un papel de diario que oficiaba de escenario, delante de una radio vieja —esas que parecían catedrales de madera— y 'dirigía' desde ahí.

 

 

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En la sala de telegrafía yo funcionaba como la mascota. Siendo el hijo del jefe (del Correo), todo el mundo te trata bien aunque te odien y seas un rompepelotas.

La sala era muy grande, en Entre Ríos trabajaban setenta personas o más. Abría la puerta y, ante ese despliegue humano, me quedaba fascinado. Después me iba al lado, a la cancha de pelota paleta que tenía el correo. Me quedaba un rato viendo jugar al Manco Leiva, que era el campeón provincial. O veía alguna película —porque hasta cine, tenía ese correo—, mientras jugueteaba con la hija del ordenanza.

Antes el correo se trasladaba en unos cajones de mimbre, unos baúles grandes. Los guardaban en un depósito, habría como doscientos, por decir algo. Torres de canastos. Era como jugar a las escondidas en las pirámides de Egipto, por la magnitud del lugar y mi tamaño mínimo.

Me acuerdo más de eso que de lo que comí anoche.

 

Bendito tu eres entre todos los adultos.

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¿Qué clase de chico eras?

Dañino. Todos lo éramos, en el barrio. Hablo de un mundo completamente otro, donde ni siquiera existía la televisión: la única que había estaba en la vidriera de la sodería, cuando había una pelea de box se juntaban cincuenta en la vereda. Andábamos todo el día en la calle, salíamos del colegio y volvíamos a la noche. Era una calle menos peligrosa que la de hoy. Armábamos batallas con los del barrio de la plaza Olazábal, con escopetas-honda que fabricábamos con palos o a los cascotazos. Nos tirábamos como snipers con rifles de aire comprimido.

(...) También poníamos tapitas de gaseosas rellenas de pólvora, en las vías por las que iba el tranvía. Una vez probamos suerte con una lata de pomada Urbin... y el tranvía descarriló.

Éramos pichones de terroristas, sí. Muchos de aquellos amigos murieron a los pocos años, por culpa de la represión.

Así pasó mi niñez: haciendo daño.

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Y sin embargo había en mí una especie de gentileza que todos me hacían notar. Se ve que en mi casa eran así, tal vez por ser padres añosos. También es posible que tenga que ver con la formación típica de las provincias, donde existe otra cordialidad. Cuando yo no estaba en la calle haciendo desastres, me comportaba como un caballerito y la gente lo apreciaba.

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Cuando la 'Revolución Libertadora' sacó a Perón del gobierno, cambió la vida de millones de familias.

Yo tenía seis años en el '55. Me fueron a buscar corriendo a la escuela, porque nos pasaban las aviones por arriba. Iban a bombardear el Séptimo de Infantería que estaba ahí nomás, cerca de la calle 12.

A veces pienso que los pibes no éramos dañinos porque sí, tan sólo porque estábamos aburridos. Y me pregunto si, al menos en parte, no salimos de ese modo como respuesta a la violencia que imperó en el país, desde el '55 en adelante.

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¿En qué cosas más se notaba ese cambio de status a que los condenó la 'Revolución Fusiladora'?

Con el tiempo empecé a fabricar mis propios juguetes. La última vez fabriqué un bicho de plástico, le puse un tambor con una franja azul y soguitas doradas.

Fue una época jodida para muchos. La gente hacía cola para comprar aceite, para comprar cigarrillos...

(...)Me acuerdo de un dibujo que hice después de la 'Fusiladora'. Pinté un avión, un cuerpo desmembrado y una cabeza con anteojos oscuros —el almirante Rojas, obvio— que explotaba. Y en el globito de historieta, la cabeza sola, que rodaba por ahí, cortada, decía: ¡Ay, me muero!

Contás cosas traumáticas. Y sin embargo, en el relato en sí no se percibe resentimiento alguno.

Todos los pintores y escritores —los artistas en general— parecen signados por una niñez desgraciada, dolorosa, en la que han sido muy castigados. Pero yo no tuve que huir a Europa con unos tapices mientras me perseguía la KGB.

Mi infancia fue feliz.

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Hablemos de tu experiencia durante la secundaria.

A la secundaria no fui casi nunca. Me hacía amigo de los celadores, que me bancaban hasta donde podían. Y entonces tenía que cambiarme de colegio.

Cursé en varios lugares. Había una nocturna a la que iban todos los que estaban perdidos, pero yo no quise entrar. La tentación era que ahí había muchos amigos. Pero, para mí, la noche estaba para salir.

Yo recorrí desde Bellas Artes hasta un industrial. Salía con mi amigo Hugo y filmábamos con una maquinita de 8 mm. Empezamos a hacer un documental, estoy hablando de primer o segundo año del secundario. Queríamos hacer una película sobre los pordioseros que vivían a la salida de La Plata. Había un lugar que en algún momento se debe haber usado como taller ferroviario y ahí se metían después de mamarse, al mediodía. Se quedaban tumbados al sol.

Ese primer día nos acercamos con la camarita. Ni bien la prendemos— porque las cámaras de esa época hacían ruido— uno se despierta. Se nos ocurre decirles que éramos del Dos, el canal de televisión de La Plata. El tipo que se había despertado... Plácido, dijo que se llamaba... aseguró que había sido cabo de policía y que también era el Gran Mago Chichipío. De repente sacó un alfiler de gancho así de grande, como esos que se usaban para los pañales de antes. Estaba tan en pedo que se lo metió por cualquier lado y empezó a sangrar. Y todo el tiempo decía: ¡No pasa nada, no pasa nada!, mientras se tocaba la cara y se manchaba de rojo.

(...) Todo eso era mucho más entretenido que el colegio.

 

 

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Yo tengo la suerte de que el público de Los Redondos haya proyectado sobre mí ciertas destrezas o aptitudes. Ha pretendido de mí cosas —con respecto a la honestidad, por ejemplo— que, si yo tuviese que reivindicar en un examen, probablemente no aprobaría. ¿Qué pruebas tienen? Son necesidades de la gente, que precisa de algún muñeco que se calce ese chaleco.

La ventaja que tiene eso es que te da permiso para ser mejor. Cuando la gente te da ese permiso y no lo aprovechás, sos un boludo.

No cuesta tanto ser honesto cuando hay tanta gente a favor de que lo seas.

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Y así pasaba la vida: pelotudeando, entrándole al poker... A veces me quedaba en el altillo de Darío, donde convivía con una lechuza. Estaba la cama y, en verano, había una ventana permanentemente abierta. A cierta hora se plantaba la lechuza en el parante de arriba y se quedaba a dormir conmigo.

(...) Darío era un bohemio de aquellos. En su casa escuché tocar a Piazzolla y a Eduardo Rovira. Tenía amistades de una modernidad estupenda, porque en aquella época Piazzolla no era del todo aceptado; lo cascoteaban mucho pero a mí me fascinaba ver al tipo tocando el bandoneón. Y Rovira es otro modernizador que la gente conoce poco, pero solía caer por ahí.

(...) Me enamoraba la gente grande que tenía actitudes más riesgosas que las mías... Esa clase de gente me fue formando; tipos que no tenían nada que ver con una estructura consecuente con un plan de educar.

(...) Siempre tuve amigos en el cielo y en el infierno. Del cielo me gusta el clima, nomás. Del infierno, la compañía.

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También me acuerdo de unos anarquistas holandeses a los que conocí por entonces. Se quedaron un par de noches y siguieron camino. Eran squatters, estaban acostumbrados a ocupar casas y edificios vacíos, hasta que llegaba la poli y les pedía amablemente por megáfono que salieran. Y yo les decía: Acá los polis se equivocan de depto, matan a la gente equivocada y no pasa nada. Pero ellos me respondieron: ¿Sabés cuál es la diferencia? En Argentina todavía se puede ser clandestino, en Europa ya es imposible. Y me cerraron la boca, porque tenían razón.

 

 

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Hubo tres años maravillosos —del '67 al '69— en los que la libertad te brotaba por los ojos. Los jóvenes eran, éramos, los generadores de una revolución por el simple hecho de plantarnos y decir: El mundo que nos dejan no nos gusta.

(...) En esos años se arma una nueva cultura de izquierda, más universalista. Por eso yo tendía a ver las revoluciones latinoamericanas desde un lugar que algunos confundían con cinismo. Pero nosotros ya percibíamos que no se podía tomar la Casa Blanca con Mausers.

Más que en el poder, creíamos en la difusión del poder. Mailer ya había tomado el Pentágono sin encontrar más que un montón de oficinas, tipitos que le decían: Yo sólo trabajo, acá. Eso es lo que tiene de increíble este sistema: que nos dice a todos cómo tenemos que comportarnos y sin embargo no está en ningún lado.

Nos parecía que se podían lograr más cosas contaminando la cultura, a través de la política del éxtasis. Uno no quería cambiar la sociedad, quería cambiar al hombre. En algún sentido nos salió bien, pero como todo lo que triunfa se transforma en un poster, termina por significar poco y nada.

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¿Sos de tener sueños recurrentes?

Solía soñar que toda la gente se había transformado en chanchos y yo tenía que salvar a esta noviecita adolescente. (...) Otro: voy en diligencia a los santos pedos con Leonardo Favio, sentados en el pescante, disparando no sé de qué. Él maneja y yo voy a su lado, azuzando los caballos con un látigo.

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Las drogas tienen sentido en tanto responden a un contexto histórico, si las usás en busca de una experiencia trascendente, como hacían los antiguos cuando le formulaban una pregunta al oráculo. Son un estímulo válido, en tanto estás buscando una respuesta de la vida, de la naturaleza, de los amigos. Eso es lo esencial: no tanto el efecto químico, como lo que vos pretendés de esa experiencia. Por eso era habitual sentir una conexión profunda con el cosmos, o una vivencia que muchos interpretaban como religiosa.

A mi se me dio en un contexto donde ya pesaba lo político, a fines de los '60.

Hablamos de un momento de sucesión de dictaduras militares, durante las cuales el peronismo estaba proscripto, o sea virtualmente prohibido.

Durante esos tres putos años, del '67 al '69, la psicodelia fue lo más importante que me pasó. Yo me considero un hombre de la psicodelia. Imagino que hoy habrá otras experiencias a disposición, que le serán parangonables de algún modo. Pero aquello era otro contexto y otras drogas. Lo que hizo en mí fue abrir mi cabeza, básicamente.

La música estaba bien, incluso el rock and roll como género, al estilo Presley. Pero lo que disfrutaba más era esa apertura que tenía la cultura rock, todo lo que trajo aparejado Sgt. Pepper: que tanta gente asumiese como natural el hecho de que la vida debe ser rica en ideas, o mejor dicho en ideales.

Yo entendí entonces que esta vida era la única que había, que en un momento Carlitos ya no iba a estar más. Y esas experiencias me ayudaron a apostar distinto: a vivir apasionadamente, a conmoverme, a creer que hay que hacerse cargo del dolor de los demás. Como puedas, ¿eh? Como dé tu valentía, como dé tu culo, pero hacerlo.

Fuimos bastante heroicos, en aquella época. Y también algo crédulos, claro.

 

 

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Nuestros shows estaban llenos de efectos especiales, que la mayoría de las veces funcionaban de modo catastrófico. Todo lo que queríamos hacer, salía mal. La gente creía que estaba preparado así, para hacerlos reír y asustar, cuando simplemente salía todo para la mierda.

Recuerdo, por ejemplo, cuando soltamos gallinas en escena, durante un Lozanazo en La Plata. A la hora del show, los pobres bichos ya estaban hechos mierda, porque los habíamos tenido atados para que no se piantaran y se habían picoteado entre ellos. Después del show nos preguntábamos dónde habrían ido a parar, porque no había quedado ni uno.

Diez días después, cuando revelamos fotos que se habían tomado durante el show, dimos con una que aclaraba parte del misterio. A un costado del escenario se veía a Pinchico, el hermano menor de Jorge Pinchevsky. Estaba acorralando a una gallina, para que no se le escapase. Y de su morral colgaba el cogote laxo de otra pollita, ya finada, que se había agenciado para el puchero.

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Éramos un grupo de ilusos, en tanto nuestra pretensión era mantener fuerte el deseo de producir un cambio significativo. La alternativa que perseguíamos era la de infectar la cultura a través del arte. Puede que suene ingenuo desde hoy, pero yo creo que Séneca no estaba del todo descaminado cuando decía: No es porque las cosas sean difíciles que no nos atrevemos a acometerlas. Al revés: es porque no nos atrevemos que se vuelven difíciles.

El tema era que, si vos ibas a intentar cambiarlo todo desde una onda más heroica, se daban cuenta al toque. Pero si te dedicabas a tocar la guitarrita...

Claro: más adelante se avivaron.

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Lo peor de la tortura no fue la máquina, sino la humillación.

 

 

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Ninguno de nosotros tenía ansias de poder real. Lo que sí queríamos era infectar la cultura. Porque dicen que una canción no cambia al mundo, pero me consta que puede cambiarme a mí, al menos. Y si me cambia a mí, está cambiando al mundo de todos modos, de a un ser humano por vez.

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Las primeras veces que actuamos en Buenos Aires lo hicimos con el caos que éramos por entonces. Nuestros shows eran una explosión, una cosa demencial, dionisíaca. Teníamos una entrega muy grande, casi kamikaze.

Hacíamos un desastre pero que era verdadero, no un caos organizado al estilo La Organización Negra. En los shows de La Organización Negra, el tipo que se trepaba a la soga había estudiado alpinismo. En nuestros shows, el tipo que se trepaba a una soga no sabía dónde iba a caer. Imagino que el público percibiría que muchas veces tocábamos como el culo, pero entendía las razones. Bancaba la diferencia que iba de nuestros medios a aquellos de los cuales disponía el circuito comercial, el campeonato del rock.

(...) No costó mucho que nos confundiesen con una vanguardia de verdad, porque lo que pasaba entonces por vanguardia era muy serio: el rock sinfónico, el jazz rock... Por eso fuimos como el punk de acá, llamábamos más la atención que la vanguardia aburrida.

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El de los Redondos fue un fenómeno distinto que, precisamente por eso, fastidió a muchos. Era un puto negocio del corazón, hecho entre amigos, que pasaba por sostener una vida digna y elegante. Parecerá idealista, pero yo lo veo de una practicidad absoluta. La única manera de que la vida te dé ganas de vivirla es respetarte a vos mismo y a la gente que querés. Que te guste a vos mismo lo que sos. Eso es elemental.

 

 

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Me acuerdo que decían que éramos utópicos. ¿Y no es utópica la discusión política, desde la Grecia clásica hasta ahora? ¿Avanzamos tanto, desde entonces? Si los que tienen no se ponen de acuerdo nunca con los que no tienen. La idea de resolver políticamente intereses tan contrapuestos también pasa por la utopía, porque el sistema está diseñado por los que más tienen. Te enterás de cuáles son las leyes cuando te hacen juicio, pero ellos las tienen clarísimas porque, claro, las vienen escribiendo desde siempre a su gusto y conveniencia. Como dice el papá de una amiga: los soretes siempre flotan.

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(...) Las estructuras de poder y de dominio seguían intactas en Argentina, por más que la dictadura hubiese cedido formalmente su lugar a la democracia. ¿Cómo frenás en seco la inercia con la que vienen arremetiendo los poderosos?

Pensá en los servicios de inteligencia, nomás, que están detrás de toda mugre. Esa estructura no puede ser reemplazada de un día para el otro. ¡Los tipos se preparan durante años para esa tarea de mierda!

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Cuando uno escribe así funciona como un rabdomante. ¿Viste esos tipos que se decían capaces de encontrar pozos ocultos de agua, ayudados por un palito? Igual: uno cree percibir algo valioso, aunque todavía no entienda de qué se trata. La situación te está llegando todo el tiempo, ya lo dijimos: el artista es la piel sensible. Y por eso actúa socialmente como un papel indicador en química: si se pone rojo...

En ese caso (el de la canción "El infierno está encantador")me pareció que cerraba con lo que ocurría durante nuestros shows. Lo que se generaba era una situación dionisíaca, y hasta demoníaca si te gusta por ese lado. De ahí los versos que dicen: ¿Puede alguien decirme: "Me voy a comer tu dolor" / Y repetirme: "Te voy a salvar esta noche"? A eso apuntaba, a decir: esta noche que estamos viviendo acá es un infierno, entre el calor, la transpiración y el mal sonido. Estamos desaforados, gritando y saltando... pero nos gusta. Lo disfrutamos.  ¡Está encantador! En eso era diferente a los demás shows del momento. Nos prendíamos fuego, se ponía en juego una pasión al borde de la locura. Obviamente había mucha necesidad de gritar. Llevábamos mucho tiempo callados.

 

 

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Mucha gente tendía a menospreciar a nuestro público. Pretenden que no pueden entender lo que les estoy diciendo, por eso de que mis letras son crípticas. Pero en los momentos claves de la canción, soy bruscamente claro. Puede que el relato no sea simple, la forma en que voy encadenando imágenes. Pero, cuando llego ahí, cuando digo violencia es mentir, o todo preso es político, o nuestro amo juega al esclavo... Ahí nadie se confunde ni se pierde. Eso es una bandera y así lo entienden.

(...) Los que dicen que las letras son incomprensibles son los que, precisamente, no quieren que nadie las comprenda.

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A mí esa gente no me sorprende. Lo que me sorprende es el pueblo, que se traga tantas cosas intragables.

Si yo fuese el puntero de la villa Equis, ya habría armado un bolonqui.

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Gran parte de mi público es así porque no tiene opción, desde que se lo condena a vivir en la miseria. Esos pibes no tienen más remedio que aprender a vivir rápido, porque si no, son la leña. Si salen a afanar es porque no pueden pensar como sus abuelos, que intentaban parar la olla. Hoy no consiguen laburo, o el laburo que consiguen les paga un billete que hasta un esclavo consideraría indigno. ¡Hay gente que se rompe el culo el mes entero por cuatro lucas!

Y al mismo tiempo ven por la TV, la calle o en internet esas zapatillas de lujo, altas llantas, y se dicen lo inevitable: Yo nací sin nada, en el puto suelo de la miseria. Nunca voy a poder tener esas llantas, esas motos... Si encima tenés una hija enferma,  ¿vos que harías? Y, yo salgo a chorear. Trataré de hacerlo en un barrio peligroso para el que afana, al mejor estilo Robin Hood. ¡Pero lo voy a hacer!

En nuestra sociedad, la vida de esa gente no vale dos mangos. Lo inexplicable es que a cierta gente le indigne que alguien muera durante el choreo por un celular. No entienden porque no lo quieren entender. Si la vida de esos pibes no vale nada, ¿por qué deberían aceptar que la tuya valga más?

El modelo vigente en parte del mundo pasa por alentar un consumo interminable, casi hemorrágico. Te empujan a que obtengas un confort superlativo y que todo lo demás —¡y todos los demás!— te importen un queso. El Muro de Berlín terminó derribado, entre otras razones, porque a la gente de la Alemania Oriental se le caía la baba cuando veía por TV las cosas que se compraba la gente del otro lado.

Sigo creyendo que hay que intervenir el arte y la cultura, para que la gente entienda que vivir honestamente es lo más práctico, que no se trata de una utopía. Pero, mientras el ladrillo más chico de esta sociedad se vea obligado a vivir en condiciones de indignidad, no habrá proyecto que pueda funcionar.

 

 

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La mayoría de los representantes de este gobierno de CEOs viene de grandes fortunas, son herederos de alguien que hizo un cagadón grandote, se quedó con lo que no era suyo, mató gente... El poder corrompe, yo no quiero tener nada que ver con ese asunto. Pero todo el tiempo ves que otros agarran viaje. Ellos creen que la vida es eso, mudarse a la parte de arriba de la colina, top of the hill. Pero yo no. No mido ni valoro a la gente por su capacidad de hacer dinero.

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Yo sigo viendo gente pobre y se me pianta un lagrimón.

A veces pienso que la especie humana es un experimento que no salió del todo bien.

 

 

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La grieta de la que hoy tanto se habla no es otra cosa que la vieja competencia por las herramientas del futuro. Todo el mundo quiere —porque tiene derecho a eso— asegurarse de que sus hijos tengan acceso a esos secretos. Eso hace que nos movamos en un mundo de una falta de solidaridad muy grande, donde los más privilegiados se quedan con todo y el resto se queda sin ninguna agencia sobre el asunto. Esta fractura seguirá existiendo mientras los canallas perduren en el poder.

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Vivimos en un mundo donde todo es apariencia. La gente piensa que la impostura está tan sólo en aquellos que detentan el poder, pero no es cierto. Todo el mundo pretende ser algo distinto de lo que es. Nadie quiere asumir lo que pasa. Se contentan con contemplar el biombo que ponen entre ellos y la verdad. Y ese biombo lo construyen los medios. ¡Ellos son el biombo!

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¿Cuál fue el cambio más notorio que produjo Bruno en tu vida?

Me di cuenta de que tenía que durar más tiempo. Aquel que vivía en la bohemia no duraba para siempre, pero no se calentaba por eso: pocas cosas se comparan a la vida espléndida y heroica que lleva adelante el bohemio cuando cree que nadie depende de él. Por eso no se preocupa: la ficha cualquier noche sin problemas. Ma sí: ¡bum!En cambio, cuando ya tenés a alguien que te importa más que vos mismo... Alguien que te impulsaría a tirarte al agua para salvarlo, aunque sepas que te vas a hundir también. Entonces tu vida empieza a tener otra significación.

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Me fascinaba advertir la forma en que (Bruno) lo miraba todo como si fuese nuevo. En esa ingenuidad tan linda con la que venimos al mundo cabe el universo entero, es una inocencia que nos conecta con todo y con todos. Por eso me gustó siempre ese pensamiento de Henri Michaux: "A los 8 años, Luis XIII hace un dibujo muy parecido al del hijo de un caníbal de Nueva Caledonia. A los 8, Luis tiene la edad de la humanidad, más o menos 250.000 años. Unos años después sólo tiene 31 y es apenas el rey de Francia".

 

 

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(...) Hay gente que es irreductible en su manía especulatoria. Es una condición humana que lamentablemente nuestra cultura ha aceptado. Por eso digo: Juegan a "primero yo" y después a "también yo"...Es un modo de pintar a la gente poderosa, los primeros que tendrían que entender que, por mucha guita que tengan, su vida va a ser una cagada igual si su mujer se emborracha y la casa donde viven es un infierno. Pero en general no aprenden. Cuando digo que también reclaman "las migas para mí", es porque no sólo afanan en una venta de aviones: ¡si te pueden robar la leche, te roban la leche! Mirá lo que está pasando ahora. Terminamos todos arrastrados al abismo por un montón de votantes a los que el diablo les cagó en las nariz y todavía no se dieron cuenta... ¡Dejaron que Durán Barba disfrazase la mierda y están convencidos de que es un brownie!

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La economía estelar que armó Dios es un poco dolorosa. Vivimos comiéndonos unos a otros. No está bueno, así no se vive bien... Hay algo irónico en ese esquema del que nadie escapa. A eso me refiero cuando hablo de perseguir el milagro de devolverle la vida a un pez, tan sólo para volver a comértelo en la sopa.

La canción cierra con el verso: Me va alumbrando la luz de los que no respiran. Que vengo cantando desde hace años... ¿Ya hace cuánto tiempo que espero eso? ¡Y sigo pagando Edenor!

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La vida es una cosa tan rara... Me doy cuenta de que últimamente la estoy mirando con cierta inocencia: como si la redescubriese de modo glorioso, una inesperada reedición de la experiencia psicodélica. Miro por la ventana una rama que se mueve, nomás, y me quedo extasiado. Qué cosa más extraña es la existencia... ¡Una gloria verdadera!

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Podríamos terminar el libro diciendo Hasta aquí llegué. La salida debería coincidir con mi muerte, porque de otro modo a mis últimas palabras las negaría con otras últimas palabras...

Y yo te diría: "Callate, Indio, ¡que el libro ya está en imprenta!"

Ken Kesey dijo que Neal Cassady había dedicado sus últimas palabras a la cantidad de tirantes de madera que contó en las vías de un tren: 64.928, para ser precisos. Mis últimas palabras, en cambio, serán para la enfermera: "No. ¡Supositorios no!"

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No se confundan. Aun cansado y enfermo, yo no soy un artista dedicado al entretenimiento.

 

 

 

 

 

 

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