I.
Lo suyo fue un desvío inevitablemente momentáneo.
Javier Trímboli
Este libro concibió su propio comienzo el día en que Sabag Montiel intentó matar a Cristina Fernández de Kirchner. Recordemos una vez más la secuencia completa: CFK denuncia persecución política de los medios, de la Justicia y de las grandes empresas de comunicación; luego, es objeto de un atentado fallido contra su vida y, a continuación, recibe una condena de esos jueces a los que había denunciado.
En su discurso de rechazo de la condena del 6 de diciembre de 2022, la entonces Vicepresidenta caracterizó públicamente la existencia de un «Estado paralelo» y una Justicia “mafiosa”. Esas palabras, pronunciadas por CFK ante la ley, fueron el mejor registro sísmico alcanzado en el plano de las instituciones. ¿Qué efecto alcanzó semejante registro en el plano de las prácticas políticas? ¿Fueron escuchadas como un anuncio agónico y un diagnóstico agudo de decadencia de la democracia?
Aquella denuncia iluminaba la corrupción del aparato político público y del Poder Judicial. Pronunciada desde las cimas del poder político, complementó el saber sobre la descomposición institucional que ya hacía un buen rato era experiencia habitual en la vida popular. La crueldad pública —manipulación y desfinanciamiento, intermediaciones arbitrarias, descuido de la infraestructura estatal, economías ilegales, brutalidades laborales, violencias policiales— formaba parte hacía tiempo del microcosmos de vastos territorios sociales, agobiados por el crecimiento persistente de la desigualdad social.
Se lo ha señalado hasta el cansancio: los ataques a la líder del Frente de Todos no produjeron la reacción prevista por la consigna militante (“si la tocan a Cristina, qué quilombo se va a armar”). Por el contrario: si pudieron “tocar” a la Vicepresidenta fue en parte porque el quilombo —la separación entre desesperación popular y la voluntad política organizada; el bloqueo político a la acción del movimiento social— se había detonado previamente. En aquel alegato del 6 de diciembre, CFK rechazó también toda posibilidad de ser una “mascota de Magnetto”, incluyendo en su denuncia el poder manipulador del empresariado concentrado en poder de medios masivos de comunicación sobre las autoridades públicas.
El registro de los movimientos sísmicos de esas palabras era doble: revelaba tanto la pretensión espuria de un poder concentrado como la ausencia de un contrapoder público apoyado en la movilización popular capaz de desactivar las trampas corporativas. Si no produjeron mayor conmoción a pesar de su gravedad institucional, fue porque sonaron a confirmación de una condición humillante de existencia consolidada hace demasiado tiempo, en la que muchas y muchos resisten con lo puesto el avance de las fuerzas triunfadoras.
Las dos violencias —la ejercida contra la Vice y la padecida como norma en la organización de la vida popular— se sucedían en paralelo sin entrar en contacto. Y esa desconexión fue desactivación previa: anuncio de un límite estructural a una forma de acción política.
Ese desgaste de un modo de interpelación pública tiene un correlato perceptivo. Los liderazgos históricos ofrecen un cristal a través del cual mirar la realidad. Ellos permiten organizar la percepción de un modo colectivo, a partir de su centralidad. Esa centralidad óptica supuso también un desplazamiento hacia la periferia visual de aquellos signos que avisaban sobre la naturaleza de las fuerzas que golpeaban a la puerta. ¿A dónde mirar cuando la lente que señala el futuro nos devuelve la imagen de la trampa?

II.
Tu aversión contra mi escribir.
Franz Kafka
En la Carta al padre, Kafka buscaba oponer la escritura al poder de una imagen mítica que lo paralizaba. La salida que buscaba tenía algo de generacional. El héroe llega a serlo cuando deja de ser hijo del heroísmo de sus padres. Cuando sustituye su deseo de compartir las frustraciones de sus mayores, de salir en la misma foto que ellos, y recompone un horizonte propio. La nueva generación es también un modo de pulir cristales, de usar el lenguaje.
El temblor del presente somete a dura prueba a las palabras. José Carlos Agüero describe con precisión la política de desgaste montada sobre ellas. En su libro Desprecio, la política del miedo en el Perú (2023), el poeta peruano conecta el bloqueo sobre la conversación con una condena a “la soledad” que profundiza una “herida del vínculo social”. El desprecio deshace las redes existenciales de los sujetos y acentúa la “banalidad o intrascendencia de sus interacciones”. El desprecio deshilvana tejidos entre pares y atenta contra las “articulaciones más complejas (verticales), haciendo casi impracticable la intermediación”. Se trata de un modo de poder que surge tras décadas de imposición de las “políticas neoliberales y su mandato de éxito personal sin importar los medios y sin ningún otro fin que no sea el beneficio personal”. El panorama surgido de tal imposición es un medio que valoriza “la trampa, la vileza y el resultado por sobre cualquier evaluación moral”. El desprecio es, pues, “la pérdida de todo referente común para convivir”. El triunfo del cinismo como “actitud existencial”, afianzada “sobre la base de multitudes solitarias”. Sin reparar en este destejido despreciativo, el lenguaje se torna comentario solemne o paródico de la ley o implosiona.
III.
Lo peligroso en la Argentina de hoy es calificar de partidario de la violencia a todo aquel que quiera explicar en sus raíces el porqué de la violencia contestataria.
Osvaldo Bayer
Volvamos a uno de los relatos predilectos de Kafka, “Ante la ley”. El momento en el cual el guardián azuza al campesino diciéndole: “Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición”. Esas palabras que fijan al campesino a su impotencia por la vía del miedo al enfrentamiento son también palabras que muestran —o permiten recordar— que la puerta permanece abierta. El miedo al guardián no tendría razón de ser si este no estuviera ligado —como su obstáculo— a una posibilidad real. A su posibilidad más propia. El guardián es algo más que un mero centinela. Sus palabras introducen un plus: advierten sobre el riesgo que supone la acción, la apropiación de sus propios posibles. ¿Y qué es ese plus sino la implantación del desaliento y la postergación que surge como correlato de la debilidad potencial del guardián? De hecho, no deja de ser curioso que el campesino solo realice la pregunta política por excelencia —si “todos aspiran a la ley”; ¿dónde están los demás?—, cuando ya ha perdido sus fuerzas. ¿Son acaso el campesino, el guardián y la puerta términos de una pieza teatral que puede ser representada de infinitos modos, un ejercicio de explotación sobre los dilemas que supone la toma de una decisión política sin garantías ni resguardos?
Pero entonces la espera del campesino no sería la del perezoso al que quiere sacudir el activista, sino la del desesperado que sopesa y evalúa las amenazas que recubren lo posible: ¿dónde están nuestras puertas, cómo las atravesaremos, qué haremos con el guardián? La respuesta que da el guardián a la pregunta política del campesino —“Aquí́ nadie más podía obtener permiso para entrar, pues esta entrada estaba destinada solo para ti. Yo ahora me voy y la cierro”— no deja de ser la respuesta que el campesino ha constituido para sí mismo. “Ante la ley” sería, entonces, un monólogo interior. Tribulaciones en torno a un pueblo disperso, formado por personas y grupos que han quedado aislados entre sí, incapaces de dar respuestas colectivas. El sentido de las palabras del guardián —“solo para ti”—, sería entonces el de un señalamiento sobre la responsabilidad individual: sin atravesar tu propia puerta. El miedo al guardián no tendría razón de ser si este no estuviera ligado —como su obstáculo— a una posibilidad real. A su posibilidad más propia. El guardián es algo más que un mero centinela. Sus palabras introducen un plus: advierten sobre el riesgo que supone la acción, la apropiación de sus propios posibles. ¿Y qué es ese plus sino la implantación del desaliento y la postergación que surge como correlato de la debilidad potencial del guardián? De hecho, no deja de ser curioso que el campesino solo realice la pregunta política por excelencia —si “todos aspiran a la ley”, ¿dónde están los demás?—, cuando ya ha perdido sus fuerzas. ¿Son acaso el campesino, el guardián y la puerta términos de una pieza teatral que puede ser representada de infinitos modos, un ejercicio de explotación sobre los dilemas que supone la toma de una decisión política sin garantías ni resguardos?
Pero entonces la espera del campesino no sería la del perezoso al que quiere sacudir el activista, sino la del desesperado que sopesa y evalúa las amenazas que recubren lo posible: ¿dónde están nuestras puertas, cómo las atravesaremos, qué haremos con el guardián? La respuesta que da el guardián a la pregunta política del campesino: “Aquí́ nadie más podía obtener permiso para entrar, pues esta entrada estaba destinada solo para ti. Yo ahora me voy y la cierro” no deja de ser la respuesta que el campesino ha constituido para sí mismo. “Ante la ley” sería, entonces, un monólogo interior. Tribulaciones en torno a un pueblo disperso, formado por personas y grupos que han quedado aislados entre sí, incapaces de dar respuestas colectivas. El sentido de las palabras del guardián —“solo para ti”— sería entonces el de un señalamiento sobre la responsabilidad individual: sin atravesar tu propia puerta jamás superarás esa forma de existencia que te indispone para formar una fuerza mayor, de un contrapoder. Desde este punto de vista, la puerta abierta formaría parte de la trampa, pero también de la salida. Ambas cosas a la vez.
Osvaldo Bayer describió a Di Giovanni “con Colts 45 para imprimir las obras del pacifista Reclus”. La coexistencia de elementos supuestamente contradictorios en la imagen evocada por el historiador aparece en su biografía del anarquista expropiador —El idealista de la violencia (1970)—, y plantea un problema que terminó de desplegarse muchos años después. Luego de la dictadura, y en una polémica sobre la violencia con Álvaro Abós, Bayer escribió que Severino era un hombre valioso y entrampado, que decide hacer justicia en un mundo que es “más complicado de lo que él cree”; que consumido por la pasión y por lo insoportable de un mundo tomado por la violencia fascista, sale a hacer justicia por sí mismo, cae en la crueldad —de la que se da cuenta, pero de la que ya no puede salir— y queda aprisionado en el “círculo de fuego que le ha tendido la sociedad”. Desde entonces su figura será la del “perseguido” y la del “desesperado”. El problema, dice Bayer, es la victoriosa eliminación de toda capacidad de “diferenciación” y “análisis” que el poder logró consolidar ya en democracia a través de los grandes medios de comunicación. Por ese camino, "se llega a considerar terrorismo a la violencia que viene de abajo" (Revista Crisis, 1986).
La posición de Bayer —que se describía a sí mismo como “insanablemente pacifista”— es la de una conciencia que se sabe avergonzada por no contar con una alternativa eficaz a la violencia armada. ¿Qué opción realista ofrecer a los revolucionarios que se proponen enfrentar con las armas en la mano a los enemigos de la humanidad? Bayer no podía sumarse a los emprendimientos en los que creía, con los que no acordaba ética ni políticamente, pero tampoco podía condenar ni refutar a revolucionarios que asumían que la violencia era una salida posible y necesaria. Y no pensaba así solo con relación a Severino. Años antes, luego de una conversación con el Che Guevara, no podía dejar de formularse la pregunta: “¿Es que un auténtico revolucionario debe autoconvencerse de sus soluciones para hacer la revolución en la que cree?”
El problema de Bayer vuelve a plantearse hoy en nuevas condiciones. Una democracia neutralizada y dispuesta como campo de saqueo, unas instituciones que ya no pueden actuar por fuera de una lógica de guerra económica contra sus poblaciones y un bloqueo de las posibilidades de la deserción políticamente organizada conducen a reevaluar la lógica de la trampa y de la búsqueda de una salida ahí donde no la hay. Michel Carrouges empleó la expresión “ironía superior” para nombrar la actitud adoptada por Kafka frente a este estado de cosas. Una burla refinada que intentaba alcanzar el punto de vista “de los miserables sometidos que padecen sin comprender” con un “desbordante sufrimiento, humor, misterio y lucidez”. Albert Camus ha indicado que si algo asombra en el mundo de Kafka es la falta de asombro con que viven lo irreal sus personajes. Esa naturalidad ante lo insólito constituye el verdadero poder del absurdo. Lo que no habría que hacer es confundir la autoparodia neofascista del poder que trabaja para crear un mundo de compatibilidades lineales con el absurdo kafkiano que revela la conexión entre incompatibles en el corazón mismo de lo real. La parodia neofascista estimula una voluntad de aniquilación; el absurdo kafkiano actúa en relación con lo inesperado y lo sorpresivo. Digo, ¿qué cosa mejor podría sucederle a aquel campesino atemorizado que toparse con un texto como "Ante la ley" y descubrirse un lector de su propia inquietud —un condenado que encuentra en la lectura el espacio para recusar su condena—, un escritor de notas emancipatorias en un mundo en ruinas y un necio que no cejará en su búsqueda de redención en el reverso de la nada? Ya que ninguna vida puede ser reducida a una tarea, debería buscar su respuesta al enigma ante esa puerta abierta, ante esa leyenda mil veces leída (“para vos”), como pequeña esperanza absurda de una salvación ante la vergüenza del orden del mundo.
* Este texto forma parte del libro El temblor de las ideas. Buscar una salida donde no la hay, de Diego Sztulwark.
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