ALGO MALVADO VIENE HACIA AQUÍ

Milgram, Milei, Macri, Macbeth: nos quedan siete días para eludir una tragedia

 

Cargo en mi currículum de ciudadano con 40 años de elecciones presidenciales. Esto me confiere experiencia, como mínimo. La autoridad de quien vivió tanto, que ya no debería sorprenderse ante (casi) nada. Aún así, nunca pero nunca había visto algo parecido a lo que atravesamos estos días. Antes que a unas elecciones, la campaña proselitista que termina en los hechos el 19 de noviembre se parece a un experimento socio-político a escala nacional. Una variante criolla de lo que intentó en la Universidad de Yale, a comienzos de los '60, un psicólogo llamado Stanley Milgram.

¿Les suena el Experimento de Milgram? El tipo se propuso analizar nuestra tendencia a obedecer a una autoridad, sea quien sea que corporice ese principio. Para ello convocó a 40 hombres de entre 20 y 50 años, de clases sociales y ocupaciones diversas. (Ya el hecho de invitar sólo a sujetos masculinos debía haber alertado respecto de lo sesgado de la muestra, pero, en fin: ¡recién arrancaban los '60!) Se los citó en un pabellón de la Universidad y se los condujo al sótano donde tendría lugar la experiencia. Allí, cada conejillo de Indias humano se encontró con un desconocido, que decía ser otro voluntario que formaría parte del experimento. Y ambos esperaban a que se presentase el profesional que estaría a cargo de la cosa. Lo que los convocados no sabían era que esos otros hombres que ya estaban allí eran actores, parte de la simulación que tendría lugar. Cuando se presentaba el profesional, explicaba que iban a desarrollar un estudio científico que vinculaba memoria y aprendizaje, cuyo objetivo era probar cómo influía el castigo físico sobre la capacidad de retener contenido.

 

Stanley Milgram.

 

Un falso sorteo entre ambos "voluntarios" determinaba quién desempeñaría el rol de maestro y quién el de alumno. (Falso, porque ambos papelitos decían maestro, para que el actor declarase que el suyo decía alumno.) Entonces el profesional, que vestía bata de laboratorio para subrayar su autoridad, ataba al presunto alumno a algo que parecía una silla eléctrica. Y guiaba a quien asumiría el rol de maestro —el verdadero conejillo de Indias— hasta un cuarto adyacente, desde donde el alumno no podía verlo. Ahí se lo instruía para que le plantease al alumno una serie de preguntas. A cada respuesta equivocada, el maestro debía apretar un botón que técnicamente producía al alumno un shock eléctrico. Cada reincidencia en el error hacía que el shock aumentase 15 voltios, hasta un límite de 450. Junto al interruptor había pegada una escala con cartelitos indicadores que iban desde "Shock ligero" a "Peligro, shock severo".

Por supuesto que el botón no electrocutaba a los actores. Pero ellos tenían la instrucción de reaccionar como si sintiesen dolor creciente, a medida que el voltaje aparentaba subir; y cuando llegaba a los niveles más altos debían mantenerse en silencio, como si ya ni siquiera pudiesen gritar.

En paralelo, si los conejillos de Indias protestaban por lo que se los obligaba a hacer o amenazaban con detenerse, el profesional debía forzarlos a continuar, incrementando su presión a cada nueva protesta, hasta decir: "Usted no tiene alternativa, ahora debe seguir".

De más está decir que la enorme mayoría de los testeados siguieron adelante, a pesar de pensar que estaban picaneando a la amable persona a quien se habían cruzado en el vestíbulo. Todos llegaron a propinar 300 voltios, y un 65% descargó la potencia máxima, los 450 voltios que, según el cartelito que tenían a la vista, significaban el peligro de un shock mortal.

 

E es quien conduce la experiencia, T es "teacher", el "maestro", y L es "learner", el "alumno".

 

Es importante decir que Milgram realizó este experimento en agosto del '61, o sea tres meses después del inicio del juicio que se le sustanció al nazi Adolph Eichmann en Jerusalén. (Sí, el mismo Eichmann que había sido secuestrado en Argentina por agentes secretos que se lo llevaron a escondidas y lo entregaron a las autoridades del Estado de Israel.) Milgram diseñó su test precisamente porque quería poner a prueba la psicología del genocidio y responder a la pregunta: "¿Será posible que Eichmann y sus cómplices en el Holocausto no hayan hecho más que cumplir órdenes?"

Por supuesto que la forma en que yo vinculo el Experimento de Milgram al presente argentino es más poética que científica. Pero creo, de todos modos, que vale la pena explorar ese camino.

¿En qué sentido encuentro analogías entre el experimento y la Argentina del 2023? La mayoría de ustedes me entenderá si planteo que todos nos sentimos conejillos de un test destinado a probar qué nivel de violencia y de argumentos disparatados estamos dispuestos a tolerar, con tal de propiciar un cambio en las condiciones socio-políticas del país. Porque no se trata de simples propuestas de campaña como las que venimos escuchando desde hace 40 años, con cierta regularidad. Nada tan simple como bajar la inflación y aumentar los sueldos, no señor. Lo que se propone es desmontar gran parte de las instituciones y las disposiciones legales que dábamos por sentadas, desde el Banco Central y ministerios varios, hasta la obligación de dar un examen para conducir y estar sobrio cuando te sentás al volante. Y para terminar con esas instituciones y esos escollos legales que estarían sofocando nuestro desarrollo, los dirigentes libertarios proponen métodos que no tienen nada de ortodoxos.

Ninguno explica cómo piensan lograr esas cosas, con un Poder Judicial que desconfía de ellos y un Congreso cuyos números no les cierran. Ni siquiera Victoria Vichacruel, (a) Vicki Vainilla, que es de las personas más articuladas del sector, va más allá de enunciar lo que pretenden hacer, para a continuación soslayar todo tipo de detalle técnico y jurar en cambio que tienen la voluntad y la fuerza para hacerlo. Por eso se contentan con amenazar con motosierras y arrancar etiquetas de una pizarra mientras gritan: "¡Afuera!" Tampoco se gastan en explicar por qué esas instituciones y esas leyes serían tan nocivas. Compensan con enjundia, y hasta con furia, lo endeble de su argumentación. Nadie diría que durante estos 40 años nuestros dirigentes y legisladores han sido de excelencia, pero ¿alguna vez vimos acceder al Congreso a una persona que se haya grabado a sí misma y difundido esas imágenes —como Lilia Lemoine, que debe asumir como diputada el 10 de diciembre—, gritando cosas como: "Me cago en la Asignación Universal por Hijo, me cago en la educación pública"?

 

 

Lo persuasivo del planteo pasa por lo generalizado del deseo de un cambio. ¿Quién de nosotros no quiere que las cosas mejoren? La gracia del experimento es que, en este caso, las figuras de autoridad —que ya no son presuntos científicos de bata blanca sino comunicadores de los medios más poderosos, que vienen echando vitriolo en la provisión de agua potable desde hace casi 20 años— le dicen a la gente que lo que hace falta para salir de esta ciénaga son precisamente esas medidas delirantes. ¡Privatizar el mar, ballenas incluidas! ¡Abrir un Mercado Libre de órganos! ¡Legalizar la renuncia voluntaria a la paternidad! ¡Reintroducir el castigo físico en las aulas! ¡Restablecer el servicio militar obligatorio! ¡Venta libre de armas! Cada día lanzan una barbaridad nueva, como si quisiesen probar lo rotundo del deseo de cambio de los argentinos, porque para aceptar acríticamente tales disparates hay que estar, en efecto, muy desesperado por cambiar.

Pero, a partir del resultado de la primera vuelta de las elecciones y de la negociación entre gallos y medianoche de Milei y Macri, el Experimento Milgram A La Criolla sumó una variable, tan perversa como la anterior. Ya no se trata de explotar la desesperación de muchos por salir de la malaria, planteándoles que para mejorar no queda otra que tomar medidas excepcionales, por estrafalarias que suenen. Ahora la experiencia de laboratorio suma nuevos conejillos de Indias, para probar cuánta gente estaría dispuesta a bancarse a Milei —lo cual supone decir: bancarse un país lanzado a la incertidumbre y la violencia más desaforada, un grado de destrucción del que nadie saldría indemne— con tal de librarse definitivamente del monstruo mítico que llamamos peronismo.

 

 

 

El sonido y la furia, contados por un idiota

Insisto en que mi analogía es más poética que científica, pero ojo, que mucho de sus ingredientes son más realistas de lo que suena a primera oída. Se podría pensar que las condiciones controladas de un laboratorio donde se testea a 40 personas se oponen a la factibilidad de someter a un experimento a 46 millones de argentinos, distribuidos en un territorio de 3.761.000 km2. Sin embargo, la tecnología actual generó las condiciones necesarias para resolver una prueba similar.

La red de Internet recoge actualmente a la inmensa mayoría de nuestros ciudadanos, incluídos numerosos menores de edad: casi todos los argentinos estamos conectados de un modo u otro. (Generalmente, vía nuestros celulares.) Y la combinación de los medios de comunicación y las redes sociales crea una suerte de laboratorio virtual, un espacio imaginario común del que casi todos participamos, opinando a piacere pero, ante todo, siendo influidos. Se supone que la comunicación es de ida y vuelta, una avenida de dos manos. Pero cada cosa que decimos es apenas un sedal arrojado al mar, mientras que en simultáneo recibimos una cantidad de estímulos e información que ningún ser humano metabolizó antes en la historia de la especie. Quiero decir: la diferencia entre lo que influímos y somos influidos es abismal. Casi se podría decir que nuestra posibilidad de expresarnos y ser oídos es una ilusión, ante todo. Aquello que nos permite conservar la impresión de que seguimos siendo libres, de que aún ejercemos el albedrío sin condicionantes, mientras se nos sepulta debajo de toneladas de estímulos que suelen confluír en la misma dirección — aquella que nos manda qué hacer y cómo y cuándo hacerlo.

 

 

El Experimento Milgram A La Criolla apuntaría, en mi trasnochada tesis, a demostrar cuán necesitados estamos de un cambio verdadero, profundo. Esa sería parte de su doble filo. Porque los que parecen quedar más expuestos son aquellos que se manifiestan capaces de tolerar a Milei, siempre y cuando cumpla con su promesa de convertirse en el palo en la rueda que produzca el choque de este puto sistema, al nivel del siniestro total. Pero el hecho de que la desesperación de esa gente —su aparente ceguera ante los principios republicanos más elementales— nos espante, no debería obliterar la conciencia de que nosotros también queremos un cambio grosso. ¿O no nos gustaría dejar de ser esclavos del dinero, y que la Justicia también rigiese para los poderosos, y estar en condiciones de vivir vidas con margen para respirar y contemplar y pensar y disfrutar mucho más, y que estuviese rigurosamente prohibido dañar a los niños ni física ni espiritualmente (¡sin excepciones ni excusas!), entre tantos otros deseos?

La diferencia es que nosotros creemos entender que, si Milei y su pandilla se salieran con la suya, sus seguidores no obtendrían lo que sueñan y el resto retrocederíamos mil casilleros en el juego, quedando aún más lejos que hoy de la clase de cambio que anhelamos. Aun así, entre estos dos grandes sectores —aquellos que creen que este puede ser un cambio positivo y aquellos que creemos que sólo puede ser negativo— hay un territorio común: la convicción de que, día más o menos, en el estado actual de la situación las cosas no dan para (mucho) más. Porque, o cambiamos en la dirección correcta lo antes posible, o el mundo entero entrará en modo siniestro total sin compañía de seguros que se haga cargo.

Este vago territorio en común implica que entre estos dos sectores existe todavía una posibilidad de diálogo. Nosotros deberíamos poner en claro que también queremos cambiar, y con un nivel de deseo y de urgencia similar al del otro sector. La conversación pasaría a girar entonces en torno de la fórmula más adecuada para el cambio. (Y cuando digo fórmula, no estoy limitándome a candidatos presidenciales.) Se trataría de discutir con honestidad intelectual respecto de la clase de cambio a propiciar, para beneficiar a la mayor cantidad de gente posible, de la forma más rápida y eficaz. ¿Se podría llegar a un acuerdo? ¿Por qué no, si hemos conseguido cosas más difíciles y nos hemos sobrepuesto a contratiempos peores?

 

 

El problema pasa por la variable que Milei sumó al experimento al aceptar el pacto fáustico con Macri. Porque una cosa es que lo vote mucha gente que no termina de entender qué es lo que pasa, dado que no cuenta con info vital ni tiene tiempo para cultivar el buen juicio, pero que siente que a este presente habría que decirle basta. Hay mucho argentino, en particular joven, en esta situación. Se entiende que se identifiquen con un tipo que parece fijado en una edad emocional que no supera los 16 años, etapa de la vida en que uno comprende ya que el mundo es una mierda pero sin tener todavía la más puta idea de cómo arreglarlo. Probablemente confundan su propia, justificada impaciencia, con la aparente incapacidad de Milei para tolerar ni la más mínima frustración; su imperiosa necesidad de salir del pantano material y mental con el desborde hormonal del candidato forever young. Uno encuentra llamativo que las únicas entidades con las que Milei no ha tenido desencuentros ni discusiones sean su hermana, sus perros —los vivos y los muertos— y Dios, de las cuales tan sólo una (1) es un ser humano. Con todos los hombres y mujeres restantes con los que se cruzó en su breve carrera política se ha enfrentado, o construido acuerdos que duran lo que un castillo de naipes, o los ha vituperado para después abrazarlos generando un entendimiento que, es de presumir, tampoco durará mucho, porque el muchacho —está a la vista— no puede sostener nada.

Si la cosa pasase por Milei, lo peor que podría ocurrir —en términos muy generales, lo admito— sería que, con el correr de su presidencia, sus seguidores de la primera hora comprendiesen que él tampoco era la solución que buscaban. Por supuesto, el precio sería altísimo. (Andá a dar marcha atrás con una dolarización. ¡El peso argentino no es clonable!) Pero eventualmente se encontraría un derrotero mejor, se saldría del brete. ¡Lo hemos hecho tantas veces...! El problema más grave, el irreversible de verdad, sería otro. Que, instados por la conveniencia política de su líder, los libertarios aceptasen sumar a su recetario de soluciones improbables aquella que Macri y Bullrich les están imponiendo: la erradicación del peronismo como condición sine qua non de toda mejora futura.

 

Macbeth (Denzel Washington) y su Lady (Frances McDormand).

 

Por supuesto que Milei no es inocente en este juego. Por algo tiene por socia a Vicki Vainilla, en quien descansa para administrar la violencia que imagina necesaria para llevar a cabo las delirantes transformaciones que se cree llamado a producir. Pero una cosa sería reprimir protestas populares ante decisiones impopulares, y otra muy distinta desatar la persecución de un sector político tan específico como numeroso, que es lo que Macri anhela. Se me hace que el trip original de Milei no incluía necesariamente la aniquilación del peronismo como parte del menú. Lo cual no impide que se deje convencer ahora de que no habría otro camino para liberar sus manos y aplicarse a la tarea "del cielo".

No quisiera estar en su lugar, pobre hombre. Como suele pasarle a los adolescentes, Milei vive como si no fuese a morir nunca. Y sin embargo, los signos de su decrepitud acelerada están a la vista. La Vichacruel lo ghosteó alevosamente durante su último debate: una candidata a Vicepresidenta que no menciona ni una vez a su candidato a Presidente es algo sin precedentes. Para ciertos factores del poder en las sombras, la utilidad de Milei tendría por fecha de vencimiento aquella subsiguiente a su llegada a la Rosada. Una vez que el voto mayoritario les confiriese el poder formal en la República, ¿cuánto tardaría el poder real en considerar que Milei dejó de ser una solución para convertirse en un problema?

Por eso hay movimientos que tienen lugar en estos días entre bastidores y sombras, que de todos modos no escapan al ojo atento. No sé ustedes, pero en lo que a mí respecta, durante lo que llevo de vida en este país nunca vi nada más parecido a los Macbeth —en su avidez de poder, en sus mentes llenas de escorpiones, en su voluntad de derramar toda la sangre ajena que haga falta para salirse con la suya— que Mauricio Macri y Victoria Villarruel.

Como dice la Segunda Bruja al inicio del Acto Cuarto de la tragedia shakespiriana: "Algo malvado viene hacia aquí" (Something wicked this way comes).

 

 

 

El bosque se mueve

De extender los resultados del Experimento de Milgram a la condición humana, la conclusión sería angustiante. Deberíamos aceptar que, si nos lo ordenase alguien a quien reconocemos como autoridad —aunque se trate de una autoridad sin pergaminos, como la del presunto científico de bata blanca; o de la autoridad que confiere el dinero a quien está en condiciones de pagar a cambio de algo—, seríamos capaces de dañar y hasta de matar a una persona a quien, minutos atrás, reconocíamos como un igual.

"La disposición extrema de los adultos a ir hasta casi cualquier límite en respuesta al comando de una autoridad —escribió Milgram en 1974, el artículo se llamaba Los peligros de la obediencia— constituye el principal hallazgo del estudio y es el hecho que demanda explicación con urgencia. Gente común, que simplemente lleva adelante su trabajo, y sin que exista ninguna hostilidad en particular de su parte, puede convertirse en agente de un proceso destructivo terrible".

 

Milgram: gente común, agente de un proceso destructivo.

 

Pero ni la esterilidad de un laboratorio ni el prestigio académico de una institución como Yale disimulan que toda experiencia humana ocurre en un contexto, en un marco que excede el laboratorio y la universidad. Los cuarenta tipos a quienes Milgram testeó serían diversos en muchos aspectos, pero compartían elementos esenciales. Hablamos de hombres estadounidenses a comienzos de los '60, ciudadanos que jamás habían padecido una guerra o violencia terrorista en su propio territorio. Que acudían a una universidad de las más prestigiosas, a colaborar con una investigación. Era lógico que asumiesen que el científico de bata blanca podía estar pasado de rosca, pero que de todos modos no llegaría al extremo de asesinar gente en pleno campus de Yale. Tratándose de tiempos de paz, y en las instalaciones de una prestigiosa institución educativa, se persuadirían a sí mismos de que las condiciones estaban rigurosamente controladas para que no tuviese lugar un daño irreversible.

Algo muy distinto deben haber sentido, sí, los alemanes que hicieron la guerra al mando de Hitler. Allí se daba la confluencia de una emergencia nacional, de una cadena de mando incuestionable y de violencia administrada desde el Estado — es decir, técnicamente legal. Deben haber sido muchos los tipos que hasta que estalló la cosa eran panes de Dios y, una vez metidos en la dinámica bélica, hicieron cosas aberrantes de las que nunca se hubiesen creído capaces. De eso habla una película que tengo ganas de ver: The Zone of Interest, que Jonathan Glazer adaptó a partir de la novela homónima de Martin Amis y ganó el Grand Prix del festival de Cannes este mismo año. La zona de interés recrea la vida cotidiana de Rudolf Höss, que le granjea un pasar dorado a su esposa e hijos en una casita con jardín, mientras administra el campo de concentración que queda al lado, en su condición de oficial del Reich.

 

 

Lo que ocurrió aquí entre la oficialidad de los '70 no debe haber sido muy distinto. Por supuesto, para entonces la Segunda Guerra había tenido lugar y también los juicios de Nüremberg y el secuestro y ejecución de Eichmann. (Dicho sea de paso: ya en 1960 Israel abusaba de la memoria de las víctimas del Holocausto para cagarse en las leyes internacionales y hacer lo que se le cantase sin sufrir consecuencias — lo de hoy dista de ser nuevo en materia de su política de Estado, que desconoce sistemáticamente las normas a las que se atienen todos los demás.) Por eso la jerarquía militar local contaba a esa altura con literatura para justificar sus actos a partir de figuras como la obediencia debida. Este engendro legal parecía manipular el Experimento de Milgram en su favor, diluyendo la responsabilidad por sus crímenes en la tendencia de la especie, y en particular de la casta militar, a cumplir órdenes sin discutirlas.

Pero, así como en Europa se constituyó el tribunal de Nüremberg, aquí se desarrolló una política de Memoria, Verdad y Justicia y los acusados fueron juzgados en tribunales comunes, donde dispusieron de todas las garantías que caben a los ciudadanos. Algunos fueron encontrados culpables por abundancia de prueba, otros fueron exonerados. Pero el recuerdo de lo que hicieron y de lo que nos obligaron a vivir —y de lo que seguimos viviendo en la estela de sangre que dejaron, en el surco de la realidad que alteraron de forma irreparable— no se extingue en el alma de los argentinos.

 

Rudolpf Höss (Christian Friedel) en "The Zone of Interest".

 

Ese es el defecto principal del Experimento Milgram A La Criolla. La poderosa maquinaria política y comunicacional que lo lleva a cabo menospreció el peso de la experiencia histórica y la forma en que esta juega con el inconsciente colectivo de nuestros ciudadanos. Apostaron a que la necesidad de una mejora urgente y la demonización del peronismo como encarnación de todos los males —una simplificación extrema, pero útil en términos políticos como lo fue en la Alemania del '30 la demonización de los judíos— iban a determinar la contienda. No estuvieron del todo descaminados. Se trata de dos pulsiones grandes, que además están a punto caramelo. Pero, lanzados de lleno a esa campaña, agitaron los fantasmas de otras dos pulsiones tanto o más grandes, que los argentinos aprendimos a temer mucho más que al estancamiento económico o a lo incorregibles que somos los peronistas: la inestabilidad económica y la violencia.

Si algo nos despierta pánico instintivo, al nivel de quien se quemó fiero hace mucho pero ve fuego hoy y todavía recula, es, en primer lugar, la incertidumbre. Tanto nuestra historia personal como la historia de nuestros mayores están jalonadas por naufragios económicos: hiperinflaciones, dólar enloquecido, devaluaciones, corralitos, deudas irremontables. Nadie quiere volver a vivir cosas similares, y menos aún aquellos que están más ajustados, porque —inevitablemente— cuando hay remezones de ese tipo, son los que tienen menos margen de maniobra para arreglárselas: los que carecen de ahorro alguno, los que no cuentan con nada para malvender y seguir tirando. Y Milei no ofrece ninguna garantía a ese respecto. No se entiende bien qué pretende hacer en materia económica, más allá de la cháchara sobre el Banco Central y el dólar, porque nadie entiende cómo influirían esas cosas sobre la vida cotidiana. Hasta la gente que mira con cariño la idea de dolarizar sus vidas pesca que eso entrañaría un período indeterminado de confusión y desasosiego. Y para aquellos que ya sienten que no pueden estar peor, el argumento de que a veces hace falta estar todavía peor para después mejorar no es lo que se dice seductor.

 

Susana Valle.

 

En segundo lugar está la perspectiva de la violencia. Hemos padecido demasiada, y mucha de ella de naturaleza monstruosa. (Un ejemplo, nomás: el de Susana Valle, la hija del general Valle fusilado por la dictadura de Aramburu y Rojas. Secuestrada durante los '70 en Córdoba por los hombres del general Menéndez y picaneada a pesar de su embarazo, parió prematuramente. Había engendrado mellizos. Uno nació muerto y se lo pusieron en el pecho. Al otro se lo pusieron lejos, desnudo, para que lo viese apagarse de a poquito hasta morir también. Cuando ganamos la copa del mundo en el '78, nuestros represores ya habían ganado la copa mundial de la inhumanidad.) Y la exasperación que es el estado de ánimo por default de Milei no augura nada bueno, como tampoco entusiasma la convocatoria de Pato Bullshit a que todo explote antes del 19, ni mucho menos las amenazas de bombas en los trenes. Por supuesto que esas operaciones soliviantan aún más el ánimo de mucha gente, pero con la bronca hacia el gobierno crece también el rechazo a volver a vivir así, sin saber qué te va a pasar cada vez que salís de casa.

Nadie quiere exponerse a la violencia y mucho menos si es caprichosa, si puede sorprender a cualquiera en cualquier instante. Ni siquiera lo desean aquellos que pretenden que todo cambie: no a ese extremo — no a ese precio. El pueblo argentino desarrolló fobia a la incertidumbre económica a consecuencia del mar de traumas que sufrimos durante décadas. Pero su rechazo a la violencia es aún más visceral. No queremos morir, no queremos perder a nadie, no queremos que la gente querida sea lastimada o mutilada. No queremos que vuelvan a circular y se naturalicen las amenazas de agresión y de muerte, no nos caen bien las imágenes de los Falcon color verde y las especulaciones sobre cuántos de nosotros cabríamos en ese baúl, bebés incluidos. Ya probamos lo que significa vivir en la violencia, ya convivimos con ella, y desde los '80 nos pusimos de acuerdo en que nos resulta intolerable. Es el non plus ultra, el último límite, aquello que no estamos dispuestos a que se transgreda nunca más. Porque, si bien es cierto que venimos aceptando un incremento de la violencia discursiva, y que ese descontrol puede ser antesala de algo peor, una cosa es el griterío sacado, que no nos llama la atención —la genética italiana tira, en todos los programas de TV se habla a los gritos, ¡hasta en las ficciones!— y otra cosa distinta es el daño físico, material — la sangre.

 

 

Seguimos siendo el pueblo que copó las calles del país en contra del 2x1, de la liberación anticipada de los torturadores, multi-violadores y asesinos de masas a quienes Vicki Vainilla presenta hoy como víctimas. Y lo hicimos en plena luna de miel del pueblo con Macri, cuando todavía no había mostrado del todo la hilacha ni nos había endeudado hasta la verija. Hasta entonces todo estaba bien con el cambio y la derecha "moderna", pero aun así el pueblo dijo: con estas cosas no se jode. No queremos a los asesinos sueltos, ni en sus casas. Queremos —lo queríamos entonces y lo queremos todavía— que los que han sido condenados por la Justicia sigan en prisión, aunque Pando y Vichacruel hagan gestito de puchero.

La mayoría de nosotros no está dispuesta a bancar un nuevo derramamiento de sangre. Ni una masacre, por supuesto, pero tampoco violencia en dosis pretendidamente homeopáticas. No tomamos la violencia a la ligera. No le vemos la gracia. Los únicos que se ríen de los villanos de película de terror como Leatherface y Jason Vorhees son los pibitos, precisamente porque no maduraron aún. (Apenas crezcan un poco, se les pasará.) El resto del pueblo argentino aprendió las lecciones de la historia que padeció en carne propia o que sus mayores le refirieron, estremecidos. Y por eso, ante la propuesta del cambio desmelenado, caótico y violento que sale de fábrica sin garantías, cada vez más gente sospecha que la sabiduría popular tenía un punto cuando sostenía que más vale malo conocido —mal pero acostumbráus, decía el perro Mendieta— a ciertos "buenos" por conocer.

Queremos mejorar, insisto, pero con sensatez, porque la cosa está complicada pero no tanto como lo estuvo otras veces, de las que salimos sin necesidad de dinamitar ni aserrar nada. Paso a paso, como decía Mostaza Merlo. Sin tironear de la frazada ni dejar a nadie en pelotas. Sin volantazos arbitrarios, inexplicables, que terminen con el vehículo estrolado contra un árbol.

Y, ante todo, en paz. A la primera falta severa, roja y afuera.

 

 

Porque aprendimos de la peor manera lo que ocurre cuando se le abre la puerta a la violencia. La sangre trae siempre más sangre, como dice Macbeth. Y nosotros ya bebimos más de la que ningún ser humano puede digerir. Lo que deseamos, por el contrario, es aplicar la receta de Malcolm y derramar "la dulce leche de la concordia" sobre el infierno que algunos quieren encender debajo nuestro.

Podemos salir de este pozo por las buenas. Cada vez más gente lo percibe, lo intuye. Porque, así como tenemos tendencia a obedecer sin preguntar, también privilegiamos el bienestar por encima de la discordia. No elegimos vivir en la zozobra. Somos un lindo pueblo. Nos gusta juntarnos, reír con otros aunque sean desconocidos, apreciamos lo sabroso y lo bello. Y por eso es improbable que nos dejemos conducir por gente desagradable, arbitraria y agresiva.

Lo cual no significa que la bruja esté equivocada, cuando dice que algo malvado viene hacia aquí. Pero tampoco hay cómo negar que estamos en condiciones de frenarlo. Y eso es lo que haremos dentro de una semana, cuando los bosques que produjeron el papel de cada voto se pongan en marcha e impongan cordura a los agentes del actual proceso destructivo.

 

 

 

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