El 6 y 9 de agosto pasados se cumplieron 80 años del lanzamiento de las bombas atómicas por parte de Estados Unidos en Hiroshima y Nagasaki respectivamente. “Little Boy” y “Fat Man” fueron las primeras –y por ahora únicas– bombas nucleares empleadas en combate. Decenas de miles de personas murieron instantáneamente y otras tantas después como consecuencia de las radiaciones. En el marco de los recordatorios, se reunieron en Hiroshima representantes de más de 120 países para declamar solemnemente su compromiso con la paz; entre ellos, se encontraban los delegados de Israel y –por primera vez– de Palestina. La paradoja no necesita explicaciones: desde octubre de 2023 hasta marzo de 2025 Israel había lanzado explosivos cuya potencia equivale a seis veces la de la bomba lanzada el 6 de agosto de 1945.
A diferencia de las imágenes en blanco y negro que conocemos de Hiroshima y Nagasaki, las escenas en colores de Gaza no pertenecen todavía a la historia: forman parte de nuestra realidad cotidiana. El número de víctimas no es tan diferente entre quienes en 1945 murieron en el acto y quienes en Gaza han muerto por las bombas, el hambre o mientras intentaban conseguir comida.
La pretendida justificación oficial estadounidense de los bombardeos atómicos nunca ha resistido un análisis serio. Se dijo –y se dice– que las bombas fueron necesarias para forzar la rendición de Japón y poner fin a la mal llamada Segunda Guerra Mundial; pero ya entonces quedó claro que Hiroshima y Nagasaki fueron campos de pruebas, elegidos para mostrar al mundo la supremacía norteamericana. Para Richard Anderson Falk, profesor emérito de Derecho Internacional en la Universidad de Princeton, quien además fuera Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la situación de los derechos humanos en Cisjordania y Gaza, “este uso de bombas atómicas contra ciudades indefensas y densamente pobladas sigue siendo uno de los mayores actos de terrorismo de Estado en la historia de la humanidad, y si lo hubieran cometido los perdedores de la Segunda Guerra Mundial seguramente hubiesen sido considerados penalmente responsables y el armamento habría sido prohibido para siempre”. Lo cierto es que el mensaje era inequívoco: “Somos los dueños de la vida y la muerte en el mundo”.

Se sabe que otras potencias pronto formaron parte del club nuclear, cuya evolución y otros datos de interés muestra el investigador y periodista Federico Merke en un informe publicado en Cenital.
Después de agosto de 1945, las grandes potencias entendieron que un enfrentamiento directo podía significar el fin de la vida humana en el planeta: la bomba pasó a existir para no ser usada, nacía la disuasión nuclear, un equilibrio inestable en el que la paz depende de la amenaza creíble de destrucción mutua. Así, la proliferación fue lenta pero continua: el Tratado de No Proliferación Nuclear (TNP o NPT por sus siglas en inglés) permitió la posesión de armamento nuclear a los cinco miembros que habían detonado artefactos de ese tipo antes de 1967, un criterio tan curioso como objetable. Actualmente el club cuenta por lo menos con nueve miembros. Mientras tanto, se espera que en los próximos años se agreguen otros países, como Corea del Sur, Japón, Arabia Saudita, Turquía e Irán.
El sistema de control de armas que permitió reducciones importantes entre 1991 y 2010 parece haberse erosionado. El último tratado vigente entre Washington y Moscú vence en 1926, sin que se conozca algún proyecto que lo sustituya; y prácticamente todas las potencias nucleares modernizan sus capacidades: si bien en estos momentos podría haberse revertido la tendencia a la disminución de la cantidad de ojivas, lo más importante no es la expansión sino la búsqueda de armas más sofisticadas –cabezas más precisas, vectores más versátiles– y un orden jurídico más permisivo. La tentación/necesidad de autosuficiencia estratégica gana nuevos actores. He aquí otra paradoja: los arsenales son más pequeños que hace 50 años pero las condiciones político-estratégicas muestran que el aprendizaje de la experiencia histórica no está a la altura de los avances tecnológicos.
Por ejemplo, desde que el Presidente Barack Obama anunció en 2012 la estrategia de “Pivot to Asia”, es decir el traslado del grueso de la potencia aeronaval norteamericana a Asia Central, quedó claro que Taiwán sería el eje del fortalecimiento del cerco militar de Estados Unidos a China. Un cerco ahora liberado de la prohibición de despliegue de armas nucleares tácticas en la región, objetivo de la retirada unilateral en 2019 por parte del Presidente Donald Trump del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio (INF, siglas en inglés), firmado entre Estados Unidos y la Unión Soviética en 1987. La tendencia es nítida: el resultado es que nunca el mundo había estado tan cerca de una catástrofe nuclear, según la institución más relevante entre las que miden semejante peligro, el Reloj del Apocalipsis (Doomsday Clock) del Bulletin of the Atomic Scientits de la Universidad de Chicago, que se ocupa de esta tarea desde 1947.
¿Se han olvidado los horrores de las armas nucleares? Más allá de las declaraciones en redes sociales de machirulos atómicos como Trump, conviene prestar atención a hechos recientes que podrían conducir al escenario de un enfrentamiento nuclear, como la operación “Telaraña” de Ucrania, dirigida a instalaciones nucleares rusas, y los ataques de Estados Unidos e Israel a la infraestructura nuclear civil de Irán. La primera fue una provocación peligrosa e imprudente que quedó sin respuesta en virtud de la moderación de Moscú. La segunda confirma una lógica inquietante: si un país quiere evitar ser bombardeado, está obligado a contar con un disuasivo nuclear. Este es precisamente el razonamiento que puso en práctica Corea del Norte y, si algo faltaba para que fuera adoptado por Irán, Trump y Netanyahu se encargaron de proporcionárselo: el ataque de Estados Unidos a Irán fue un incentivo convincente para la proliferación nuclear. Algunos expertos ya describen a Irán como Estado nuclear no declarado; su prioridad estratégica –dicen– ahora parece clara: construir una bomba.
El bisnieto de un superviviente en Hiroshima guía a los visitantes extranjeros para que conozcan la trágica historia de la ciudad. Dice algo conmovedor: “Lo más peligroso es olvidar lo que ocurrió hace mucho tiempo”. Lo que no dice es que el peligro está aquí y ahora: los recuerdos de Hiroshima y Nagasaki se están desvaneciendo y se han convertido en símbolos ceremoniales ante los cuales los responsables de hoy, desde Washington a Tel Aviv, derraman lágrimas de cocodrilo. En otras palabras, ¿qué sentido tienen las conmemoraciones, los discursos y los rituales en favor de la paz, si en ellos participan los artífices del genocidio que se ejecuta y se exhibe en tiempo real? La barbarie de este siglo no es nuclear –hasta ahora– pero no por eso es menos apocalíptica: sin lanzar una sola bomba atómica, un pueblo está siendo torturado, privado de alimentos y exterminado con total impunidad. En Gaza, la matanza es más que indiscriminada: es deliberada, sistemática y sin límites ni complejos. En un mundo así, a Palestina no le alcanza con la compasión y la indignación: necesita –entre tantas cosas– que se detenga el envío de armas y se aplique un embargo comercial y económico a su agresor.
Es oportuno recordar un precedente que Occidente reivindica orgullosamente: en 1999, la OTAN, conducida por Estados Unidos, llevó a cabo una intervención militar contra la República Federal de Yugoslavia, supuestamente para “proteger a los civiles de Kosovo”. La acción violó –una vez más– la Carta de las Naciones Unidas, que posteriormente se reformuló con el argumento de “una necesidad moral”. Noam Chomsky acuñó entonces el concepto de “nuevo humanismo militar”. En ese contexto, la OTAN impulsó la creación de Kosovo como Estado soberano. Así surgió la doctrina de la Responsabilidad de Proteger (R2P), apoyada por la ONU, una concepción según la cual la soberanía puede ser anulada para detener atrocidades.
¿Dónde está ahora la Responsabilidad de Proteger? Hay innumerables libros y artículos que cantan loas a esta doctrina; sin embargo ninguna potencia occidental se atreve tan siquiera a invocarla en el caso de Gaza, sino todo lo contrario: pueden matarse civiles, destruir ciudades y buscar una solución final con armas convencionales y los gobiernos miran para otro lado. Es la doble vara, que le dicen. Más de 170 países reconocen a Palestina, pero ¿de qué sirve si no pueden imponer sanciones ni intervenir, no ya diplomáticamente sino humanitariamente? ¿Y de qué serviría un Estado palestino si no quedaran palestinos?
Aunque el 6 y el 9 de agosto pasados un coro de gobiernos recitó otro Nunca Más, los muertos de Hiroshima y Nagasaki y los pocos sobrevivientes que aún dan testimonio, difícilmente puedan descansar mientras el mundo hace todo lo posible para llegar a un enfrentamiento nuclear, y en Gaza casi un millón de personas enfrentan una hambruna sin retorno.
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