All that jazz

¿Quedará lugar para el arte y les artistes en el mundo que está por advenir?

 

Vengo esperando el estreno de The Eddy desde septiembre de 2017, cuando Netflix anunció que había dado luz verde al proyecto. Las razones de mi ansiedad se explican fácil: se trata de una serie creada por Damien Chazelle, el joven director de Whiplash y La la land, en torno de un músico de jazz expatriado que abre un club nocturno en París. Hijo de un académico de Princeton y una profesora de historia medieval, Chazelle quiso ser músico —baterista, para ser preciso— hasta que entendió que no tenía lo que hacía falta para serlo, por lo menos en el nivel al que aspiraba. La experiencia bajo la tutela de un profesor harto demandante fue la semilla que germinó en Whiplash (2014), donde J. K. Simmons interpretaba al exasperante —una suerte de Capitán Ahab de la docencia— Terence Fletcher. O sea que, cuando se mete con la música y el mundo que rodea a los músicos, Chazelle sabe de lo que habla. Por eso no albergaba dudas respecto del proyecto. Chazelle. París. Jazz. ¿Cómo no anticipar el goce que iba a depararme semejante délicatesse?

 

 

El director Damien Chazelle.

 

 

Lo que no tuve forma de anticipar fue la pandemia. Que de un golpe resignificó al mundo entero, y en particular la ficción. The Eddy juega con las formas narrativas —es un drama lleno de música, con elementos de thriller—, pero estoy seguro de que Chazelle nunca imaginó que, sin cambiar una coma ni alterar un frame, la serie reclamaría una lectura en clave histórica y hasta una dimensión utópica el mismísimo día de su estreno. (Que fue hace 48 horas, el 8 de mayo.) Porque The Eddy transcurre en una París contemporánea que, sin embargo, ya es anacrónica. Mientras nos preguntamos cómo será el mundo que viene —la Nueva Normalidad—, resulta inevitable detenerse en los aspectos que hoy se ponen en duda e ignoramos si retornarán, al menos bajo los mismos rasgos. La ciudad cosmopolita. El club de jazz atestado de gente. La comunión entre los músicos que tocan en directo, sobre una tarima que está allí precisamente para negar los distanciamientos sociales. Durante los tramos iniciales me costó ver otra cosa que no fuese aquello que daba por sentado y ahora me pregunto, con desgarro, si volveré a ver. París. La música en vivo. ¿Serán de esas cosas fantásticas que le referiré a mis nietes, así como en algún momento le conté a mis hijes que nací en un mundo donde no existían computadoras ni controles remotos y los teléfonos estaban atados a una pared, cable mediante?

 

 

 

 

En cualquier caso, nuestra situación actual torna aún más deleitables los placeres que el mundo de The Eddy describe como normales, cosa de todos los días: los viajes, la comunión que es la esencia de la música, los sabores exóticos, la posibilidad de fundar nuevas familias que trascienden el vínculo de la sangre, el hecho artístico que ocurre en tiempo real. (O sea, no sólo ante nuestros ojos y mediado por pantallas, sino hijo de una lógica temporal sobre la cual no tenemos intervención —no podemos ponerle pausa, ni retroceder ni acelerar hasta el próximo capítulo— y en la presencia de nuestro cuerpo, lo cual supone que puede ser oído sin gran intermediación tecnológica, en un contexto que olemos y que nuestra piel registra y decodifica como caluroso, húmedo o lo que sea.) Por eso el extrañamiento inicial es inevitable. Bastó que el virus chasquease los dedos e introdujese un ritmo nuevo para que The Eddy adquiriese elementos de ciencia ficción y contase, además de lo que ya contaba, la historia de un mundo que está más allá de nuestro alcance, que hoy sólo existe en nuestra imaginación. Lo único que le falta para inscribirse en el género es un scroll como el de La guerra de las galaxias que aclare, al principio, que estamos a punto de ver algo que ocurrió "hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana".

 

 

 

Cohetes a la luna

Para despejar la duda desde el principio: The Eddy no es un musical. En muchos sentidos, es el perfecto opuesto de La la land. Acá no están las convenciones del género hollywoodense por antonomasia, no hay mundo de fantasía ni secuencias oníricas, ni siquiera hay música incidental, o sea el score que revela o subraya lo que los protagonistas están sintiendo: lo que suena es lo que los músicos tocan o los personajes están oyendo, y ya. Otro elemento que valoré es el hecho de que Chazelle no haya apelado a la París de postal o película; más que una historia que transcurre en París es una historia de París, propia de la ciudad real, de sus territorios fronterizos —el 13e. arrondissement, si no me equivoco— y en consecuencia de su gente fronteriza, que nunca pisa los lugares comunes del turismo (¿se acuerdan del turismo?) salvo para trabajar o esquilmar a incautos.

 

 

La banda en el escenario de The Eddy.

 

 

La búsqueda de realismo se extiende a la forma en que armó el cast. El protagonista de la historia es Elliot, interpretado por el extraordinario André Holland. (El nombre completo del personaje es Elliot Udo, sobre el cual no insistiré por razones obvias.) Elliot es un pianista estadounidense de gran fama, que dejó de tocar y se exilió de Nueva York a causa de una tragedia personal. En París abre un club nocturno y crea una banda para la cual se permite componer. En The Eddy, los miembros de esta banda no son actores que hacen que tocan, sino músicos que actúan. Empezando por el pianista Randy Kerber, que además de componer las canciones de la serie con Glen Ballard hace de... Randy Kerber, el pianista de la banda de Elliot. Pero otros miembros del ensamble, como Damián Nueva (que hace del contrabajista Jude) y Lada Obradovic (que es la baterista Katarina), son musicazos que además pelan notables solos actorales. (La estructura de la serie, que pone en el centro de cada capítulo a un personaje distinto, les permite ese spotlight.) La música que se escucha, pues, no es una simulación, sino lo que ocurre — lo que sus personajes hacen sonar.

Hay una subtrama policial, a partir de una transacción non sancta que pone en peligro el futuro del club, que es lo menos interesante y roba a la serie de la dimensión que ahora sólo roza. (Debería haber terminado con el octavo capítulo, en vez de apelar a esa nota falsa que promete una segunda temporada.) Lo más interesante es la historia de esa gente, que no precisa de la pátina gangsteril para brillar. La relación de Elliot con su hija Julie (Amandla Stenberg, una revelación), que llega de visita y trastoca su vida. El personaje de Farid (interpretado por Tahar Rahim, protagonista de aquella belleza que se llamaba Un profeta), por el cual lloré como si lo hubiese conocido y amado durante mi vida entera. Las escenas que describen la vida de la minoría musulmana en París. En suma, las vidas de los músicos que en ese mundo hoy pretérito luchan por encontrar el esquivo equilibrio entre la vida real y la obsesión que es lo único que concede esplendor a sus días — una quimera que, vista desde la cuarentena actual y la imposibilidad de tocar con otros y para otros que están también allí, se vuelve particularmente dolorosa.

 

 

Los amigos Farid (Tahar Rakhm) y Elliot (André Holland).

 

 

El de Michael Mann (Heat, The Insider, Ali), un director a quien admiro mucho, es un cine que tematiza el orgullo del profesional, del laburante consumado que encuentra en la perfección de la tarea bien hecha una satisfacción casi artística. Lo de Chazelle no puede ser más diferente, y sin embargo sus historias comparten el foco en la obsesión que caracteriza a los que se dedican a crear. Aun cuando se aparta del milieu musical —como hizo en First Man (2018), su película sobre Neil Armstrong, el primer hombre en pisar la luna—, lo que hace vibrar a Chazelle es el estado de locura práctica en que vivimos aquellos consagrados a quehaceres que distan de ser necesarios, como componer una canción, escribir una novela... o llegar a la luna. (Imagino que la excelencia académica de sus padres debe habérsele pegado. A pesar de su ascendencia católica, la desconfianza que les inspiraba el nivel de las escuelas elementales de la zona hizo que los Chazelle enviasen a Damien a una escuela judía.)

Sus protagonistas comparten características: son presa de sueños que se viven como fiebre y —a primera vista, al menos— los tornan inadecuados para vivir en el mundo real. Por eso Farid le oculta a Elliot las maquinaciones en que incurre para mantener el club a flote: porque pretende que se concentre en la música. Pero no lo hace para que su amigo el artista permanezca en la nube de pedos donde, según muches, vivimos los que nos dedicamos a estas cosas. Como Farid es melómano y se considera músico amateur, entiende que la dedicación de Elliot no puede medirse en términos de carrera profesional, de éxito mundano, contante y sonante. Farid sabe que lo que depende de la materialización de esa música es, ante todo, la posibilidad de que su amigo acceda a algo parecido a la felicidad — o, en su caso puntual, a la salvación.

 

Julie (Amandla Stenberg), una revelación.

 

 

Como Neil Armstrong en la vida real, Elliot viene de perder a un hijo pequeño. En los brazos del trauma, entregarse en cuerpo y alma a la actividad ofrece una ventaja doble: compartimentalizar la vida, bloqueando las áreas vinculadas al dolor crudo e intolerable (por supuesto, esta ventaja incluye el riesgo de dejar afuera a todas las personas con las que se tenía un vínculo emocional) y trabajar dentro de un área controlada, una segunda realidad de naturaleza virtual o cuanto menos emocional/intelectual, que metaboliza ese dolor a través de la creación de algo nuevo.

Hay quien, mirando desde afuera, creerá que les artistes cuentan con el privilegio de esta burbuja que les contiene y singulariza, volviéndoles inimputables. También se podría contemplar el caso a través del prisma opuesto, analizando las desventajas que supone para la mayoría de les artistes la mezcla de hipersensibilidad e inadecuación a una sociedad que sólo cree en el dinero. Lo imprescindible, en todo caso, es no olvidar que el fenómeno parte de una realidad objetiva: la compulsión a crear, a interpretar, a expresarse públicamente, es una anomalía que no se elige y es alternativamente, de forma inevitable, una bendición y una maldición, como lo sería medir dos metros treinta o tener la memoria de Funes; una suerte de órgano extra con el que ya nacieron y sin el cual —al igual que ocurriría si debiesen prescindir del corazón, el cerebro, los pulmones o las vísceras— no podrían sobrevivir en este mundo.

 

 

 

No hay nada más lindo que la familia unida

La moneda fue lanzada al aire por la intercesión del virus y ahí sigue dando vueltas mientras la humanidad está en vilo, a la espera de dirimir cuál de sus caras obtendrá fortuna. Puede que caiga del lado de La Más Grande Ironía de la Historia, según la cual las condiciones creadas por el capitalismo salvaje —en términos de la explotación animal, la ciencia esclavizada por los beneficios de los privados y la devastación de los sistemas de salud— terminarían arrasando al mismo sistema que las hizo posibles. (Algo que remite a La guerra de los mundos de H. G. Wells y el final de esa invasión extraterrestre a nuestro planeta: toda esa tecnología, todo ese poderío bélico... ¡para que los invasores acaben vencidos y arrasados por un simple resfrío!) Pero también es posible que la moneda caiga del otro lado, y que Los Nuevos Señores Feudales profundicen su primacía, ya liberados de la necesidad de fingirse republicanos y democráticos.

En esta crisis que no se parece a nada que hayamos visto con nuestros propios ojos, les artistes cargan con una de las peores partes. Porque, por un lado, están tan desocupados a la fuerza como muchos. La enorme mayoría no forma parte de la masa asalariada, y hasta aquellos que la pandemia pescó en medio de un contrato no cobran lo que deben ni de manos de las empresas más prósperas. (Sí, hablo de Pol-ka, sello que se había ganado su pésima fama como empleador mucho antes del coronavirus.) En este contexto, hay gente que llega al extremo de negarles el derecho a reivindicarse como trabajadores. Días atrás fui testigo de las salvajadas que recibió por Facebook una de nuestras mejores escritoras —a quien no identifico tan sólo para no volver a convertirla en blanco—, por haber tenido "el tupé" de reivindicarse públicamente como laburante. Nadie dice que escribir sea un oficio tan ingrato como cargar bolsas, mover basura o limpiar inodoros; nadie pretende que el oficio sea tan necesario o dignificante como el de les trabajadores de la salud, en estos días y siempre. Pero si nos ponemos estrictos y lo medimos en horas-culo aplicadas a la tarea, le pasaríamos el trapo al 90 % de esos presuntos "trabajadores" tan rápidos para el insulto y la descalificación. Antes de reunir 300 páginas coherentes y legibles, esa lamentable gente se volvería tan loca como el Jack Nicholson que en El resplandor tipeaba la misma frase (All work and no play makes Jack a dull boy) un millón de veces.

 

 

 

 

Pero a la falta de guita y de reconocimiento se le agrega otro sopapo cruel: la imposibilidad de practicar el arte del caso en presencia de un público atento. Para muches artistas, la gente que vibra en sincronía, mueve la patita al ritmo y aplaude al final equivale al pan del alma, tan importante como el pan material que llena la panza. Sí, es cierto que existen las redes. Pero hasta el cine, que es medio inhumano al respecto, le permite a les actores hacer lo suyo delante de un equipo y de un director o directora que al final de la toma emitirá su juicio y los alentará. Actuar delante de un celular o una compu es actuar solo, y una tonelada de likes no suple el brillo en los ojos de quien bate palmas de pie. En estos días, por primera vez en casi treinta años, terminé una novela sin saber cuándo verá la luz y sin certezas respecto de la renovación de rituales que había incorporado a mi vida y de los que tanto disfrutaba, como el de airear las páginas de un primer ejemplar y beber de su perfume a libro nuevo. A pesar de que la escritura es un oficio que te asocia a la soledad, no creo que ningún colega se salve de esta angustia. ¿Cuánto más padecerán aquelles cuyas almas demandan el contacto y del calor de un público presente?

Debe ser por eso que una historia como The Eddy me conmueve tanto en estos días: porque pocas labores simbolizan lo que hoy está en juego como la de les músiques. Al principio un instrumentista pueda aislarse del resto del mundo y pensar que el universo empieza en sus manos y termina allí donde acaba el eco material de lo que interpreta. Pero tan pronto domine el abecé de su arte, entenderá que sólo será tan bueno como aquellos que suenan con él/ella; y no conocerá éxtasis más grande que aquel que tiene lugar cuando, además de interpretar lo que la partitura marca, lo que ocurre entre les músiques cuaje y el guiso se convierta en realidad. Por eso tantas historias de músiques —y The Eddy no es excepción— son en esencia historias de familias. Porque, más allá de la sangre, una familia es ante todo un grupo de gente que sabe por qué está unida. Y no ha existido combo o banda que fuese digna de esos nombres sin haber sentido una ligazón que va más allá del cheque al final del show.

 

 

 

 

Hoy las cuitas de les artistes se disuelven en el mismo ácido que corroe a todo el mundo del trabajo. Con la noción del pleno empleo convertida en algo propio del pasado, habrá que encontrar otro eje vertebrador de la experiencia humana. No falta tanto para que las tareas necesarias para mantener el mundo en marcha sean resueltas por la tecnología y un número acotado de personal especialista en sus materias. Eso pone en primer plano al resto de la humanidad, que ya no podrá organizar su existencia del mismo modo. Los planes que alientan al respecto Los Nuevos Señores Feudales no son sutiles, están a la vista en las políticas de sus CEOs de Washington, de Brasilia y de CABA, que han empezado a ver el vaso de la epidemia medio lleno y a contar con que el virus arrase las poblaciones que no los votan, que los irritan, que significan un gasto en que ya no quieren incurrir o que viven en terrenos que sueñan vender: los pobres, los presos, los inmigrantes, los viejos.

(Uno trata de no caer en clichés, pero se torna difícil abandonar la intuición de que la gente que vive para la guita lee poco. A mí se me grabó desde chico —y sé que a Graciana Peñafort, entre tantes otres, también— ese cuento de Edgar Allan Poe que se llama La máscara de la Muerte Roja, en el cual los nobles guiados por el príncipe Próspero —ja— creen que evitarán la peste encerrándose en una abadía y dejando afuera al populacho. Pobres ricos, que asumen que la peste será tan dócil ante ellos, tan venal, como los jueces que llevan en los bolsillos como moneda de cambio. La peste es más democrática que ustedes, muchaches. Aunque estén en mejores condiciones de cuidarse que el vulgo, si dejan que se expanda la Muerte Roja también les cobrará algún precio entre sus más queridos.)

 

 

 

 

 

Lo que está asomando, y empezamos a considerar por primera vez como una idea no sólo sensata sino posible, es la iniciativa de un ingreso universal que nivele el terreno de juego a todes les ciudadanes. (El economista Thomas Piketty, por ejemplo, viene insistiendo muy seriamente en un pago estatal único, o "herencia para todos", de 120.000 euros para cada ciudadane europeo cuando cumpla 25 años.) A primera oída suena delirante, como sonaba el bebop en sus inicios; pero no lo es tanto. A fin de cuentas, el sistema capitalista está basado en una serie de convenciones, y las convenciones están hechas para ser sustituidas por otras mejores. Cuando las cifras de desocupación se vuelvan astronómicas, el único factor de poder que podrá evitar que las sociedades devengan junglas será el Estado que invierta en el pueblo y garantice sus derechos elementales más allá del reducido toma y daca capitalista. Ahora que la convocatoria ya pasó, podemos decirlo: los 7 Mamertos del 7M no estaban del todo descaminados. Lo que puede advenir es otra forma de organización política y social que por supuesto nada tendrá que ver con el cuco comunista, el totalitarismo estatal y toda esa vaina que nadie intentaría vender hoy porque ya se intentó y no funciona. Pero sí hay que poner el coco en movimiento y pensar en la línea de lo que puede intentarse para que, por primera vez en la historia, aquello de que todes nacemos iguales deje de ser un verso y tenga asidero en la realidad.

La moneda, como ya dije, está en el aire. En esta situación, lo único que no podemos hacer es esperar a que caiga. Porque conocemos a los que están del otro lado y sabemos que no juegan limpio. Estos muchachos son más amarretes que Scrooge antes de la visita de los fantasmas, y si vacilamos van a manotear la moneda antes de que aterrice. No tengo dudas de que, en el futuro, miraremos este tiempo desde la perspectiva de lo que hicimos, o no, para que las cosas salieran como salieron. Por eso hoy la única que nos cabe a nosotros —que somos familia de millones, porque sabemos bien qué nos une— es apoyar con hechos a aquellos que defienden al pueblo que les concedió su mandato. Para los otros no somos ni seremos pueblo nunca, al contrario. En el momento en que dejamos de servirles como siervos o consumidores, empiezan a vernos como hamburguesas con patas.

Algunas cosas suenan a utopía, pero sólo hasta que las hacemos entrar en el diario de hoy. Es como canta St. Vincent en el tema principal de The Eddy: "Un anhelo negado / Sólo se hace más fuerte".

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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